Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. 22-I2020. Auditorio Nacional de Música (sala Sinfónica). Tchaikovsky: Concierto nº 1 para piano y orquesta en si bemol menor, op. 23 Brahms: Sinfonía nº 4 en mi menor, op. 98. Behzod Abduraimov (Piano) Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Yuri Temirkanov (Director)
Y llegó de nuevo el día en que debíamos recordar al llorado Maris Jansons, el que tenía que haber dado este concierto. Tuvimos una bonita y sincera consolación, donde se desparramaban los recuerdos de todas las épocas de muchos buenos aficionados. Durante los días previos a este concierto algunos no hemos parado de repasar muchos nombres de la historia de esta orquesta, y de la propia organización, ya legendaria, de Ibermúsica en los conciertos en España, y muy especialmente en la historia de la Filarmonía Madrileña.
Jansons y Temirkanov velaron sus primeras armas musicales en la Filarmónica de Leningrado, la protohistoria de la gloriosa centuria protagonista de la velada. Ambos aprendieron de la enorme tradición orquestal rusa encarnada en Mravinsky, Kondrashin, y Arvid Jansons, padre del finado. Aunque entre estos dos directores que se han cruzado en la feliz sustitución de esta noche, nunca hubo una relación directa, sino solo profesional, juntos han encarnado dos de las líneas del arte de la dirección más ricas y profusas de la música entre siglos. Y de nuevo, cómo digo más arriba, esta bella ocasión estuvo en manos del ciclo de Orquestas y Solistas del mundo en su cincuentenario. La historia de nuestra filarmonía no sería la misma sin la contribución del gran Alfonso Aijón.
Cómo merecía la ocasión el lleno era total, lo que es un verdadero milagro ahora que la oferta musical es tan diversa como masificada. Sin duda, esta noche era la primera de las dos convocatorias que nadie quería perderse. Y es que los programas trillados y repetitivos, de los que algunos nos quejamos siguen siendo el mejor reclamo para el público ¿Cómo podrías emocionarte de nuevo en un programa confeccionado sólo con obras escuchadas cientos de veces? Pues simplemente por lo que siempre atrae a los buenos aficionados: una grandísima orquesta, un mítico director, y un solista de relumbrón. Cómo vimos, y a fe que se disfrutó, motivo suficiente para abandonar bien felices la sala a eso de las nueve y media de la noche.
En el piano hubo siempre volumen suficiente y redondez absoluta desde el egregio arranque del concierto. Un eterno Temirkanov le esperaba y arropaba, compás insinuado con su gesto breve, siempre partitura en ristre, cómo sino se la supiese. El Concierto num. 1 está totalmente asumido, sólo se trata de hacerlo resurgir en su máximo esplendor, de otro modo esta combinación de protagonistas no la habría programado. Toda la prueba era para el pianista. El maestro ruso exige a sus solistas diálogo y perfecto sonido, no hay concesiones en esta obra maestra. Su visión del repertorio ruso es además de distinguida y emocionante, sensacional porque conoce perfectamente el corazón de los aficionados y sabe cómo «pillarnos» en las redes de su repertorio con gestos musicales al límite. Otros directores más jóvenes parecen profesores locos de laboratorio cuando ensayan un nuevo tempo, o fuerzan el rubato sin éxito. Todo esto para «el sabio» es natural y forma parte de su personalidad desde hace décadas.
Con tempo amplio se compenetraron ambos buscando equilibrar la obra, más delante habría tiempo de carreras. En los pasajes dolce no parece obtener toda la delicadeza que debería aflorar. Abduraimov es un pura sangre con dominio absoluto de la obra y sus matices, pero todavía es un poco maquinal, un tanto frío, cómo que falta alma a su estilo. La demostración de descargas de acordes fortissimo, fulgurantes escalas, o acordes arpegiados dejan evidencia de sus poderes. El dominio instrumental y gran dotación técnica le permiten acabados de enorme limpieza, sin perder un ápice de musicalidad. Mientras tanto, Temirkanov provocaba generosos momentos de concertación en la tradición más abigarrada de la música rusa. Cada vez estaba más claro que no había que perder detalle de la orquesta, pues minuto a minuto el nivel virtuoso se iba igualando al del pianista, y la emoción estaba tanto en un bando cómo en el otro. El pianista uzbeko de 30 años seguía bordando catedrales de sonido en una cadencia prodigiosa, y de pronto, se produjo uno de los primeros momentos sensacionales de la noche; la inolvidable entrada de la cuerda reexponiendo el tema central para alcanzar el clímax, y la posterior coda en semifusas con transparencia absoluta.
Encabezando el Andantino semplice, la aparente pesantez de Temirkanov nos favoreció a todos. Por ejemplo al solista de flauta que hizo un bellísimo paseíllo en solitario para dar la alternativa al primer espada que entró sigiloso y sutil. ¡Y todos a gozar de un sonido de lujo cada vez más afirmado y cálido! Luego, en el pasaje stacatto contra el legato de la orquesta, el pianista demostró musicalidad y dominio sin límites. Y ahí, sí se le permitió correr, brindando una de sus mejores intervenciones. El concierto se pasó en un suspiro y en el finale, presentación de la apoteósica danza, nos asombra la precisión los grupetti de pizzicatos de la orquesta y de las maderas, filtradas y planificadas con pura disciplina militar. Los bellos rallentandi orquestales abrían la puerta de triunfal final del concierto. Este rubato tan arriesgado solo se le permiten a un faraón de la música rusa como nuestro invitado de hoy. El arte de manejar libremente el tempo en la concertación es posible con una simbiosis como la que director y orquesta exhiben. El milagro de acelerar y parar sin que apenas chirríe el discurso, aquí es una tradición de más de 50 años, que comenzó cuando la orquesta era otra, gracias a este director personal y libre cómo pocos.
El brillante instrumentista puso broche dorado a su gran concurso con la transcripción de Rachmaninov de la Canción de cuna, op. 16 nº 1 de gran Peter Illich. Tras escuchar la excepcional adaptación, y ajustada recreación de Abduraimov, no tengo dudas del respeto y amor que ambos profesaban por el gran Tchaikovsky. Empezando cómo Peter Illich y acabando cómo Sergey, sin abusar de los recursos técnicos, como el tempo, o exagerando dinámicas, en estilo y elegante. Lo que le falta, lo encontrará buscando en el más hondo fraseo, sencilla acentuación, y calor musical. Evitando lo exagerado para que brille sobre todo la música, cómo en este momento tan hermoso que nos brindó.
A veces encasillamos, sin querer, a cada director, y el remoquete de Temirkanov es el de la música rusa. En esta velada, algunos pensábamos que su Brahms no traería ya nada nuevo. Pues mal pensado, porque todos volvimos a vibrar y emocionarnos con esta interpretación. Una cuarta indudablemente romántica, y con ribetes de grandeza que no desmerece a aquel que hubiese dado el concierto. Comenzó Temirkanov y su gloriosa orquesta plantando el bellísimo sonido como cartas recién repartidas. El tempo marcado non troppo, era perfecto para la transparencia y maestría de los dos temas y su desarrollo. Y con esto aparentemente bastó para levantar el edificio sinfónico. De nuevo surgieron los imperceptibles cambios de tempo en las ocultas transiciones, justo antes de la reexposición, enriqueciendo el discurso y poniendo el listón altísimo. No había mucho más que pedir. Temirkanov, con Infinita sabiduría, se permite un breve rallentando diminuendo aquí, o un molto marcatto allá, y así va impulsando el discurso, y haciendo honor a la soberbia arquitectura brahmsiana. Todo ello iba siendo adornado con los nobles colores de una orquesta que casi al completo conserva su propio sello sonoro. Justo antes de la coda de este allegro, en la última exposición la tensión era ya casi insoportable. Habíamos llegado a un punto en que se respiraba emoción y concentración absoluta en tota la sala.
Durante el Andante, el planteamiento era cada vez más nostálgico y otoñal, y de pronto, en un concierto pasan esas cosas que deshacen todos los clichés, o previsiones. La cuerda, alfombrada de terciopelo, entró en piano en la reexposición del tema principal, cantando con una dulzura y ensimismamiento que desarma, sólo se podía sentir, no explicar; señores, es la música misma. Temirkanov abrió la puerta y ésta entró en la sala sinfónica con estupor general. El concierto había llegado al zenit.
De ahí al final la entrega de orquesta y director fue absoluta, y como uno sólo llevaron la obra a su conclusión. Tras el clímax del Andante hubo un soberbio control dinámico, y en monacal recogimiento, de nuevo encogiéndonos el corazón, con un fraseo cincelado llegó el acorde final. Y Cómo suele suceder en cierto repertorio romántico era difícil seguir hacia arriba después de los dos primeros movimientos. No obstante, hubo Contrapunto y equilibrio para el allegro del tercero; Inefable concisión y perfecto en diseño, interpretado con filigrana y bordón como le gusta al maestro. El fraseo se volvió de nuevo denso y profundo, y los ágiles dibujos de la cuerda nos llevaron a un crescendo final de lujo sonoro.
Y Al fin Brahms nos pone frente al monumento de la Passacaglia y sus variaciones del Allegro energico; una de las siete maravillas de la música en forma de movimiento orquestal. A estas alturas resulta complejo gobernar las emociones. De tensión y fraseo Temirkanov sabe un rato, y optó por saborear despacio esta gloria musical y, desde luego, sus solistas le ayudaron. En mi modesta opinión se nos cayó un poco la tensión del tejido sinfónico en los episodios centrales. Hacía falta un poco más de mordente en especial en trombones y trompas, pero a cambio el hedonista ruso nos dejó todo su calor. Luego volvió el incendio, y con él la cuerda tomó el control, donde los metales no lo hicieron. Este detalle no empañará los instantes de emoción que te recuerdan a míticas interpretaciones brahmsianas vividas al final del siglo en esta misma sala; Solti, Davis, Rodestvensky, etc… en cualquier caso, el maestro Temirkanov se unió a ellos con justicia cómo pocas veces que yo recuerde.
Entre ovaciones de cariño, son casi 40 años con este público, y ya muy cansado, concedió un bis que dejó a todos boquiabiertos por su pureza. En ese momento nos dejó volver a sentir el verdadero arte de la Dirección de orquesta ya mencionado, y sacó el tarrito de la esencias, el libro de contraseñas… La orquesta presentó en pianissimo de 4 «p» la bellísima variación Nimrod de las «Enigma» de Edward Elgar. Grandeza y elegancia. Sutil y perfecto crescendo con solos de maderas y culminación de coral de metales. Diminuendo largo y cálido. Otra vez la Orquesta San Petersburgo. Otra vez la Música. Se nos caen los papeles. Gracias Maestro.
Foto: Rafa Martín / Ibermúsica
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