Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. 5-XI-2017. Auditorio Nacional. Ciclo de Ibermúsica. Orquesta Filarmónica de San Petersburgo. Sergei Dogadin, violín. Director musical: Yuri Temirkanov. Concierto para violín y orquesta en Re mayor, op. 77 de Johannes Brahms. Sinfonía núm. 4 en Fa menor, op. 36 de Piotr Ilich Tchaikovski.
En la tarde del domingo, regresó Yuri Temirkanov al Ciclo de Ibermúsica junto a su Filarmónica de San Petersburgo. Es sin duda uno de los binomios más queridos por el público de este ciclo, que les venera y acompaña año tras año. Sería cuestión de buscar en los archivos de la institución, pero me atrevo a asegurar que no habrá muchas orquestas (quizás la London Symphony) que hayan pisado este ciclo más que los rusos, ni tampoco muchos directores que se hayan subido al podio más que Temirkanov, quien colabora con Ibermúsica desde 1982, y que salvo algún caso puntual (aquella deliciosa Primera sinfonía de Gustav Mahler en 2006, precisamente con la London Symphony, o su concierto con la Sinfónica de Baltimore en 2005) siempre ha venido con ésta, su orquesta o con la Royal Philharmonic, de la que también fue titular.
Simplemente con volver a asistir a otra “nueva” Cuarta sinfonía de Tchaikovsky, es fácil de entender la comunión entre el público de Madrid y el director del Cáucaso. Es una obra que el director ha debido dirigir varios cientos de veces (solo en Madrid, la ha dirigido anteriormente en dos ocasiones con esta orquesta, a las que hay que sumar otra con la Royal Philharmonic mas aquel debut de primeros de los 70 con la ONE), y sin embargo, en vez de encontrarte un trabajo de evidente nivel pero rutinario, consigue que una y otra vez suene como nueva.
Un hecho que nos ayuda a ver la evolución de este singular maestro es observar el cómo ahora es capaz de dar las entradas a los metales con un simple movimiento de ojos. Una economía de medios enorme que contrasta con lo que él mismo necesitaba hace bastantes años (por ejemplo en abril de 1992, cuando dirigió esta misma obra en el marco del ciclo sinfónico completo de Tchaikovsky) dando esas mismas entradas de manera algo aparatosa, moviendo ambos brazos de manera vehemente.
El magisterio con que comenzó el violento Andante inicial, pleno de fuerza e intensidad, marcado a fuego por esos metales tan sólidos, espesos, y hasta un punto estridentes pero tan característicos de esta orquesta y que tenemos tan asociados tenemos en nuestra mente a la música de Tchaikovsky, dio paso, tras una transición de las que ya no se ven, a la pura magia que despegó en el tema intermedio, esa especie de vals en ritmo ternario con la orquesta en pianísimo, que nos puso los pelos como escarpias, y que tras otra transición de libro nos llevó de nuevo a la sacudida de metales y maderas, envueltas por la cuerda luminosa y empastada de la centuria petersburguesa. La nueva repetición, llevada a tempo constante, moderato con anima, volvió a ser de libro para terminar en un clímax intenso como pocos, con la cuerda de nuevo soltando fuego, y las maderas y los metales apabullando.
Volvió a desplegar magia Temirkanov en el comienzo del Andantino lánguido y descorazonador, donde las maderas y las cuerdas delinearon la canzoneta al tempo justo, desplegando musicalidad y patetismo a partes iguales, para con magisterio, resolver el primer clímax de manera expresiva y contenida a la vez. Dichas características se desplegaron de nuevo en el segundo tema, de nuevo triste y desolador, que ya no nos abandonó hasta el final del movimiento.
En el Scherzo, pleno de buen humor, único tiempo en que Tchaikovsky nos deja relajarnos y disfrutar, las cuerdas con sus pizzicati marcaron la pauta con las maderas secundándolas brillantemente, demostrando una vez más, que en este repertorio son únicos.
El Finale, llevado a un tempo bastante rápido, volvió el Temirkanov maestro, capaz de llevar a la orquesta sin inmutarse. Ésta respondió de manera admirable en una obra que llevan en la sangre. La cuerda de nuevo incandescente, las maderas brillantes y por momentos algo histriónicas, y los metales con su contundencia habitual, que en otros repertorios, quizás puede chocar algo, pero que aquí suenan de manera idiomática y lógica. En la coda final, vertiginosa y enérgica, todos rindieron a un nivel altísimo, terminando la obra en medio del clamor de un público entregado y que respondió con ovaciones enormes, que fueron correspondidas por uno de las propinas clásicas de la orquesta, La danza de los pequeños cisnes del ballet del mismo nombre.
El concierto había comenzado con el joven violinista Sergey Dogadin interpretando el Concierto para violín de Johannes Brahms. El Sr. Dogadin demostró sus grandes cualidades técnicas, y brilló sobre todo en el Allegro inicial. Sin embargo, su sonido tiene un punto agrio que le penalizó en el Adagio intermedio, donde también se dejó en el tintero muchas de las enormes posibilidades expresivas que le regala la partitura. Valiente y arriesgado en el Allegro giocoso final, se lanzó a tumba abierta, y aunque volvió a relucir su nivel técnico, se perdió bastantes notas por el camino. Su sonido tampoco pudo con una orquesta, que de la mano de Temirkanov le había cuidado mucho en los dos primeros movimientos, pero que en este final ya no podía contraerse. Recibió bastantes ovaciones a las que respondió con un estudio de Paganini, tocado de nuevo con un gran virtuosismo técnico.
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