Si se sale de presenciar una función de Wozzeck sin dolor de estómago, sin un ápice de sobrecogimiento, ni impacto, ni congoja, ni inquietud, es que algo no ha funcionado y que la palabra que mejor puede definir a la representación es la de decepcionante. Mucho tuvo que ver en ello la fallida y desnortada producción, pero tampoco la interpretación musical y el reparto ayudaron a elevar el nivel de la representación más allá de una aseada corrección.
Encabezaba el reparto el barítono Londinense Simon Keenlyside, destacado representante de lo que ahora se llama en algunos sectores "barihunks" (¡Toma ya!). ¿Un nuevo término con el que designar un tipo vocal? No. Parece ser que se denominan así a los barítonos guapos y apuestos, normalmente de medios vocales modestos. Quizás por ello han de lucir otras armas. Ciertamente, el Wozzeck de Keenlyside goza de buena reputación, pero la interpretación ofrecida en el Teatro Real no fue más allá de la pulquérrima corrección musical que le caracteriza, con una voz cada vez más mate, justa de volumen y sonoridad (resultó tapado en algunas ocasiones por la orquesta), ayuna de mordiente, de metal, monócroma y con un fraseo falto de contrastes, de aristas, en definitiva, de incisividad.
La interpretación con toques naïf del infortunado protagonista, a cargo del cantante británico, al que no se puede discutir su implicación, resultó plana y no produjo conmoción, ni estremecimiento, ni compasión. Justo es decir que tampoco la producción le ayudó. A mayor nivel se situó la Marie de la soprano Nadja Michael, cantante más que discutible en otros repertorios, léase en cuanto tenga que afrontar un cantabile legato o un canto recogido y mórbido. Su material es robusto, potente, caudaloso, con sonidos percutientes, pero abundan más las notas hirientes, desabridas, cercanas al grito. La voz es ingobernable, destemplada, pero este papel le permite mostrar su gran talento de actriz-cantante de raza. Su intensidad en escena apoyada en un físico atractivo y un gran carisma escénico embrujó al público del Real, que le prodigó la mayor ovación en los saludos finales.
A pesar de la pobreza de la dirección escénica, la Michael logró encarnar una Marie creíble e intensa. Pésimo el doctor de Franz Hawlata, una voz de bajo-partichino de una vulgaridad pasmosa, lejos de la rotundidad exigible, además de emisión engolada, agudos imposibles y unos graves insuficientes a todas luces y en los que se apreció más aire que sonido. Justito, justito, el Andrés de Roger Padullés y magnífico una vez más (como lo fué hace 6 años en el Wozzeck presentado en este mismo recinto con la producción de Bieito) el capitán de Gerhard Siegel, que afrontó la temible escritura del papel (llena de sobreagudos, saltos interválicos, trinos) con una aparente facilidad, un timbre muy penetrante, además de redondear una creación dramática, que domina de cabo a rabo. Trivial, gris, sin ningún interés el Tambor mayor de Jon Villars, que se encuentra en las antípodas de un tenor dramático y que en esta producción estuvo caracterizado como un macarra chulángano.
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