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CRÍTICA: 'WOZZECK' DECEPCIONA EN EL TEATRO REAL DE MADRID. Por Raúl Chamorro Mena

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Autor: Raúl Chamorro Mena
12 de junio de 2013
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 DECEPCIONANTE WOZZECK
 
WOZZECK (Alban Berg) Madrid, Teatro Real, 10-6-2013. Simon Keenlyside (Wozzeck), Nadja Michael (Marie), Franz Hawlata (El doctor), Gerhard Siegel (El Capitán), Roger Padullés (Andrés), Jon Villars (El tambor Mayor), Katarina Bradic (Margret). Dirección Musical: Sylvain Cambreling. Dirección de escena: Christoph Marthaler. Escenografia y figurines: Anna Viebrock.


       Si se sale de presenciar una función de Wozzeck sin dolor de estómago, sin un ápice de sobrecogimiento, ni impacto, ni congoja, ni inquietud, es que algo no ha funcionado y que la palabra que mejor puede definir a la representación es la de decepcionante. Mucho tuvo que ver en ello la fallida y desnortada producción, pero tampoco la interpretación musical y el reparto ayudaron a elevar el nivel de la representación más allá de una aseada corrección.
      Encabezaba el reparto el barítono Londinense Simon Keenlyside, destacado representante de lo que ahora se llama en algunos sectores "barihunks" (¡Toma ya!). ¿Un nuevo término con el que designar un tipo vocal? No. Parece ser que se denominan así a los barítonos guapos y apuestos, normalmente de medios vocales modestos. Quizás por ello han de lucir otras armas. Ciertamente,  el Wozzeck de Keenlyside goza de buena reputación, pero la interpretación ofrecida en el Teatro Real no fue más allá de la pulquérrima corrección musical que le caracteriza, con una voz cada vez más mate, justa de volumen y sonoridad (resultó tapado en algunas ocasiones por la orquesta), ayuna de mordiente, de metal, monócroma y con un fraseo falto de contrastes, de aristas, en definitiva, de incisividad.
      La interpretación con toques naïf del infortunado protagonista, a cargo del cantante británico, al que no se puede discutir su implicación, resultó plana y no produjo conmoción, ni estremecimiento, ni compasión. Justo es decir que tampoco la producción le ayudó. A mayor nivel se situó la Marie de la soprano Nadja Michael, cantante más que discutible en otros repertorios, léase en cuanto tenga que afrontar un cantabile legato o un canto recogido y mórbido. Su material es robusto, potente, caudaloso, con sonidos percutientes, pero abundan más las notas hirientes, desabridas, cercanas al grito. La voz es ingobernable, destemplada, pero este papel le permite mostrar su gran talento de actriz-cantante de raza. Su intensidad en escena apoyada en un físico atractivo y un gran carisma escénico embrujó al público del Real, que le prodigó la mayor ovación en los saludos finales.
      A pesar de la pobreza de la dirección escénica, la Michael logró encarnar una Marie creíble e intensa. Pésimo el doctor de Franz Hawlata, una voz de bajo-partichino de una vulgaridad pasmosa, lejos de la rotundidad exigible, además de emisión engolada, agudos imposibles y unos graves insuficientes a todas luces y en los que se apreció más aire que sonido. Justito, justito, el Andrés de Roger Padullés y magnífico una vez más (como lo fué hace 6 años en el Wozzeck presentado en este mismo recinto con la producción de Bieito) el capitán de Gerhard Siegel, que afrontó la temible escritura del papel (llena de sobreagudos, saltos interválicos, trinos) con una aparente facilidad, un timbre muy penetrante, además de redondear una creación dramática, que domina de cabo a rabo. Trivial, gris, sin ningún interés el Tambor mayor de Jon Villars, que se encuentra en las antípodas de un tenor dramático y que en esta producción estuvo caracterizado como un macarra chulángano.

      Wozzeck es una obra maestra, un perfecto mecanismo músico-dramático-teatral basado en el drama de Buchner, perfectamente ensamblado por Alban Berg, autor de música y libreto que dejó unas completas indicaciones escénicas. Una perfecta y concisa sucesión de escenas que encauza una obra de una dureza, una tensión narrativa y una fuerza dramática casi insoportables. Pues bien, la producción de Marthaler, una más de las presentadas en París por Gerard Mortier, y que ahora trae al Teatro Real, se basa en una escenografía única basada en una especie de nave industrial con un bar, cantina o comedor donde los adultos se sientan mientras los niños juegan en el exterior.
      Wozzeck es el empleado encargado de limpiar las mesas y retirar los restos. Esta escenografía, unida a una pobre dirección escénica y unos personajes totalmente diluídos neutraliza todo el gran potencial dramático y de profunda tensión teatral de la obra produciendo monotonía y distensión. Una idea pretendidamente genial que desbarata la inmensa y perfectamente engarzada creación del verdadero genio, una vez más violentado, tristemente agredido por los que buscan un protagonismo que no merecen. Así, vemos a un señor vestido de uniforme como el Capitán, pero no el cuartel y su crudeza y no apreciamos, por tanto, con toda su fuerza, la presencia del elemento militar y la crítica hacia dicho estamento que contiene la obra. Asimismo queda desdibujada la caracterización del doctor y con ello, la carga contra la cada vez mayor influencia del elemento científico y a sus representantes sin escrúpulos. Por no hablar de la casi nada a que queda reducida la caracterización del protagonista.
       Perdemos también la maravillosa escena llena de misterio de Andrés y Wozzeck en el bosque, así como desaparece la importante presencia de la naturaleza. Al protagonista lavándose la sangre en el estanque y su muerte, esa luna roja que invocan los personajes y que debe verse. En fin, un final en que parece no pasar nada cuando ha de dejarte totalmente sobrecogido.
      Apreciable la labor de Sylvain Cambreling, gran conocedor del repertorio del siglo XX. Cuidadísima su dirección musical, aunque más aseada que verdaderamente tensionada, teatral y creadora de clímax y atmósferas. Obtuvo una aceptable prestación de la orquesta que, sin embargo, sonó más potente que refinada, más de trazo grueso que sutil y transparente, quedando en total evidencia ese salto de calidad del que carece y que es imprescindible para la exquisita, magistral orquestación de Alban Berg, llena de nuances, detalles y matices.
      Ha surgido estos días la polémica en algunos ámbitos sobre si esta producción es mejor o peor que la de Calixto Bieito representada en 2007. Pues bien, ambas resultan erradas. Para el que escribe estas líneas resultó nítidamente superior (además de notoriamente impactante e inolvidable en lo personal, porque supuso el descubrimiento de esta gran creación por parte del que firma estas líneas) el Wozzeck ofrecido en el Teatro de La Zarzuela en 1994 con estupendo montaje de José Carlos Plaza.

 

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