Artículo de Aurelio M. Seco sobre el preludio de la ópera Lohengrin de Wagner y el director de orquesta alemán Wilhelm Furtwängler
El cielo de Furtwängler
Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Wagner fue, efectivamente, un artista de una potencia descomunal, un revolucionario esotérico y expresionista que irradió un arte orquestal nuevo, ampliando el Cuerpo y Curso de la Música hasta límites nunca vistos. Pero es el mundo interno y alegórico de este autor el que resulta más difícil de descifrar y asimilar. Wagner exige tener ciertas cosas claras, un fortaleza de espíritu de titán inamovible e inmune a la estulticia perenne, a la flaqueza, manierismo y teatralidad.
El Preludio de Lohengrin es una partitura muy difícil de poner en sonido. No es música para hoy, la de Lohengrin, ni Wagner un compositor para el siglo XXI. Puede que incluso para ningún siglo. La música de Wagner requiere de una manera de ser y tocar diferente y muy especial.
Hay que entender que si Wagner asombró al Mundo fue a costa de mitificar lo más sagrado del Hombre, siendo capaz, no de exagerar la naturaleza humana ni de distorsionarla, sino de poner la nota justa a la gesta de vivir como dioses.
A veces nos resulta necesario escuchar esta partitura, como un refugio sublime y maltratado, pero no cantada por cualquiera. Qué difícil debe resultar para las cuerdas los momentos iniciales, tan sutiles y tersos como mágicamente entrelazados. Tenemos, desde luego, la magistral alianza transparente y religiosa de Claudio Abbado, tejiendo sus estromas con delicada mano, al frente, por ejemplo, de la Orquesta de Lucerna, conjunto histórico que desde su fallecimiento ya no suena igual. La sutil, sustantiva y preciosa mano de Abbado va bien con las delicadezas y misterios de la partitura de Lohengrin, aunque el cielo de Abbado se nos abre armonioso, esmaltado con una preciosa y sutil Idea de Belleza. Herbert von Karajan añade cierta fortaleza de espíritu, profundidad y radicalidad necesarias, como un abrirse a un azul resplandeciente que no termina, sin embargo, de desatarse por cierta inmanencia estético orquestal. También oímos al talentoso Simon Rattle, con su clasicismo bruxista excepcional. Pero falta en el Sir la libertad de espíritu de Wagner, o su crudeza, que tampoco hallamos, desde luego, en la superficialidad temperamental de Alain Antinoglu, en la brillante elegancia un tanto snob de Christian Thielemann o en la gestualidad estetizante de Jonathan Nott.
Sí está Wagner en la fuerza de la obra de George Solti, un Sir como Dios manda, un director de una potencia fascinante y entrañable. Solti entendió a Wagner y, Wagner, la Filosofía de la Música de Daniel Barenboim, aunque al final siempre volvamos a oír esos misteriosos yambos de la partitura, cuando se abre el cielo de la obra en plenitud, a una visión asombrosa por sus consecuencias, en la que los apoteósicos yambos ya no sabemos si son yambos, troqueos, o troqueoyámbicos. Con Wilhelm Furtwängler, el cielo un tanto apolíneo de Abbado se transforma en un Walhalla donde Apolo y Dionisos se entremezclan con especial fortuna y libertad. Y así, no queda más remedio que rendirse a esta poética sublime y decir «Furtwängler. Otra vez Furtwängler. Efectivamente, Furtwängler».
Compartir