Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-XI-2019, Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Concierto para violín, op, 61 (Edward Elgar). Nicola Benedetti, violín. Sinfonía nº 11, Op. 103, “El año 1905” (Dmitri Shostakóvich). London Philarmonic Orchestra. Dirección: Vladimir Jurowski.
Si el triunfo de cualquier director titular es dejar su sello, su impronta, en la orquesta que lidere, Vladimir Jurowski lo ha logrado de forma descollante con la London Philarmonic Orchestra, de la que es titular de 2007 y permanecerá hasta Septiembre de 2021, cuando le sustituirá Edward Gardner. Por su parte, el músico ruso se hará cargo de la dirección musical de la Opera estatal de Baviera en sustitución de Kirill Petrenko.
Jurowski ha conseguido que una de las orquestas inglesas más emblemáticas «suene rusa», con un insólito poderío de los tonos graves, especialmente de la cuerda, con los contrabajos situados a la izquierda como es tradición en las orquestas rusas.
La primera parte de este segundo concierto de la visita de la London Philarmonic -con su titular al frente- en la temporada del 50 aniversario de Ibermúsica tenía como protagonista a Edward Elgar y su colosal, aunque poco habitual, concierto para violín, que se agradece su programación (al igual que el de Britten el día anterior). Algunos parecen felices oyendo todos los días el de Beethoven, Brahms, Sibelius o Tchaikovsky (obras maestras indudables), pero hay mucho más allá dentro de la producción para violín concertante. El concierto de Elgar puede resultar reiterativo, demasiado largo, pero contiene una innegable inspiración, además de resultar todo un tour de force para cualquier violinista dada su enorme exigencia técnica y virtuosística (no sólo, también debe acreditar expresión apasionada y gran vuelo romántico) y su extenuante longitud que culmina con un último movimiento que puede “acabar” con el solista. Esto no sucedió, muy al contrario, con la espléndida violinista escocesa de padre italiano, Nicola Benedetti, que regaló una sobresaliente interpretación al público madrileño del concierto que estrenó allá por 1910 el mítico Fritz Kreisler, destinatario de la composición. Benedetti estudió en la escuela Yehudi Menuhin quien, precisamente, había protagonizado en 1932, aún adolescente, la segunda grabación de la obra dirigida por el propio autor (la primera la protagonizó el violinista inglés Albert Sammons en 1929 bajo la dirección de Henry Wood). La violinista escocesa con un sonido bello, pulido y potente, amplio y equilibrado en todo el registro, sorteó todas las dificultades de la partitura (incluidas dobles y triples cuerdas, saltos y cruces de cuerda, pasajes vertiginosos), todo ello sustentando, además, en una gran carga expresiva, garra y temperamento.
Después de la larga introducción orquestal del primer movimiento, en la que Jurowski nos sumergió debidamente en la atmósfera apasionada de la pieza, entró el violín de Benedetti con determinación y carácter, así como un sonido poderoso y de gran atractivo tímbrico. La violinista escocesa y Jurowski, que, por supuesto, no se limitó a ser solo un brillante acompañante, sino que hizo gran música junto a la solista, expusieron el inspiradísimo segundo capítulo con el intento lirismo y fuerza romántica apropiados. El exigentísimo tercer movimiento, extenso y de una gran exigencia virtuosística, fue abordado sin muestra alguna del más leve cansancio por la Benedetti, que mostró una espléndida combinación de magisterio técnico, fraseo incisivo y contrastado, acentos vehementes, honda carga expresiva y sentido del pathos, que junto a la batuta de Jurowski y la estupenda London Philarmonic completaron una magnífica interpretación. Benedetti ofreció como propina una melodía popular escocesa sobre texto de Robert Burns.
La undécima sinfonía avaló la reconciliación de Dmitri Shostakovich con el régimen soviético y con ello cierta tranquilidad al genial músico que había sufrido una relación complicada con el sistema, especialmente con el tirano Stalin. Una obra descriptiva (más bien un gran poema sinfónico como expresa Maria Santacecilia en su artículo del programa de mano), en que se suceden sin solución de continuidad los cuatro movimientos dedicados al «Domingo sangriento» (9 de enero 1905 según el calendario juliano), en que el levantamiento popular contra el Zar Nicolás II fue reprimido crudamente por el ejército zarista, que no dudó en disparar al pueblo desarmado que se manifestaba ante el Palacio de invierno de San Petersburgo liderado por el padre Gueorgui Gapón. Eso sí, con Shostakovich, maestro de la ironía, el sarcasmo y los «mensajes escondidos», nunca se puede estar seguro y su composición bien podría también referirse a la represión Soviética frente a Hungría, que había desafiado su hegemonía y salido del Pacto de Varsovia. En 1956 los tanques rusos depusieron el gobierno de Imre Nagy y colocaron un régimen títere encabezado por el stalinista Janos Kadar.
Desde el primer momento («La plaza del palacio de invierno») pudo apreciarse el prodigioso sentido de la construcción y capacidad analítica de Jurowski con una introducción plena de misterio (con las dos arpas situadas a la derecha), en la que los temas se iban superponiendo magistralmente, edificando clímax, integrando los temas populares de las canciones revolucionarias rusas en una deslumbrante arquitectura sonora, juego de tensiones y paulatina progresión dramática. El paroxismo llegó en el segundo movimiento –«el 9 de enero»- cuando la orquesta, después de ir anticipando de forma ejemplar ese gran clímax, describe la llegada de las tropas, los disparos, la violencia, el terror del pueblo indefenso… el sentido del ritmo de la batuta, la claridad expositiva y transparencia en todos los tutti orquestales, provocó una fascinante mezcla de impacto sonoro por ejecución orquestal tan deslumbrante y de profunda, vívida conmoción. Qué decir de la manera en que las violas, empastadísimas y aterciopeladas, escanciaron la melodía tan inspirada como conmovedora, ese lamento por los caídos, situado en el tercer movimiento, que no en vano se titula “memoria eterna”.
La épica y apotéosis del triunfo del pueblo estuvieron presentes en toda su magnitud en el último movimiento –«campana de alarma»-, en el que el recuerdo a los fallecidos vuelve al final en la evocación de esas campanas que parecen desvanecerse en el infinito. Cuando un maestro con ese gesto elengantísimo, claro y preciso, con ese talento organizativo, sentido analítico y gran técnica al servicio de un fraseo contrastado con impronta dramática y emoción, se combina con una orquesta entregadísima, en plena comunión con su director titular con una cuerda grave impactante, unos metales arrolladores y unas maderas tan precisas como rutilantes (¡ese pasaje del corno inglés en el último movimiento!) el resultado es memorable. Encendidas ovaciones del público recibieron la orquesta y un Jurowski que bajó del podio visiblemente turbado, como presa de esa trascendencia que asesoró su interpretación y transmitió a la audiencia.
Foto: Rafa Martín / Ibermúsica
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