Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 24-IV-2019. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Concierto para violín, Op. 35 (Piotr Ilich Chaikovsky), Esther Yoo, violín. Sinfonía núm. 10, Op. 93 (Dmitri Shostakovich). Philarmonia Orchestra. Director: Vladimir Ashkenazy.
Coincidiendo con la presentación de la próxima temporada que conmemora de forma brillante los 50 años del glorioso ciclo, se producía el retorno a Ibermúsica de una de las grandes orquestas inglesas, la Philarmonia Orchestra, formación fundada por el legendario productor discográfico del sello EMI Walter Legge, por lo que es indudable que su extraordinario legado discográfico es parte esencial de su leyenda. Esta vez, la Philarmonia no concurría con su titular, Esa-Pekka Salonen, pero sí con su «Director laureado» Vladimir Ashkenazy, veterano músico de larga y exitosa trayectoria, que fuera magnífico pianista, aunque hace ya muchos años que su actividad se centró en la dirección de orquesta. En los atriles, repertorio ruso, por tanto, totalmente afín, si bien es verdad que Ashkenazy ha desarrollado gran parte de su carrera fuera de su tierra natal.
No imaginaría el mítico Leopold Auer, cuando devolvió a Chaikovsky su concierto para violín con la rotunda exclamación de «¡intocable!», que se convertiría en uno de las obras más abordadas, populares y emblemáticas de su género. Una piedra de toque para cualquier virtuoso de este instrumento que se precie, además de una muestra de la inspiración melódica y brillantez en la orquestación del gran músico ruso. En esta ocasión, la jovencísima violinista estadounidense de origen coreano Esther Yoo, ganadora de los concursos Sibelius en 2010 y Queen Elisabeth en 2012, se medía con la obra, que precisamente ha grabado con Ashkenazy y la Philarmonia orchestra. Desde el primer momento, Yoo obtuvo del Stradivarius «Principe Obolensky» un sonido amplio, de muy respetable anchura, plenitud y caudal. Segura también técnicamente, por lo que pudo sortear con holgura, pero no de forma deslumbrante las abundantes exigencias virtuosísticas del concierto, si bien a la elegante violinista le faltó algo de calor y efusividad. Entre bellos diálogos con las maderas, Yoo expuso con apropiados lirismo y sensibilidad la canzonetta para lanzarse acto seguido al vertiginoso tercer movimiento en el que demostró suficientes destreza y dominio del arco para reproducir con la agilidad exigida las desbocadas cascadas de notas y contrastes rítmicos propios de las danzas populares que inspiran el espectacular último capítulo del concierto. Ashkenazy acompañó con más energía y brillantez que sutileza, con unos metales un punto invasivos.
Como propina, Esther Yoo ofreció una hermosa interpretación, junto con Yukiko Ogura, primera viola de la orquesta, de la Passacaglia de Johan Halvorsen basada en Händel.
En la segunda parte, Ashkenazy pudo ofrecer su versión de la Décima sinfonía de Shostakovich, obra que no pudo abordar con la Orquesta Nacional hace dos años al verse obligado a cancelar por enfermedad. Esta composición es una pieza importante, una más, de las que simbolizan la complicada relación del compositor con el régimen soviético y particularmente, con el tirano Iósif Stalin. Estrenada ya fallecido el dictador, su composición, previsiblemente y aunque el autor lo niega en sus memorias, comenzó antes, por lo que la sinfonía contiene acusados contrastes. Pesimismo, opresión, oscuridad, ira, alegría, misterio, optimismo… todo ello siempre desarrollado y encauzado con fuertes dosis de ironía, siempre fundamental en Shostakovich. Ashkenazy, sin duda un magnífico músico, pero sin una gran técnica de batuta, no logró poner de relieve todos esos contrastes en una versión solvente, intensa, intuitiva, bien tocada por la espléndida orquesta –fabulosas las maderas- pero un tanto desorganizada y sin que se apreciaran en todo sus esplendor las tímbricas y colorido de la orquestación, así como el esencial elemento de la ironía, la mordacidad. No terminó de sentirse la angustia y opresión del primer movimiento, sí la ferocidad –pero no la causticidad- del impresionante segundo, que simboliza la brutalidad del régimen y su caudillo, pero esos gritos desgarradores resultaron un punto borrosos, bordeando el batiburrillo. Un tanto plano el tercero, avaro en detalles. Faltó misterio al comienzo del último movimiento, pero oboe, flauta y fagot expusieron brillantemente sus temas y la sinfonía culminó con la suficientes fuerza grandiosidad.
Espléndida y a la altura de su prestigio, la Philarmonia Orchestra, en la que destacaron unas maderas sobresalientes, lo que supo reconocer el público, que ovacionó con calor a los solistas de flauta, oboe, clarinete y fagot, así como al concertino.
Foto: Rafa Martín
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