Por Alejandro Martínez
15/11/2014 Viena: Staatsoper. Músorgski: Khovanschina. Ferruccio Furlanetto, Elena Maximova, Ain Anger, Andrzej Dobber, Herbert Lippert, Christopher Ventris, Norbert Ernst y otros. Semyon Bychkov, dir. musical. Lev Dodin, dir. de escena.
El éxito de un teatro ambicioso se mide por la altura de sus apuestas, al margen de cual sea el resultado final de las mismas. La Staatsoper de Viena que desde hace media década comanda Dominique Meyer va operando poco a poco un giro más allá de ese perfil un tanto conservador que venía atesorando, como un teatro de repertorio un tanto chapado a la antigua. En este sentido, la apuesta por una serie anual de nuevas producciones suele centrar el interés de público y crítica de tanto en tanto. Fue así el caso que nos ocupa, con una nueva producción de la Khovanschina de Músorgski, una obra de dimensiones colosales, no sólo por su duración sino por la enorme exigencia vocal y orquestal que depara. Sin duda, sólo los grandes coliseos se pueden plantear representarla sin naufragar en el intento. En esta ocasión, veinticinco años después de la producción de Alfred Kirchner que dirigiera Claudio Abbado y que protagonizara Nicolai Ghiaurov, la Staatsoper presentaba una puesta en escena de Lev Dodin, bajo la batuta de Semyon Bychkov. Estamos ante una partitura extensa, ante un libreto complejo y ante una representación que puede hacer aguas por doquier en cualquier momento. El resultado final ha sido a decir verdad un tanto agridulce, sobre todo por la indiferente producción puesta en pie y por el desigual reparto reunido para la ocasión, quedando tan sólo el franco trabajo de Bychkov como algo verdaderamente elogiable. La genial música de Músorgski se impuso de hecho sobre todo lo demás.
Vayamos por partes. Por lo que se refiere a la propuesta de Lev Dodin , nos atrevemos a decir que es uno de esos casos en los que en última instancia la obra y el director de escena no terminan de entenderse y seducirse respectivamente. El resultado así es una propuesta anodina, desconcertante y que no levanta el vuelo en ningún momento durante las cuatro horas y media de representación. Por decirlo claramente, no nos convenció la producción de Lev Dodin. Rara vez funcionan de hecho las producciones que giran en torno a una escenografía única. Y yerran singularmente, como es el caso, cuando dicha escenografía es algún tipo de ingenio o estructura de naturaleza mecánica, como la sucesión de plataformas que en este caso servían de armazón a esa escenografía única. No hay una dramaturgia estimulante, no hay una dirección de actores vívida e intensa, el trabajo con el coro deja mucho que desear y la trama pasa sin pena ni gloria por los ropajes de una escenografía, como ya decíamos, que no varía apenas durante las cuatro horas de representación, iluminada además con muy poca imaginación. Así las cosas, lo cierto es que nos gustó mucho más la producción de Andrei Serban vista en París en 2013.
Cabe comentar aquí que Lev Dodin, a quien por azares tuvimos sentado a una distancia de dos butacas de nosotros, no quiso salir a saludar al concluir la representación. Finalmente, cuando ya parecía que los saludos tocaban a su fin, dio su brazo a torcer, salió y recibió un sonoro abucheo. Queda la duda de si se abucheaba su falta de cortesía al no haber saludado al principio o su decepcionante trabajo con esta partitura.
La batuta de Semyon Bychkov puso en pie el gigantesco edificio de esta partitura con enorme solvencia, pero sin genialidad. El resultado, en líneas generales, vino marcado por un sonido demasiado brillante y refulgente, a nuestro parecer algo falto de dureza y aridez, protagonizado más por un acento exultante que por un aliento desgarrador. Una dirección idiomática y teatral, sí, intachable en su concertación, pero falta de ese matiz genial que cabía suponer a la batuta de Bychkov. En todo caso, la riqueza de colores que extrajo de la orquesta destacó con luz propia por encima de la patina monocroma que presidía la propuesta de Lev Dodin en la escena. Evidentemente, como era de esperar, orquesta y coro titulares del teatro respondieron con un derroche de medios apabullante. No en vano, fueron los más aplaudidos con gran diferencia. Se escogía en esta ocasión, como ya viene siendo habitual, la versión orquestada por Shostakovich aunque sin el coro final añadido por Stravinsky.
Por cuanto hace al reparto reunido en esta ocasión, cabe encontrar en él más sombras que luces. En el caso de Ferruccio Furlanetto, por encima de todo, admira el esfuerzo a estas alturas de su carrera por por aprender esta parte en ruso, que debutaba en la noche que nos ocupa. Su Ivan Khovansky tuvo una teatralidad auténtica y genuina, por encima a menudo de todos los ya consabidos defectos y peculiaridades de su emisión, tan ventrílocua. Lo cierto es que a base de oficio, fuerza y teatralidad consiguió ser el solista más destacado del cartel de esta noche de estreno. Nadie hubiera dicho que debutaba el papel en esta representación.
El Dosifei de Ain Anger, cantante estable en Viena, donde le hemos podido escuchar ya en numerosas ocasiones, fue por lo general tosco, rudo y grueso, falto de redondez en la emisión y solemnidad en el acento, sin ese color eslavo en su instrumento que tan bien casa con esta parte. Elena Maximova fue todo un acierto por parte de Dominique Meyer, que le propuso formar parte de este reparto hace apenas unas semanas, cuando Maximova cantaba Don Carlo en Viena. La mezzo rusa actuaba de hecho en reemplazo de la prevista Elisabeth Kulman. La producción de Lev Dodin tiene uno de sus pocos aciertos aquí, al retratar a una Marfa joven, atractiva y seductora, plausible en su contradicción de pasiones con respecto a Dosifei. Maximova plantea una Marfa muy convincente y contrastada, con intensidad en los pasajes más dramáticos y capaz de un lirismo evocador en las hermosas escenas que le depara Músorgski. No en vano, los mejores momentos de la función vinieron por parte de su esmerado canto en piano, mecida por una orquesta virtuosa.
Hebert Lippert, veterano cantante también habitual en Viena, se enfrentó con más oficio que medios a la parte del príncipe Golizyn. Andrzej Dobber, desde luego no un refinado estilista en otros repertorios, se encontró aquí sin embargo en su salsa con la parte de Shakloviti. Cumplidor en esta ocasión el tenor Christopher Ventris, en la parte del príncipe Andrei Khovansky. Entre los comprimarios, cabe destacar una vez más la excelente labor del tenor Norbert Ernst, con la parte del escribano.
Fotos: © Wiener Staatsoper / Michael Pöhn
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