No hay más que observar el figurín diseñado para la Señá Rita, una suerte de amalgama y puesta al día del look castizo con la falda de manola almidonada junto al chopín vaquero y una balbusa fucsia rematando el modelo, para darse cuenta de la rabiosa puesta al día que supone la producción de Marina Bollaín y su equipo de "La Verbena de La Paloma", que suben ahora al escenario de los Teatros del Canal.
Chispeante, llena de vida y color surge aquí la más grande de las fiestas que componen la trilogía del santoral de estío madrileño: San Cayetano, San Lorenzo y La Virgen de La Paloma, esta última la más castiza y con más solera de las que pueden disfrutarse bajo la solana de agosto. No es que necesite la partitura de Bretón una detallada revisión para sacar a la luz toda la frescura y naturalidad de estas fiestas de la villa y corte puesto que el Género Chico bien se vale por sí solo por su corte costumbrista como excelente reflejo de sociedad, pero Bollaín potencia y administra los detalles para que destaquen con total fulgor. Sobre las tablas un solo encenario (que en el último cuadro gira para que la banda toque los temas del verano, todo un clásico) donde se erige un andamiaje que da forma a un colorista edificio en el que se dan lugar la peluquería de la Tía Antonia (aquí cambiado de sexo a Tío Antonio), el bar de Señá Rita y la farmacia de Don Hilarión, así como algunas de las casas por donde deambulan los protagonistas, como los mozos que pasan el día brujuleando en la azotea, o el salón de Julián (que de cajista pasa a ser butanero), que amargado consuela sus penas viendo "Sálvame".
Un ambiente muy bien conseguido donde a finales de febrero se puede sentir el calor de un 15 de agosto. Sólo faltaba pues el olor a churros y gallinejas y el cantar del tombolero, el clásico, el de toda la vida que asomaba en el vídeo con el que se cierra el segundo cuadro. Un vídeo que intenta recoger imágenes reales de la Verbena pero en el que inexplicablemente no puede verse ni medio chotis, sí mucho pasodoble, y en el que puede adivinarse que ya le pesan más de diez años encima, a pesar del decidido ánimo de puesta al día de Bollaín. Podrían haberse, siguiendo con esa búsqueda de actualización, redondeado los diálogos, renovando la crítica política que recoge la obra y desde luego, aquí uno que como en el famoso chotis se crió en el barrio de la Arganzuela, se echó muy en falta un vocabulario más castizo, que se sigue usando y mucho por La Latina.
Qué se yo, algún "ná", más pelucos, birujis y maromos, un fetén, un bebercio o un buen morapio y desde luego más chulería en los dejes y más acento "arrastrao". Temas menores estos y mayores aquellos en los que Bollaín acierta de lleno. Es de agradecer que la directora explique su idea en el programa de mano, pero resulta algo difícil comprender por qué alguien con su desenfadada y visionaria puesta ha de justificarse y de alguna manera defenderse, como así se desprende de sus palabras. Gracias a labores como la de Bollaín, la zarzuela seguirá viva sin perder nada en el camino.
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