Crítica del concierto de Valentin Uryupin y Andrea Lucchesini con la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla
Descafeinado final de temporada
Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 30-6-2023. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Andrea Lucchesini, pianista; Valentin Uryupin, director. Programa: Concierto para piano nº 1, en si bemol menor, op. 23 de Piotr Ilich Tchaikovsky; y Sinfonía nº 2, en do mayor, op. 61 de Robert Schumann.
El final de la temporada 2022/2023 de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla se había reservado, en un principio, para la Tercera sinfonía de Mahler, colosal obra que disfrutamos la semana pasada. Parecía más lógico terminar así, no sólo por la monumentalidad y extrema calidad de esa pieza, sino también porque así acababa la temporada con la concordia ordinum que suponía la participación de parte del coro del Teatro de la Maestranza, de la habitual colaboradora Escolanía de Los Palacios y del director titular y artístico de la formación, Marc Soustrot. Sin embargo, problemas de agenda situaron la Tercera de Mahler la semana pasada y el concierto para piano de Tchaikovsky y la Segunda sinfonía de Schumann en esta. El resultado decepcionó y, lo que es peor, hasta llegó a aburrir, no solo por lo trillado de las obras, sino por la discutible interpretación –digamos que fueran tocadas de abajo arriba–, que se aplicó sobre ellas. Voy a tratar de explicar el por qué de estas conclusiones.
El concierto para piano de Tchaikovsky es una completa obra de arte, «para llorar» como una vez dijo el arquitecto del Teatro, y quizá por eso y por las múltiples grabaciones que han quedado como icónicas de él –la de Kisin, Karajan y los Berliner Philhamoniker o la de Barenboim, Celibidache y los Müchnner Philharmoniker, por poner solo dos ejemplos fáciles de localizar–, hoy cuesta mucho que se dé por entero, al cien por cien, que emocione con su exuberancia, que paralice con su encanto, que exalte con su elaboradísimo y fantasioso final. Andrea Lucchesini es un gran pianista, qué duda cabe, pero parecía que el pasado viernes restaba encarnadura a su parte, mientras el maestro Uryupin tiraba de la orquesta en dirección contraria. El resultado de ese choque de voluntades quedó emborronado (casi como las aceleradas cadencias del solista) y no convenció en absoluto por insinceridad manifiesta. La propina, un Impromptu de Schubert, supo mejor y valió más que toda la media hora larga precedente.
La interpretación que de la Segunda sinfonía de Schumann hicieron Uryupin y la orquesta tampoco convenció. Es bien sabido que esta es la sinfonía más difícil de acometer con éxito de todo el catálogo schumaniano. Solo Rattle, Abbado y, más modestamente, Harding han sido los únicos que, en los últimos tiempos, han alcanzado con éxito la cumbre de este pequeño Everest de la música occidental. Endiabladamente compleja, los constantes cambios rítmicos, las texturas –unas suaves y nacaradas, otras ásperas e hirientes de belleza–, suponen el calvario de muchos directores e instrumentistas y cuando se logra una versión impecable, suele estar ayuna de belleza, alegría y mucho más de introspección. No creo que Uryupin sea el maestro ideal para las excentricidades y rasgos de un autor tan complejo como Schumann a tenor del resultado ofrecido en el Teatro de la Maestranza. En la orquesta faltaban muchos profesores de los clásicos y conocidos por todos y esperando encontrar a Schumann después de la irreconocible 1ª sinfonía que destrozó Perlowski en febrero, encontré una opaca 2ª sinfonía con un primer movimiento deslavazado y plagado de incorrecciones. El dificultosísimo Scherzo mareó más que agradó y el Allegro molto vivace se presentó anodino y casi inanimado. Uryupin hacía gestos espasmódicos pero no parecían decir nada útil a los músicos ni significar nada bueno para el público. Cuando menos insistió a la orquesta –en el Adagio espressivo–, es cuando mejor sonó la música, incluso creando cierta atmósfera que tardó en desaparecer.
La temporada que ahora acaba, que se anunció hace un año como la más genuinamente preparada por Soustrot –después de una primera de transición por su llegada y antes de la próxima y seguramente última, de despedida, y que fue calificada de ultraconservadora por algunos–, ha resultado corta por la huelga e insatisfactoria por los resultados. La integral para piano y orquesta de Beethoven de octubre no ofreció los resultados apetecidos y la integral sinfónica prevista para este julio se canceló. Quizá lo más interesante haya sido el Mahler del propio Soustrot (1ª y 3ª sinfonías) y el programa todo Tchaikovsky (con la 5ª y 4ª sinfonías del compositor ruso), aunque no se puede olvidar el moderado impacto de la 5ª sinfonía de Mahler de Bertrand de Billy, en la que la orquesta realizó un gran trabajo. La siguiente temporada es «de repertorio» –como la calificó Soustrot en la presentación y tiene que competir con un ciclo sinfónico espectacular organizado por el Teatro de la Maestranza. Son muchos los factores que influyen en esta pugna por el favor de un público que, aunque numeroso en Sevilla, está constantemente manoseado por una oferta cultural histriónica que ya ha superado los niveles prepandémicos y, sobre todo, que depende del sistema y valores de vida de nuestra ciudad: abandonada con fortuna la retórica elitista que envolvió las actividades del Teatro de la Maestranza y de la orquesta durante mucho tiempo (a un candidato a hermano mayor a una hermandad de Sevilla le tituló un medio local una entrevista como «abonado de la Sinfónica» como si esto fuese un rasgo distintivo de clase y todavía había profesores hace quince años en la Universidad que insultaban a otros compañeros por tener abono en el Teatro de la Maestranza); renovado gran parte del público por el recambio de jóvenes y adultos de clase media interesados por la cultura en general y por la música en particular; falta que los músicos vean resueltas sus comprometidas reivindicaciones, que se audite y renueve el equipo organizativo y de gestión de la formación y que por fin se cuente con una gerencia que se aleje de las novelerías de ascenso social por un lado y del funcionariado de la Junta de Andalucía por otro y que, creyendo en un proyecto, se lo otorgue a la orquesta y sea debidamente recompensado por ello y así, con todo, poder competir con garantías en la oferta cultural sevillana, hacer que cada temporada sea un hito, cada concierto una experiencia inolvidable y cada obra un tesoro que el público guarde en su memoria para siempre.
Fotos: Marina Casanova / Sinfónica de Sevilla
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