Por Gonzalo Lahoz
14/11/14. Madrid. Auditorio Nacional. Orquesta Nacional de España. Ciclo Sinfónico. Obras de Penderecki, Liszt y Shostakovich. Khatia Buniatishvili, piano. Orquesta Nacional de España. Krzysztof Urbański, director.
Dos jóvenes estrellas de la clásica han visitado este fin de semana el Auditorio Nacional, junto a la Orquesta Nacional de España. Una de ellas, la pianista Khatia Buniatishvili, ya asentada en la fenomenología discográfica y por ende ya habitual de los auditorios de medio mundo; la otra el director de orquesta Krzysztof Urbańsky, quien, a raíz de lo visto, no tardará en posicionarse en el mercado.
De hecho, Urbańsky está viviendo en estos tres, cuatro últimos años lo que podríamos denominar como su “eclosión orquestativa”, ese merecido punto de inflexión en el que aquellos que apuntan maneras se curten junto a multitud de formaciones: a la titularidad de la Indianapolis Symphony Orchestra y la Trondheim Symfoniorkester, se le suman el cargo de director invitado en la NDR Sinfonieorchester Hamburg y la Tokyo Symphony Orchestra, así como colaboraciones con la Berliner Philarmoniker, Philharmonia Orchestra, London Symphony, San Francisco, Nueva York, Münchner Philharmoniker y un largo etcétera en lo que puede significar la consolidación del joven de 32 años. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.
El polaco se presenta cual prestidigitador en una calculada puesta en escena, consciente de que la imagen lo es todo hoy en día; con decenas de constantes e inagotables juegos de manos que, sin batuta ni partitura en Treno a las víctimas de Hiroshima, de Penderecki, dibujaron un perfil histriónico de un personaje que danza e incluso semeja entrar en trance sobre el pódium. La cuestión fundamental es si tras esta puesta, obviamente ya comercializada en dvd, encontramos algo más o si estamos ante uno de esos casos en los que la personalidad trasciende y sobrepasa a la música. ¿Nos encontramos ante un genio como pudiera serlo el paradigmático Glenn Gould? ¿Trascenderá su arte o como Gould, con el paso de los años sólo será reconocible para una generación concreta que recuerda con añoranza una estética determinada? ¿O ni siquiera eso?
Urbański buscó en todo momento la comunicación visual con los atriles de la Orquesta Nacional, logrando una lectura clara y bien estructurada, a pesar de que sus movimientos no entraron en consonancia con el mensaje y sonoridad de la partitura de su compatriota (quien no comulgó con Penderecki fue el público, especialmente ruidoso), y de que alguno de ellos se produjeron a destiempo, cuando las diferentes cuerdas ya habían comenzado su cometido.
Con Liszt no quedó más que encorsetarse. Batuta en mano y partitura en el atril para replegar a la orquesta ante el piano de Khatia Buniatishvili, aquí en uno de sus fueros: el concierto para piano nº2, S.125, donde el compositor húngaro trasvasa el formato clásico del concierto hacia un discurso sonoro unitario, a través del fluido desarrollo temático que va entrelazando las diferentes secciones de una partitura concebida como un transgresor alegato de evidente influjo wagneriano que termina por desarrollarse de forma muy semejante a los poemas sinfónicos del propio compositor.
La pianista georgiana regala su mejor savoir-faire allí donde el virtuosismo técnico no impele a una mayor profundización romántica y no hay duda de que Liszt es buen ejemplo de ello. Con todo, el discurso y narración de Buniatishvili, por articulación, imaginación y paleta de colores fueron poco menos que proverbiales, con acordes sostenidos de forma más que inteligente. Acompañó con maestría la Orquesta Nacional, ahora con un Urbański mucho más contenido, que supo guiar y adecuar cada sección a lo requerido, con un brillante Ángel Luis Quintana como solista de cello.
Tras el descanso, una Décima sinfonía de Shostakovich bien balanceada y contrastada, erigida sin excesos y planteada desde una visión personal en la que se limaron muchos de los rasgos más abrasivos de la obra, quizá en un intento de llevar al máximo la partitura hacia la desolación personal de Shostakovich, hacia sus sensaciones más grises, con toda la connotación biográfica que ello encierra (primera sinfonía tras la muerte de Stalin) y que por su coherencia en el discurso, terminó convenciendo de buena gana a quien escuchaba, amén de unas siempre acertadas intervenciones de los instrumentos solistas, que salieron bien airados en sus expuestas líneas, piccolo y trompa especialmente, así como una delicada intervención de Enrique Abargues al fagot.
Cuando Urbańsky se convenza de mirar más por la orquesta y menos para la galería, tendremos un Shostakovich digno de mención. Por lo pronto, nos vamos convenciendo y por favor, no quiten ojo a este joven talento. Quién sabe si dentro de unos años podremos decir que le escuchamos en Madrid.
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