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Crítica: «Un ballo in maschera» en el Liceu

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Autor: Xavier Borja Bucar
19 de febrero de 2024

Crítica de la ópera Un ballo in maschera de Verdi en el Teatro del Liceo de Barcelona

«Un ballo in maschera» en el Liceu

La teatralidad musical verdiana

Por Xavier Borja Bucar
Barcelona, 11-II-2024. Gran Teatro del Liceo. . Giuseppe Verdi: Un ballo in maschera. Freddie de Tommaso (Riccardo); Artur Ruciński (Renato); Anna Pirozzi (Amelia); Daniela Barcellona (Ulrica); Sara Blanch (Oscar); David Oller (Silvano); Valeriano Lanchas (Samuel); Luis López Navarro (Tom); José Luis Casanova (Juez); Carlos Cremades (Un sirviente de Amelia). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Riccardo Frizza. Dirección coral: Pablo Assante. Dirección escénica: Jacopo Spirei (a partir del proyecto de Graham Vick). 

   La escena es una. Siempre la misma. Una pantalla semicircular rodea el fondo del escenario. En el espacio delimitado por la pantalla, un sepulcro regio y lúgubre coronado por la escultura más bien barroca de un joven alado señala, en todo momento, el destino funesto del protagonista de la obra. En la propia pantalla hemicíclica hay una ranura o galería elevada donde se aposta el coro al modo –según se explica en el programa de mano– de «la asamblea ilustrada de un posible parlamento», figuración del ámbito de la razón contrapuesto al ámbito de lo sentimental, lo pasional, lo irracional, que es aquello que tiene lugar sobre las tablas, a pie de escenario.

   Estos recursos escenográficos no parecen desencaminados. Efectivamente, el libreto de Un ballo in maschera desarrolla una historia alrededor de un personaje poderoso –Riccardo, gobernador de un Boston todavía colonial– que se ve arrastrado por dos fatalidades: una –política, esto es, racional– es la conspiración en su contra por parte de Samuel y Tom; la otra –sentimental, es decir, irracional– es su amor por Amelia, la esposa de su fiel amigo Renato. Dos fatalidades que terminarán confluyendo a través precisamente de la previsible oscilación de Renato: al principio, este debidamente advierte de la conjura al gobernador («Un reo disegno nell'ombre si matura, I giorni tuoi minaccia».); sin embargo, cuando descubra que su mujer ha estado con Riccardo, Renato, en venganza, se unirá a los conspiradores y se convertira en la mano ejecutora del magnicidio. Así, la convergencia de dos planos opuestos –el adulterio de la razón con la irracionalidad– engendra el desenlace trágico, inevitablemente mortal.

   El director de escena Jacopo Spirei no ha ignorado estas cuestiones y ha querido explicitarlas escénicamente. Su intención pedagógica es de agradecer, pero tal vez no era necesaria. La partitura de Verdi aclara sugestivamente el fatalismo de la historia. Ya en el cuadro inicial del primer acto Samuel y Tom entonan el tema musical de la conspiración (la letra no deja dudas: «E sta l'odio che prepara il fio, ripensando ai caduti per te. Come speri, disceso l'oblio sulle tombe infelici non è».), anticipado, además, en el propio preludio de la ópera. Por si eso no fuera suficiente, los dos conspiradores aparecen oportunamente en cada uno de los actos para reafirmar sus intenciones insidiosas, de manera que la cortesía de Spirei se revela como pedantería: el sepulcro en el escenario no explica, no complementa, no discute nada, sino que sencillamente reitera lo que ya está apuntado.

   La otra presunta aportación de este montaje tiene que ver con la representación del ámbito de lo irracional. Para ello, Spirei tira del hilo del baile de máscaras del último acto –en el que se resuelve ciertamente la intriga de la ópera de Verdi– y se sirve del imaginario carnavalesco como metáfora acertada de la desinhibición, de la liberación del corsé moral y de todo aquello que transgrede la ley de la razón. Además, el carnaval desvela, por contraste, la hipocresía del mundo gobernado por la razón, de manera que la escénica oposición de planos parece irrefutable. Entonces, ¿qué podría fallar en esta jugada maestra? De nuevo, la obviedad. Spirei lo resuelve todo incorporando una serie de figuras enmascaradas –carnavalescas en aspecto y actitud– que pululan y danzan por el escenario en cada uno de los actos, pero sin integración con la trama de la ópera ni con el carácter de cada escena, salvo en el caso del baile de máscaras. La supuesta perspicacia termina, entonces, en una simple yuxtaposición –en ocasiones, desconcertante; generalmente, inocua– que abona –tal vez involuntariamente– lo que a veces parece un triste lugar común: el de desconfiar de la ópera como género autosuficiente, el de creer que precisa de añadidos para interesar al público.  

   La ópera es, antes que nada, teatro, y las óperas de Verdi lo son de manera esencial. No son alegorías ni parábolas, sino que presentan escénicamente historias, con su introducción, su nudo y su desenlace. Nada más. Nada menos. Y lo primordial para contar una historia es la convicción. Nuevamente: nada más y nada menos. ¿Cómo se traduce esta convicción al ámbito operístico? No es este el espacio para responder debidamente a esta cuestión, pero para ello es fundamental –y tal vez lo más importante– el trabajo interpretativo de los cantantes, del cual ha de responsabilizarse también el director de escena, que ha de proponer, planificar y estructurar coherentemente el desempeño de los intérpretes sobre las tablas. Escénicamente, con eso basta, frente a una ópera de Verdi. Eso es ya meritorio. Corrijo: eso es lo más meritorio. Añadir algo sobre ese aspecto primordial corre el albur de la fatuidad. Prescindir de ese aspecto primordial asegura la nulidad dramática en medio de todos los convencionalismos –y no son pocos– que arrastran las óperas del compositor de Busseto. Asumir estas circunstancias o condiciones, en fin, no significa representar una ópera siempre y mortecinamente de la misma manera; significa sencillamente no confundir la noción de representación –que implica el conocimiento de aquello que se representa– con una práctica más o menos ostensible, pero siempre vanidosa, del palimpsesto, en la que Jacopo Spirei –muy convencionalmente– incurre.

«Un ballo in maschera» en el Liceu

   Afortunadamente, la insulsa propuesta escénica fue relegada a un segundo plano por lo que fue una encomiable actuación musical. Freddie de Tommaso, como Riccardo, encabezó el elenco vocal y vale decir que el del tenor inglés es un caso raro. Exhibió una voz verdadermamente verdiana por amplitud y, más aún, por la naturalidad de su emisión, libre de oscurecimientos artificiosos. No los necesita. Con su actuación, De Tommaso demostró –recordó– que es posible abordar el repertorio verdiano sin incurrir en el fraude o en la vulgaridad. Para ello, se valió de un timbre cálido y robusto, el de una voz verdaderamente de tenor spinto, emitida con homogeneidad y consistencia en todos los registros, segura y restallante en el agudo. El tenor inglés cantó un Riccardo sin reservas, espontáneo, fiel al amplio fraseo verdiano, como atestiguó en su interpretación de «Forse la soglia attinse… Ma se me forza perderti», su gran esecena solista del tercer acto, y también demostró solvencia técnica a la hora de afrontar algunas partes traicioneras de la partitura, como «Di tu se fedele» o, sobre todo, «È scherzo od è follia» (ambas en la segundo cuadro del primer acto). Igualmente entregado y valiente en el vibrante duo con Amelia –«Teco io sto», en el segundo acto–, De Tommaso completó una actuación admirable en buena medida, aunque con margen de mejora. Algún que otro momento hubo en que el el tenor inglés pudo haber redondeado mejor una frase o haber ahorrado un portamento innecesario. Fueron detalles muy leves, acaso atribuibles a la holgura de medios y la juventud y que, en cualquier caso, De Tommaso tendrá tiempo de pulir. Y tiempo tendrá también para desenvolverse escénicamente con mayor naturalidad, aunque justo es reconocer que en ese aspecto el tenor fue de menos a más. Al cabo y por encima de todo, la actuación de De Tommaso fue una feliz promesa de futuro.

   En términos generales, la actuación más redonda fue la de Artur Ruciński, admirable de principio a fin. Con una voz de noble timbre y emisión segura, el barítono polaco fue un Renato sin mácula, elegante en el fraseo, autoritario cuando el rol lo requiere, pero también frágil en los momentos de aflicción de un personaje apesadumbrado por la traición de la esposa y del amigo. Tal vez la gran escena de Renato en el tercer acto –«Alzati; là tuo figlio… Eri tu»– fue, a cargo de Ruciński, el momento más conmovedor de toda la función. Expresivo sin estridencia, el barítono, sustentado en un dominio formidable de la respiración, dio una lección magistral de lo que ha de ser el amplio legato del fraseo verdiano. Además, Ruciński acompañó su maestría canora con una presencia escénica notable, bien trabajada desde una sobriedad gestual inteligente y distinguida. Sin duda, el polaco mereció un lugar entre los grandes intérpretes de Renato, rol capital de la escritura verdiana para barítono.

   Anna Pirozzi encarnó a una Amelia de indiscutibles hechuras verdianas. La soprano italiana exhibió un instrumento de timbre no exageradamente bello, pero sí luminoso, sin dificultad en la emisión y de una proyección oceánica, especialmente resplandeciente en el registro agudo. Vocalmente, la soprano dominó el personaje sin problemas, pero ese dominio incluso petulante no encontró apenas correspondencia en el aspecto escénico de la actuación. Pirozzi se mostró siempre inexpresiva sobre el escenario, prácticamente incapaz de acompasar su gestualidad con la el desarrollo de su atribulado personaje. En definitiva, por espléndida que sea, una voce poco fa, si no hay detrás un impulso dramático, y la Amelia de la soprano italiana fue esencialmente un témpano, imponente, pero frío.

«Un ballo in maschera» en el Liceu

   Exactamente lo contrario ocurrió con el Oscar de Sara Blanch. El personaje es extraño por varias razones. Es el único rol travestido que escribió Verdi, además con una vocalidad ligera que el compositor frecuentó poco. Con momentos más afortunados y otros que lo son menos, Oscar es un contrapunto desenfadado y jovial con respecto al trío protagonista, y lo cierto es que Verdi le regala al rol del joven paje un puñado de melodías llenas de inspiración, sobre todo aquella que se entralaza con «È scherzo od è follia»: «Ah! Tal fia dunque el fiato?». Para una soprano ligera con nervio escénico, el de Oscar es un personaje de notable lucimiento, y así fue el caso de la soprano catalana, que derrochó simpatía en el escenario, del que se adueñó siempre. En el aspecto vocal, Blanch exhibió su acostumbrado buen gusto musical, con una técnica inmaculada y un fraseo grácil. La soprano se estrenaba en el rol y logró, sin discusión, un Oscar referencial.

   Tal vez menos referencial, a tenor de la ilustre lista de cantantes que han dejado huella en el papel de Ulrica, pero encomiable sin reservas fue la actuación de Daniela Barcellona como la oscura sibila. La mezzosoprano italiana volvió a demostrar que, pese a su ya dilatada trayectoria, es una cantante que siempre sabe volver interesante cualquier rol que asuma, y el de Ulrica no es poca cosa. Breve, pero intensa es la aparición de la sibila y Barcellona, con una voz no especialmente estentórea, pero de formidable proyección y bello timbre lírico, se apoderó de la escena, con un canto siempre distinguido, seguro en los dos extremos de la tesitura, rotundo sin excesos. En cuanto a la actuación escénica de la mezzosoprano, otro tanto podría afirmarse. Barcellona, buena actriz, no precisó de histrionismos para imponer sobre las tablas la presencia magnética que un rol como el de Ulrica agradece.

   Los bajos Valeriano Lanchas y Luis López Navarro encarnaron con solvencia vocal y corrección esénica a los antipáticos conspiradores, Samuel y Tom respectivamente. En los mismos cauces de corrección y buenhacer discurrieron los demás personajes secundarios: así el Juez a cargo de Jose Luis Casanova, el sirviente de Amelia interpretado por Carlos Cremades y, especialmente, el Silvano interpretado por David Oller.

   Más allá de la felicidad vocal, el éxito de esta producción de Un ballo in maschera se debe en buena medida a la labor del director Riccardo Frizza al frente de la conjunto orquestal del teatro barcelonés. De un tiempo a esta parte, la Orquesta del Gran Teatre del Liceu ha ganado empaque, cohesión, consistencia. De ser una orquesta capaz de lo mejor en ocasiones puntuales, pero acomodada en la rutina deshilachada las más veces, ha pasado a ser un conjunto de sonoridad tersa, seguro y preciso en la ejecución. No hay mejor ejemplo de esa buena evolución que las recientes y muy notables interpretaciones de óperas de repertorio, como la Carmen del mes pasado con el titular Josep Pons al frente o, desde luego, este Un ballo in maschera dirigido por Riccardo Frizza, quien merece comentario aparte. Si las lecturas de Verdi suelen oscilar entre la vulgar estridencia y la languidez, el maestro italiano supo recuperar el cálido y mediterráneo nervio del compositor de Busseto. Salvo algún desajuste puntual con el coro –correcto sin más en su intervención–, Frizza logró una interpretación rigurosa, precisa y entusiasta –el final del primer cuadro del acto I fue un formidable ejemplo–, cuidadosa también en el acompañamiento a los cantantes, y desde esa consistencia técnica el maestro supo expresar con la complicidad de la orquesta los distintos caracteres de una partirura polifacética que oscila entre lo festivo y lo trágico, entre el patetismo y la ironía, entre lo lúgubre y lo pasional. En pocas palabras, el maestro italiano reveló –con la máxima convicción– la esencial y ardiente teatralidad de la escritura verdiana, y la orquesta del Liceu escribió un nuevo capítulo de su consolidación. No me cabe duda de que esto último es la mejor noticia para el teatro barcelonés.

Fotos: A. Bofill / Teatro del Liceo

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