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CRÍTICA: NELLO SANTI LIDERA EN ZURICH 'UN BALLO IN MASCHERA' CON MÁS ACIERTO VOCAL QUE ESCÉNICO. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
14 de diciembre de 2012
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 UN  BAILE DESENMASCARADO

Un ballo in maschera (Verdi) - Opernhaus Zurich, 11/12/2012. Direccion músical: Nello Santi. Dirección de escena: David Pountney. Escenografía: Raimund Bauer. Vestuario: Marie-Jeanne Lecca. Iluminación: Jürgen Hoffmann. Dirección del coro: Jürg Hämmerli. Coreografía: Beate Vollack. Philharmonia Zürich, Coro de la Ópera de Zurich. Gustavo III, Rey de Suecia: Ramón Vargas; Renato Anckarstroem: Alexey Markov; Amelia: Tatjana Serjan; Ulrica: Yvonne Naef; Oscar: Sen Guo; Cristiano: Elliot Madore; Juez: Dmitry Ivanchey; Ribbing: Erik Anstine; Horn: Dimitri Pkhaladze; Siervo de Amelia: Jan Rusko.

      Cuando hace unos días, con motivo del Simon Boccanegra de Roma, nos referíamos a Riccardo Muti como el último gran director verdiano, junto a Pappano, con Abbado lejos ya de los fosos y a la espera de que batutas como Luisotti o Palumbo desarrollen su buena labor, olvidábamos quizá al octogenario Nello Santi, responsable de la dirección musical de estas funciones de Un ballo in maschera que nos ocupan, y que casualmente hizo su debut en el Met, hace aproximadamente cincuenta años, con otro Ballo in maschera, con un cartel de campanillas, compuesto por Bergonzi, Rysanek y Merrill.
      Ciertamente, la labor verdiana de Santi es la de un maestro consumado, si bien pudiera advertirse, quién sabe si por el paso de los años, un sentido algo mas pesante que brioso en la elección de algunos tiempos. Quien firma estas líneas pudo escuchar ya la labor de Santi hace años, también en Zurich, al frente de sendas representaciones de Rigoletto y Nabucco, con sólo un día de descanso entre ambas, para más encomio, y el recuerdo es el de una batuta más vibrante y no por ello menos lírica que la algo contemplativa de este Ballo in maschera. En todo caso, una maestría de clásico la suya para resaltar las melodías, las texturas, los clímax y en general la prodigiosa orquestación de esta partitura, de una compleja y engañosa ligereza. Por no hablar de su impecable concertación  de las voces en las escenas de conjunto. Por otro lado, en términos musicales, conviene mencionar que en esta ocasión se ofrecía la versión original, con el marco histórico en Suecia y con el rey Gustavo como protagonista, además del consabido cambio de nombres en el resto del reparto.

      Comencemos indicando que la producción de Pountney, con escenografía de Raimund Bauer e iluminación de Jürgen Hoffmann, naufraga por la pretensión de una genialidad rebuscada que queda en un fallido intento por ofrecer un punto de vista originalísimo pero errado sobre la obra. Pountney propone exagerar el elemento burlón, circense y cabaretero que se deja entrever a lo largo del libreto, negando la mayor, a saber, que se trata en última instancia de un drama romántico con tintes de tragicomedia.
      El baile de máscaras queda aligerado para convertirse así en una representación teatral de títeres urdida por la mente de un rey Gustavo infantil y caprichoso que maneja su trono como si de un juego intrascendente se tratase. Hasta ahí la propuesta parece sostenible, como eficaz resulta el original giro que articula la escena de Ulrica, que es aquí una suerte de pitonisa engañabobos, con artes circenses, que queda al descubierto por el ingenio del rey Gustavo. Funciona, aunque sea por su ingenio, la escenificación del cancán como tal, casi como si de un espectáculo del Moulin Rouge se tratase.
      También se advierte un acierto al caracterizar a Óscar como un Cherubino alado, dando una buena pista sobre la génesis histórica del rol, aunque tal caracterización no guarda después relación alguna con el resto de la dramaturgia. Y es que, en general, no hay coherencia que nos lleve con fundamento desde esos puntuales aciertos a la conversión de Renato, por ejemplo, en un sádico y grotesco maltratador (el momento en el que abre un armario lleno de útiles de tortura para ajusticiar a Amelia suscitó no pocas risas entre el público).
      Como insostenible resulta la escena final, no ya por la conversión del baile de máscaras en una fiesta de Halloween, sino por el 'hallazgo' de escenificar la no-muerte de Gustavo con éste en pie, sosteniendo en brazos el títere de su personaje. Toda la teatralidad de una muerte escrita con minucioso esmero por Verdi, casi tan epatante como la de Otello, queda así complemente desdibujada, por grande que sea el empeño de alguien como Vargas a la hora de interpretar la página.
      Una propuesta escénica fallida, pues, dadas su inconsistencia y su dispersión, y que da lugar incluso a situaciones grotescas y ridículas.

 

      Lo mejor de la noche estuvo en todo caso en el apartado vocal, comenzando por Ramón Vargas como Gustavo. Si bien es evidente que su instrumento acusa el paso de los años, no es menos cierto que su fraseo es pura poesía. El desgaste del timbre es evidente, la proyección del agudo se va mermando y hay algunos sonidos esforzados así como ciertos portamentos innecesarios. Pequeños trucos, en última instancia, para acometer las páginas más empinadas de una partitura que sin embargo se ajusta a su vocalidad como anillo al dedo. Vargas, en una entrevista de hace algunos años, con motivo de su interpretación de Un ballo in maschera en Londres, subrayaba precisamente la necesidad de volver a los orígenes y pensar en Riccardo/Gustavo como un rol plenamente lírico, lejos de lecturas más pesadas y dramáticas que casi lo habían reconvertido en un rol para spinto. Muy al contrario, Vargas se sitúa con su compresión del rol en una línea que nunca debió perderse de vista, esa que va de Gigli a Pavarotti pasado por Bergonzi, es decir, la de un Riccardo/Gustavo comprendido como un rol para un lírico puro.
      En nuestros días, hemos tenido otro gran Riccardo planteado desde este mismo punto de vista, el de Marcelo Álvarez, quizá en horas bajas, pero que justo estos días lo representa en el Metropolitan de Nueva York. Quizá él sea, junto a Vargas, la mejor alternativa posible hoy para el rol, a falta del próximo debut de Roberto Alagna con esta parte, en enero, en la Staatsoper de Viena y junto a voces como la de F. Meli, que también en enero lo interpreta en Parma, o P. Pretti, que hará lo propio en la Scala, en julio.
      Se trata en todo caso de un papel un tanto híbrido pues partiendo de esa evidente ligereza tienta al tenor una y otra vez con pasajes dados a una sonoridad más desbordante que intimista. Pero lo cierto es que el papel reclama, ante todo, elegancia y refinamiento, un sonido ligero, casi afrancesado, que permita colorear y contrastar sus muy diversas intervenciones. Por eso quizá sea, como sucede en la cuerda baritonal con el papel de Renato, el tenor más genuinamente verdiano, aquel que llega al drama desde la ligereza en la emisión, sin necesidad de una vocalidad mas oscura y dramática, en la que iría insistiendo Verdi, sino bebiendo más bien de las fuentes del puro belcanto y la ópera francesa. La labor de Ramon Vargas se ajustó, como decíamos, a esta concepción ligera, sutil y matizada, componiendo un Gustavo de envidiable fraseo y musicalidad, si bien algo lastrado por un timbre cada vez menos brillante y una emisión por momentos esforzada.

      En el caso de la Amelia de Tatiana Serjan, estuvimos sin duda ante una voz importante, un instrumento de lírica plena con algunas facultades de dramática, con un metal importante en la franja aguda, si bien tarda algo en calentar y adolece a menudo de una colocación demasiado atrasada y gutural, que deviene en ocasiones en un inconveniente vibrato, así como en algún problema de afinación y que desdibuja el ataque de los pasajes con coloratura. A cambio, como ya sucediera cuando la escuchamos el pasado año en Roma, como Odabella en el Attila verdiano comandado por Muti, Serjan alterna con enorme gusto entre el canto lírico y el temperamental, resultando así una Amelia de fraseo espléndido. Ofreció lo mejor de sí tanto en el intenso dúo con Gustavo, quizá la mejor escena de la noche, como en una emocionante recreación del "Morroma prima in grazia", perfectamente delineado y de una intensidad que el público reconoció con una merecida ovación.
      Algunos oyentes encontramos ya un notable atractivo en la voz de Alexey Markov cuando el año pasado se presentó en el Teatro Real, como Robert en Iolanta, y de ahí el especial interés ante la ocasión de comprobar su desempeño con un rol de mayor enjundia como Renato. Ciertamente la voz, de material muy notable, posee sin embargo un color rotundamente eslavo (recuerda muchísimo a Leiferkus) que le aleja quizá del color vocal requerido por Verdi, algo más claro y carnoso. En todo caso, es un cantante con clase, sentido del fraseo y bordó así sus dos intervenciones principales ("Alla vita che t'arride" y "Eri tu"), con un juego de dinámicas muy apreciable y buscando siempre el contraste entre el forte, con un agudo desahogado, y las medias voces y el canto piano. Dramáticamente, además, muy implicado con las indicaciones de la propuesta de Poutney. Confiamos en que continúe su progresión, pues seguramente pudiera hacer algo interesante con otros roles verdianos.
      Bastante mejorable resultó la Ulrica de Yvonne Naef, con un instrumento agrio, descompuesto y sin los papeles en regla, buscando sonoridades de forzada voz de pecho en el grave y acudiendo a estridentes sonidos en el agudo. Muy lejos, en general, de las elevadas exigencias técnicas y vocales que trae consigo esta parte. Igualmente discreto el Óscar de Sen Guo, con una coloratura no tan precisa como debiera y un sobreagudo más bien fijo que brillante. Solventes, en general, el resto de secundarios y muy bien dispuesto el coro, que cubrió con creces las expectativas de sus variadas intervenciones.
      En conjunto, pues, unas representaciones de Un ballo in maschera que seguramente hubieran ganado enteros con una propuesta escénica más competente y acorde, puesto que el nivel vocal, al menos en el caso del trío protagonista, estuvo a la altura de las exigencias, amén de la estupenda recreación musical dispuesta por la batuta de Nello Santi. En suma, un baile más bien desenmascarado, sin magia ni drama, a causa de una propuesta escénica que sólo salvaron unas voces implicadas.

 

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