Davinia Rodríguez recibió de forma totalmente merecida las mayores muestras de entusiasmo por parte del público
Por Rubén Martínez
17-05-2014 Bilbao. Palacio Euskalduna. Puccini: TURANDOT Martina Serafin (Turandot), Marcello Giordani (Calaf), Davinia Rodríguez (Liù), Alessandro Guerzoni (Timur), entre otros. Orquesta Sinfónica de Navarra. Coro de Ópera de Bilbao. Nuria Espert/Marco Berriel, director escénico. John Mauceri, director musical.
ABAO despide su temporada 2013-2014 con una obra maestra de Giacomo Puccini, una obra que también supuso la despedida artística de su genio creador y, para algunos, el fin de un periodo de esplendor en el lenguaje y la concepción de la escritura lírica. La ópera Turandot ha tenido una notable notable presencia en la programación bilbaína de los últimos años, no en vano se cuenta entre las diez óperas más representadas de ABAO que acumulará en el ciclo la nada despreciable cifra de 23 representaciones una vez que concluyan las que ahora se están desarrollando. La coproducción entre ABAO, el Gran Teatre del Liceu y el Capitole de Toulouse, con una espectacular escenografía de Ezio Frigerio y dirección escénica de Nuria Espert subía al escenario del Palacio Euskalduna por primera vez en septiembre de 2002 como apertura de temporada tras haber sido el título elegido en Barcelona para la reapertura del coliseo de las Ramblas en 1999. Hace ahora justamente seis años, en mayo de 2008, esta propuesta escénica volvió a servir de cierre a la temporada y la misma obra se había programado apenas siete años antes, en marzo de 1995 aún en el Coliseo Albia. A la vista de estas estadísticas resulta cuanto menos curioso el distinto tratamiento que ha recibido esta partitura por parte de una temporada vecina como es la de Oviedo, temporada que durante mucho tiempo transcurrió por derroteros similares a la de Bilbao y en la que, sin embargo, hubo que esperar 37 años, desde 1975, para poder escuchar de nuevo en el Campoamor esta partitura pucciniana siendo presentada en 2012 con una concepción escénica “low cost” en las antípodas de lo que Bilbao lleva ofreciendo a sus abonados.
La producción rubricada por Nuria Espert y dirigida escénicamente en esta reposición por Marco Berriel es ya conocida por gran parte de los aficionados. Ofrece un conjunto equilibrado y armónico que derrocha una elegancia omnipresente durante el discurrir de toda la pieza manteniendo las proporciones entre la grandilocuencia de los números de mayor fastuosidad y el lirismo de los más íntimos. Los elementos escenográficos a cargo de Ezio Frigerio aportan la dosis justa de grandiosidad pero siempre ajena a lo chabacano y al cartón piedra. El magnífico vestuario firmado por Franca Squarcapino es un auténtico homenaje a un buen gusto que huye de los cromatismos gratuitos y que se ve realzado por una iluminación de Vinizio Cheli pródiga en tonalidades gélidas y sombrías que tanto se adecuan a questa reggia sumida en un auténtico reino de muerte y terror por la princesa Turandot. En definitiva, una propuesta escénica clásica que demuestra año a año lo bien que está envejeciendo.
Es habitual en las tertulias y círculos líricos escuchar la afirmación de que el rol más agradecido en Turandot es el de la esclava Liù ya que con apenas dos escenas suele llevarse el favor del público y terminar siendo la triunfadora de la velada. Pues bien, una vez más se ha vuelto a cumplir esta tradición y la joven soprano canaria Davinia Rodríguez recibió de forma totalmente merecida las mayores muestras de entusiasmo por parte del público. Los bombones líricos que suponen sus intervenciones son sin duda una gran oportunidad para el lucimiento pero también para el fracaso más evidente si no se cuenta con un instrumento flexible y generoso en recursos técnicos pudiendo convertirse en un auténtico caramelo envenenado. Rodríguez ofrece un timbre peculiar de seductora belleza, oscuro, lírico y acerado pero nunca estridente, con el equilibrio justo entre redondez y punta, dotado de notable homogeneidad en toda su extensión y que en el tercio agudo se expande por la sala con rotundidad y contundencia evidenciando un óptimo material. A esta incuestionable personalidad tímbrica hay que añadir una apreciable maestría en la dosificación de intensidades sobre un instrumento que, a pesar de su importancia, sigue siendo dúctil y maleable cuando la partitura lo requiere sin perder un ápice de sus cualidades como pudo demostrarlo en el filado sobre “m’hai sorriso” del primer acto, con dos compases adicionales de música sobre la versión habitual, o en el tercer acto en “come offerta suprema del mio amore”. No fueron tampoco escasas las oportunidades en las que lució un generoso fiato ligando frases de notable amplitud armónica como el “noi morrem sulla strada dell’esilio”. Una lástima que no pudiera contar con una mayor involucración del maestro Mauceri en su última escena que pedía a gritos el manejo del rubato y la dilatación de los tempi en lo que, en cualquier caso, resultó el momento de mayor magia y emoción de toda la velada. Si a todo lo comentado sumamos que Rodríguez posee un indudable magnetismo escénico y que luce una envidiable figura nos atrevemos a aventurarle un brillante futuro.
A la soprano austriaca Martina Serafín le tocaba lidiar con el que, por contra, muchas veces resulta el papel más ingrato de la obra a pesar de darle su nombre y es que la dificultad de hacer verdadera música con la escarpada escritura vocal de la principessa di gelo se convierte en una empresa casi inalcanzable. Serafín debutaba de esta forma en ABAO con una ópera representada ya que anteriormente sólo había protagonizado un concierto junto al tenor uruguayo Carlo Ventre en junio de 2012. La austriaca ofrece una presencia física impactante y despliega desde el inicio un instrumento de evidente calidad y adecuación al rol con un registro central suntuoso y denso reforzado por notas graves siempre presentes y sólidas al que la falta de una mayor luminosidad y filo en sus ascensos al extremo más agudo termina perjudicándole en ciertos pasajes en los que la voz pierde armónicos, su calidad se deteriora y el color se torna ligeramente más árido aunque, afortunadamente, sus notas nunca llegan a resultar hirientes aunque sí faltas de la expansión que demandan frases como el “mi vuoi nelle tue braccia a forza, riluttante, fremente?”. Su “In questa reggia” fue escanciado con autoridad y elevado sentido dramático salvaguardando siempre la homogeneidad de su discurso canoro incluso en las secciones más escabrosas así como imponente resultó la exposición de los enigmas.
El siciliano Marcello Giordani ha colaborado con ABAO en varias ocasiones con anterioridad, siendo este Calaf su séptimo papel en Bilbao. Superada la cincuentena, Giordani hace ya años que ha dejado atrás el repertorio más lírico y belcantista, con el que cimentó su carrera, para dedicarse casi con exclusividad a roles más pesantes con evidente preponderancia de Verdi, Puccini y otros títulos del verismo como Chénier, Pagliacci o Cavalleria habiendo abarcado de este modo un vasto repertorio. La vocalidad de Giordani nace y se sustenta en un desahogado tercio agudo que el tenor acomete con sobrada solvencia, con una facilidad casi intuitiva, diríamos que di natura y que le sirve de eximente a la hora de valorar un instrumento vocal que, por lo demás, deja mucho que desear en términos de calidad así como de creatividad y desarrollo de sus personajes. El siciliano es uno de esos extraños ejemplos de tenores que no temen que las partituras sean pródigas en ascensos al agudo pero que sufren cuando las notas se acumulan sobre las líneas centrales e inferiores del pentagrama, notas que apenas consigue resolver a través de susurros totalmente desguarnecidos en las antípodas de los más elementales principios de la impostación lírica. Su centro aún consigue algún sonido de cierta calidad aunque siempre con reminiscencias de fatiga, de sequedad y de tener la sensación de escuchar una voz que no está sana al cien por cien. Sólo cuando acomete el paso y especialmente a partir del si bemol el instrumento gana en brillo, las costuras de su registro central parecen cerrarse y logra sonidos de impacto, normalmente atacados desde unos inevitables portamenti. La sensación general de la prestación de Giordani es la de tedio y monotonía, distanciamiento emocional al personaje así como una falta absoluta de imaginación para encontrar inflexiones o desarrollar nuevos colores en su voz, jugándosela siempre a epatar con el agudo. En nuestra opinión la categoría de un Calaf debe medirse más por su capacidad para frasear el “O divina bellezza! O meraviglia! O sogno!” del primer acto o el “il mio nome non sai! Dimmi il mio nome prima dell’alba! e all’alba morirò!” del segundo (algo que en Giordani pasa totalmente desapercibido), que por el momento “ti voglio ardente d’amor” o el “vincerò”, por mucho que contribuyan a recompensar el legítimo y esencial anhelo del público por estas notas.
El bajo Alessandro Guerzoni, nacido en Pescara, debutaba en ABAO con Timur, un papel al que no supo dotar de la adecuada nobleza al contar con un fraseo brusco y deslavazado así como una emisión ruda y atropellada. Su presencia en el cast quizás pueda analizarse como un peaje para poder contar con su esposa, Martina Serafín, una práctica demasiado habitual en el mundo lírico. La materia prima no es mala y el color y volumen resultan adecuados pero falta el músico, el artista. Su permanente lucha con la afinación y la ostensible tendencia a calar resultó muy molesta, sobre todo en el primer acto, buscando ante todo el decibelio y viciando la frase musical. Mejoró algo en su preghiera final “Liù… bontà! Liù! dolcezza!”.
Los ministri del boia estuvieron muy bien asumidos por experimentados cantantes nacionales. El barítono asturiano David Menéndez puso su robusta voz al servicio de Ping, rol para el que Puccini escribió el mayor número de notas en la partitura y el único que, excepción hecha del trío con que comienza el segundo acto, posee frases solistas de cierta envergadura. El material de Menéndez resonó por la sala del Euskalduna sin problemas, especialmente en un centro de marcada densidad y redondez, nunca ácido ni hiriente así como en un registro grave que supera lo habitual en los intérpretes del rol. Su capacidad para el legato y las inflexiones se puso de manifiesto en prácticamente todas sus intervenciones. Por su parte Jon Plazaola y Vicenç Esteve lograron un buen acoplamiento de sus voces, instrumentos que guardan cierta similitud tímbrica y que les permitió empastar con acierto, sobrados de proyección y con un notable desempeño escénico.
El veterano Fernando Latorre presentó sus habituales bazas en el papel de Mandarín con un instrumento cuya versatilidad y expansión sonora son siempre garantía en este tipo de cometidos. Muy correcto también el emperador Altoum de Alberto Núñez al que parte del público, el situado en las zonas superiores, no pudo escuchar (ni ver) con claridad debido a su retrasada y elevada posición en el escenario. Correcto el príncipe de Persia de Eduardo Ituarte en su brevísima intervención y notables los materiales de las sopranos solistas como sirvientas de Turandot aunque con dificultades en el control del vibrato.
El cometido coral en esta obra siempre merece mención aparte y en este caso la labor del Coro de Ópera de Bilbao, dirigido por Boris Dujin, debe calificarse como correcta y solvente pero cada vez es más evidente la necesidad de un mayor empaste entre los miembros de las diferentes secciones. En una partitura como esta que casi con total seguridad habrá precisado de refuerzos el aglutinar esas singularidades no es tarea fácil y en demasiadas ocasiones lo que se percibía era una amalgama de individualidades más que una sonoridad homogénea y sin aristas, especialmente en la cuerda de sopranos.
Y finalmente llegamos a la valoración de la prestación del maestro John Mauceri al frente de la Orquesta Sinfónica de Navarra. Debemos confesar que el concepto inicial con el que atacó la obra nos hacía presagiar lo peor, con una lectura carente de pulso, de emoción, plana, morosa y donde el maestro parecía aportar poco más que un metrónomo. Los momentos de mayor impacto coral parecían amorfos y desdibujados, confusos, sin separación de planos sonoros y anteponiendo el cuadre de tiempos a cualquier otro objetivo, cosa que no siempre consiguió. Afortunadamente mejoró bastante su enfoque en el segundo acto y sustancialmente en el tercero resultando evidente que su trabajo con la orquesta logró los mejores frutos en los momentos de vuelo lírico e intimismo más que en las escenas de masas. En el aspecto musicológico destacar, además de los dos compases citados anteriormente, que se pudo escuchar el final de la primera versión musicada por Alfano.
Fotografía: E. Moreno Esquibel
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