Oviedo. Teatro Campoamor. 15/11/12. "Turandot", Puccini. Elisabete Matos, Emilio Sánchez, Kurt Rydl, Stuart Neill, Eri Nakamura, Manel Esteve, Vincenc Esteve, Mikeldi Atxalandabaso, José Manuel Díaz, Jorge Rodríguez-Norton. Dirección musical: Gianluca Marcianó. Dirección de escena: Susana Gómez. Oviedo Filarmonía. Coro Ópera de Oviedo
"TURANDOT" A PRECIO DE SALDO
Turandot, la genial fábula oriental puesta en música por Puccini, se ofreció en el Campoamor como tercer título de la temporada, con una producción en tiempos de crisis compuesta por retales de otras, ensamblados no sin dificultad por la directora de escena asturiana Susana Gómez. A esto se le añadió una discreta versión musical de Gianluca Marcianò, que más que dirigir concertó, con un estilo contagioso y apasionado pero superficial y efectista -por cierto, muy del agrado del público-, y un reparto de buenos profesionales que aportaron corrección lírica, nada más y nada menos. En definitiva, una versión para andar por casa con comodidad, con la que parece obligatorio ser comprensivos habida cuenta del mal estado de las arcas de la Ópera de Oviedo. Éste es el nivel artístico y los tiempos que nos están tocando vivir en Asturias. Habrá que hacer lo posible por no acostumbrarse.
Susana Gómez eligió el camino de lo abstracto para contar la historia, e incluso mostró algún detalle en el que se notó la influencia de Emilio Sagi. La propuesta fue de circunstancias. La directora de escena dispuso de elementos muy modestos y dispares para elaborar una ópera de gran espectáculo. Era muy difícil conseguir grandes resultados con tan poco. La modestia del montaje nunca pudo desembarazarse de una cierta sensación de heterogeneidad, que se podría haber atenuado si, por ejemplo, no se hubiera optado por usar tantos colores y tipos diferentes de vestuario. Quizás inspirada en los Guerreros de Xian, Gómez obligó al coro a permanecer excesivamente inmóvil, en momentos en los que la música llamaba a otra cosa. A ello le unió una estética al estilo de los monjes budistas, puede que para recordar el conflicto del Tibet con China, y un contexto escénico abstracto en el que situó, justo en medio, una hermosa escalera de caracol. Este fue el aspecto más llamativo y menos interesante de la propuesta, que también dejó algún momento atractivo gracias al estimulante uso de la luz. La inclusión de la escalera resultó muy arriesgada. Si la intención era usarla únicamente por sus cualidades estéticas, sólo se contribuyó a potenciar la idea de mezcolanza extraña y un tanto forzada.
La impresión respecto a la factura general de la producción fue de cierta inconsistencia, conceptual y técnica, pero como la música de Puccini encandila siempre que suena, el público del Campoamor salió encantado con la función, sobre todo tras los sonoros finales propuestos por el director musical, que no tuvo problemas en hacer de los decibelios una dudosa virtud.
El trabajo de Gianluca Marcianò sobre la tarima estuvo un tanto descontrolado, rítmica y estéticamente, lo que propició que se sucedieran algunos desajustes, instrumentales y vocales. Tampoco se puede decir que su versión haya sido especialmente inspirada. Más bien lo contrario. Resultó plana y, como mucho, llevadera. Lo más interesante fue su capacidad para epatar, a los músicos y al público, con finales atronadores y efectistas y una efusividad gestual realmente apasionada. Acompañó a los cantantes y coro de manera fortuita, al hilo de los acontecimientos, sin dar nunca la sensación de haber cerrado demasiados detalles interpretativos durante los ensayos, ni de guiar a los cantantes hacia una propuesta artística de enjundia. El director pareció contentarse con llevar la obra de principio a fin, sin prestar demasiada atención a los deliciosos flecos expresivos de la partitura de Puccini.
El trabajo de Marcianó se podría definir como el de un agradable maestro concertador. La continuidad musical resultó monótona y tosca y, aunque la factura de la Oviedo Filarmonía resultó aceptable como norma general, su sonoridad estuvo lejos de ser homogénea y refinada. Recrear la complejidad de la textura orquestal y melódica de esta obra es un trabajo muy difícil incluso para los directores más experimentados. No sabemos cuántas veces ha dirigido él esta ópera, pero lo que podemos asegurar es que necesita hacerlo muchas más para superar sus numerosas dificultades sin dar la impresión de salir del paso. Los metales se mostraron claramente destemplados en algunos momentos, final incluido. En ocasiones también se percibió falta de tensión, en otras contrastes dinámicos exagerados y, de fondo, esta sensación ya comentada de convertir en rutinario lo extraordinario.
El elenco de cantantes hizo un buen trabajo, sin llegar a inmiscuirse en la magia de Puccini más que en la superficie del drama. Las limitaciones de la producción, que nunca logró desembarazarse de la sensación de asistir a una especie de collage escénico, tampoco ayudó a motivar dramáticamente al reparto. ¿Era necesario que la entidad informase hasta la saciedad de los escasos medios con que contaba? Todos sabemos el difícil momento por el que está pasando el mundo de la cultura. Incidir en el victimismo para justificar una propuesta discreta no nos parece un recurso demasiado elegante. Creemos que habría sido más adecuado mostrar el resultado del trabajo realizado sin más. El público debería ser lo suficientemente inteligente como para distinguir entre carencia de medios y carencia de ideas.
En esta ocasión, sorprendió mucho observar el criterio de los asistentes, que dedicaron más aplausos a la voz menos interesante y de menor entidad, y menos a quien mejor lo hizo. El que mejor cantó fue el bajo Kurt Rydl, que realizó una soberbia caracterización lírica y dramática del desgraciado y depuesto emperador. Rydl fue un Timur de referencia que podría haber hecho el papel con la misma brillantez en los mejores teatros del mundo. En el Campoamor, sin embargo, su trabajo no pareció llamar tanto la atención como el de Eri Nakamura, una soprano bastante irregular que posee un gusto interpretativo ciertamente discreto.
Nakamura iba de amarillo, seguramente a propósito porque, como todo el mundo sabe, es el color de la mala suerte para los actores y, en este caso, para su desgraciada historia de amor con Calaf. Es verdad que el papel de Liu es muy agradecido, pero creemos que en los aplausos finales, que convirtieron a esta artista en la triunfadora de la noche, ha habido una evidente falta de perspectiva o excesiva sugestión. La soprano posee una bonita voz, de cálido timbre, pero su manera de cantar tiene importantes inseguridades técnicas, entre ellas un sonido en ocasiones nasalizado y un vibrato que roza el límite de lo elegante para convertirse en ligeramente nervioso. Tampoco le sobró voz a la artista, que sí es cierto, derrochó cualidades escénicas muy agradables de ver sobre el escenario, en una noche en la que resultó difícil ver a los cantantes totalmente metidos en sus papeles.
Elisabete Matos realizó un gran trabajo interpretativo, a pesar de las ligeras inconsistencias de que dio muestras puntualmente. La voz no es perfecta para Turandot, pero el talento de la soprano quedó patente con letras mayúsculas y, si no terminó de creerse del todo el personaje, tampoco era fácil hacerlo en el extremo de una escalera de caracol que parecía ocupar un espacio únicamente por rellenarlo.
Del tenor Stuart Neill -Calaf- cabe hablar en parecidos términos. El artista se sintió muy cómodo colocando la voz en el registro agudo, que prolongaba todo lo posible, como si cantar consistiese únicamente en convertirse en un elegante tubo de resonancia. Al observar su trabajo, siempre tuvimos la sensación de que prefería exhibir sus puntos fuertes en lugar de luchar por extraer todo el atractivo musical del personaje y perfeccionar sus limitaciones.
Su fraseo no resultó satisfactorio, más bien rutinario y precipitado. La línea de canto hay que mantenerla con interés y expresividad a cada paso, si es que se desea de verdad emocionar. Sorprendentemente, el único agudo en el que titubeó ligeramente fue el más importante, el "vinceró" de la famosa "Nessun dorma". Tampoco se trata de un artista con grandes cualidades escénicas, un aspecto que podría haber ayudado a dotar de mayor elocuencia a su interpretación. El resultado fue un Calaf correcto, y un tanto efectista también.
Manel Esteve, Vicenç Esteve y Mikeldi Atxalandabaso estuvieron correctos interpretando a Ping, Pang y Pong, al igual que Emilio Sánchez -Emperador Altoum-. José Manuel Díaz interpretó con muy buen gusto el papel de Mandarín. El Coro de la Ópera de Oviedo no ofreció el alto rendimiento canoro al que nos tiene acostumbrados. Bien es cierto que Turandot es una obra difícil para el coro, que tiene que cantar en un registro muy incómodo y participar de muy diversas formas, por secciones.
Su interpretación resultó plenamente convincente, pero también se echó en falta un mayor refinamiento en el registro agudo, que tendió a sonar un tanto crispado, así como una mayor entidad vocal en algunas de las participaciones puntuales de las diferentes cuerdas. El entendimiento con el director estuvo lejos de ser perfecto, lo que desfiguró un poco la factura rítmica de algunos fragmentos.
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