Crítica de la ópera Tristán e Isolda de Wagner en el Teatro de la Maestranza de Sevilla bajo la dirección musical de Henrik Nánási y escénica de Allex Aguilera
El Maestranza ofrece un Tristán incompleto al permitir que un personaje no sea cantado
Por José Amador Morales
Sevilla, 30-IX- 2023. Teatro de la Maestranza. Richard Wagner: Tristán e Isolda. Stuart Skelton (Tristan), Elisabet Strid (Isolde), Markus Eiche (Kurwenal), Agnieszka Rehlis (Brangäne), Albert Pesendorfer (Rey Marke), Fernando Campero (Melot), Jorge Rodríguez-Norton (Un pastor/ Un joven marino), Juan Antonio Sanabria (Un timonel). Coro Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Henrik Nánási, dirección musical. Allex Aguilera, dirección escénica. Nueva producción del Teatro de la Maestranza.
Tristan und Isolde ha sido la obra elegida por el Teatro de la Maestranza de Sevilla para el comienzo de la presente temporada; una obra que fue presentaba por vez primera en 2009 en el coliseo sevillano bajo la dirección musical de Pedro Halfter y con las voces de Evelyn Hertlizius y Robert Dean Smith en los roles protagonistas. Hasta ahora esta ha sido la referencia local de este título con el apunte mucho más que anecdótico de una subyugante versión concertante del segundo acto a cargo de Andreas Schager e Iréne Theorin bajo la dirección de Daniel Barenboim (y el concurso no menor de voces como la de Lioba Braun, Falk Struckmann y Graham Clark) en enero de 2014. Sorprende un tanto la elección de esta obra habiendo otras del propio Wagner ausentes en el Maestranza desde hace mucho más tiempo (caso de Lohengrin no visto desde 1999 o Parsifal desde las legendarias funciones 2005 a cargo de Daniel Barenboim y su Staatsoper Berlin) por no hablar de Die Meistersinger von Nürnberg, única obra por estrenar del repertorio «canónico» compuesto por Wagner.
Para este Tristan und Isolde se ha encargado una nueva producción diseñada por Allex Aguilera que, en base a una escenografía conceptual y estéticamente elegante, concentra esencialmente las líneas elementales del drama que presenta con naturalidad y un punto de sobriedad. Esto último puede que en exceso, pero después de contemplar tanto experimento y tanta presunta vanguardia escénica (léase el mismísimo festival de Bayreuth o, sin ir más lejos, la última Tosca presentada el pasado mes de junio sobre este mismo escenario), se agradece no poco la mera intención de ofrecer interpretación de la historia original del libreto sin aditivos ni conservantes... Aguilera se sirve de tres paneles que acotan el espacio escénico presidido por una plataforma rectangular; en ellos se proyectan imágenes alusivas al momento desarrollado (mar en el primer acto o bosque que se deteriora en creciente maleza durante el segundo, figuras simbólicas como una espada, una corona, el filtro....) aunque a veces incruste otras de significado impreciso, como los rostros durante el delirio de Tristan. Otros símbolos explicativos destacan sobre el escaso atrezzo, caso de la enorme corona que desciende y encierra a los amantes cuando son sorprendidos o la decisiva antorcha que da vía libre a su reencuentro. Junto a ello, el estupendo vestuario de Jesús Ruiz, en la tradición romántica del mito tristanesco (bien que no se llegue a entender el carácter pordiosero del joven marinero ni el macarra de Kurwenal tal y como son concebidos en esta producción) sirvió de logrado contraste junto a una iluminación pretendidamente gélida y plana que distinguió toda la representación. No obstante la propuesta de Allex Aguilera acusó un déficit de creatividad en el movimiento de personajes y en una dirección de actores claramente limitada que dio lugar a demasiados vacíos y dejó a los solistas un tanto abandonados a sus arcaicas gesticulaciones.
Musicalmente, Henrik Nánási ofreció una lectura dramáticamente un tanto tibia, sin apenas énfasis en la continua tensión-distensión que presenta la partitura, por lo que su batuta resultó vacua en demasiados momentos y gran parte de los clímax se resolvieron por vía del efecto dinámico más que por la lógica resolución del entramado armónico y melódico. En cambio, el director húngaro, muy pendiente del balance voces-orquesta, logró dotar de acertado vuelo lírico a pasajes como el dúo del segundo acto («So starben wir um ungetrennt» particularmente) o el «Liebestod» conclusivo. De igual modo y apoyado en la excelente prestación de una muy aplaudida Sinfónica de Sevilla, Nánási reveló un interesante trabajo tímbrico en la parte orquestal a lo largo de toda la representación.
En cuanto a las voces, la función rozó peligrosamente el concepto de fraude ante la ausencia prácticamente total de una voz para el rol de Brangäne. Si bien segundos antes del comienzo la megafonía del teatro avisaba con el clásico anuncio de «una afección en las cuerdas vocales por parte de Agnieszka Rehlis» y que «aun así y por deferencia al público actuará esta noche», lo cierto es que tras su primera intervención en el primer acto, con varias frases casi susurradas y el director tumbando la orquesta al extremo, la mezzo transportó al registro grave otras tantas para continuar directamente sin emitir un sonido durante el resto de la velada. De esta forma asistimos a todo un karaoke orquestal en su parte con momentos surrealistas como cuando Isolde se dirigía a ella y esta le respondía muda con exagerados aspavientos o, aún peor, durante el segundo acto con la bellísima - en la partitura - vela de Brangäne, aquí, repetimos, inaudible por ausencia absoluta de voz alguna. Más surrealista todavía resultó cuando la cantante salió a recibir los aplausos finales: indudablemente alguna de las partes o ambas – la cantante y el teatro – deberían hacérselo mirar porque desde luego una situación así no es de recibo.
En cuanto a la pareja protagonista, la Isolda novel de Elisabet Strid le ganó la partida a un apocado y timorato Stuart Skelton, cuya importante materia prima de partida fue regulada de forma claramente cicatera durante los dos primeros actos para sacar adelante sólo de manera un punto más decidida, aunque con varios quiebros de voz de por medio y escaso volumen, el tercero. Así pues, una gran decepción ya que esperábamos mucho más de este tenor que en Sevilla no ha podido o no ha querido mostrar las excelencias de su afamado Tristan. Elisabeth Strid, en cambio, encarnó una creíble Isolda que llevó a su terreno habida cuenta de un instrumento eminentemente lírico, considerablemente ancho y de aseada proyección, bien que algo mate y carente de punta tímbrica. En cualquier caso manejado con sensibilidad por parte de la soprano sueca, que consiguió caracterizar a su personaje con un fraseo de gran calado expresivo, a despecho de un registro grave bastante corto - bien que no forzado - y un agudo solo suficiente.
Por su parte, Markus Eiche compuso un aceptable Kurwenal a pesar de su voz impersonal y carente de brillo. Aun así convenció bastante más que sus intrascendentes Wolfram y Gunther del último festival de Bayhreuth. Albert Pesendorfer compuso un Marke impactante y convenientemente regio gracias especialmente a una voz de timbre algo claro y rudo pero de enorme volumen y fácil proyección, así como de una imponente presencia escénica. A un nivel excelente se situaron las actuaciones de Fernando Campero como Melot, Jorge Rodríguez-Norton con sus conocidas e internacionalmente aplaudidas creaciones del pastor y marinero y Juan Antonio Sanabria como timonel. Igualmente extraordinario el coro maestrante que no tuvo cometido sobre el escenario al cantar en la pasarela inmediata a la cúpula del teatro, lo que ocasionó un logrado efecto acústico y espacial del que, no obstante, se abusó durante la función ya que también desde ahí ofrecieron sus cometidos el marinero del primer acto, Brängane y sus aquí mudas advertencias en el segundo (como supimos luego) y el corno inglés del tercero.
Fotos: Teatro de la Maestranza
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