Ha habido siempre, desde las fiestas musicales del Palacio de Aranjuez del siglo XVI, teatro cantado en España; y numerosas formas líricas nacidas del acervo popular: jácaras, entremeses, tonadillas. También, al socaire de estos géneros menores, llegándonos ya a mediados del siglo XIX y recuperando antiguos moldes, obras en las que se alternaban música y texto y que dieron en llamarse zarzuelas, que adquirieron con el tiempo notable importancia, tanto en su forma más breve y castiza como en su dimensión más amplia. Todo ello corrió en paralelo, a partir de los inicios del siglo XVIII, con la ópera italiana, introducida en nuestro país por el Marqués de Scotti, ampliamente difundida, como en toda Europa, e influyendo poderosamente en los rasgos autóctonos, en un proceso de trasvase de ida y vuelta. Muchos de nuestros músicos se adaptaron a esas influencias y hasta escribieron en la lengua de Dante.
Claro que tal estado de cosas, que amparaba asimismo, lógicamente, el desembarco de cantantes y músicos foráneos, no era posible que se mantuviera eternamente. Y comenzaron las reacciones, comandadas, ya bien entrado el XIX, por algunos representantes tan conspicuos como Bretón o Chapí, que seguían la estela marcada por relevantes predecesores llamados Gaztambide o Barbieri. Y la zarzuela fue el bastión que pretendía la defensa de nuestros valores; una labor meritoria que tuvo éxito. No sucedió lo mismo con la ópera propiamente dicha, que no terminó nunca de fructificar aquí. Podemos decir que no existió en esta tierra un fenómeno unívoco, unitario, firme y definido de ópera nacional, como sí lo hubo en otras latitudes.
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