Por Raúl Chamorro Mena
21, 22 y 23 de marzo de 2014. Barcelona, Gran Teatre del Liceu. Tosca (Giacomo Puccini). Martina Serafin/Fiorenza Cedolins/Sondra Radvanovsky (Floria Tosca), Alfred Kim/Andrea Carè/Jorge de León (Mario Cavaradossi), Scott Hendricks/Ambrogio Maestri (IL Barone Scarpia), José Manuel Zapata/Francisco Vas (Spoletta), Alessandro Guerzoni/Vladimir Byakov (Cesare Angelotti), Valeriano Lanchas (Il Sagrestano). Dirección musical: Paolo Carignani. Dirección de escena y escenografía: Paco Azorín.
La última vez que se representó Tosca en el Liceu de Barcelona, dos tandas de representaciones en 2003 y 2004, las funciones estuvieron marcadas por las cancelaciones de Daniela Dessì, unos repartos muy desdibujados y una puesta en escena disparatada, que constituyó un importante patinazo de Robert Carsen. El canadiense, uno de los más prestigiosos directores de escena de la actualidad y que, a diferencia de otros, puede presumir de algunos trabajos brillantes y de calidad, todo hay que decirlo.
En esta ocasión se ha contado con tres protagonistas de interés que se encuentran entre las más importantes intérpretes actuales del inmortal papel. La austríaca, prácticamente naturalizada italiana por matrimonio, ancestros familiares y residencia, Martina Serafin, basó su encarnación en la intención de los acentos, la desenvoltura, empaque y atractivo escénico y en el sentido del decir tan importante en el lenguaje llamado verista o del repertorio propio de la Giovane Scuola. Todo ello basado en una buena pronunciación del italiano en una hábil y bien planificada interpretación. Vocalmente, debe luchar con una franja centro-grave totalmente desguarnecida y un agudo extremo problemático, unas veces abierto y estridente, otras fijo y estrangulado. La zona más sana y timbrada la encontramos en el centro-primer agudo, resultando, asimismo, una cantante muy solvente musicalmente. Serafin fue de menos a más y completó un buen segundo acto en que mostró su garra e intensidad dramática, así como en el vibrantísimo relato previo al do de la lama en el acto tercero.
Por su parte, la interpretación de la soprano friulina Fiorenza Cedolins se encuadró en la más pura tradición del gran sopranismo de escuela italiana. Lució timbre bello y mórbido (a pesar de cierta erosión en el centro), legato, dicción scandita, siempre medida e incisiva, articulación genuina, regulaciones dinámicas y un fraseo siempre refinado. De temperamento y medios eminentemnte líricos sobresalió en los actos primero, con una Tosca seductora, elegante y comunicativa que domina el canto conversacional pucciniano, y en el tercero. Su mayor escollo lo encuentra en el muy dramático acto segundo en el que, sin embargo, mostró gran entrega sin forzar nunca su instrumento y logró delinear un buen y justamente ovacionado "Vissi d'arte", al que sólo cabe reprochar un si bemol algo calante.
Estupendo, sin embargo, el do de la lama atacado con gran valentía. Ni la exuberante orquestación, ni los acordes tutta forza, ni la gran carga dramática del acto segundo suponen escollo alguno para la voz amplia, caudalosísima, robusta, rica en potencia y sonoridad de Sondra Radvanovsky. Escénicamente, eso sí, un tanto vulgar, a veces sobreactuada, con una deficiente articulación y pronunciación del italiano. Asimismo, el timbre no es bello, el vibrato constante, el metal a veces excesivo y acerado, pero la cantante logra muchas veces domeñar tamaño instrumento consiguiendo frases de canto recogido y ligado como en un muy apreciable "Vissi d'arte" que provocó el delirio de un público que siempre ha apreciado este tipo de voces, que lucen con todo su esplendor en una sala tan grande como la del gran teatro de La Rambla.
Un nivel mucho más bajo el alcanzado por los tres intérpretes del pintor Mario Cavaradossi, ninguno de los cuales fue capaz de mostrar personalidad, un fraseo mínimamente aquilatado, una consistencia técnica, así como la nobleza, la passionalità pucciniana de un personaje mucho menos interesante dramáticamente que los otros dos protagonistas, pero que es muy agradecido por tener dos arias fabulosas, archifamosas y una colección de frases espléndidas, que no quedaron en esta ocasión grabadas en nuestra memoria. El Coreano Alfred Kim, ya conocido en el Liceu por sus interpretaciones de Manrico y Don Alvaro, es un tenor con cierto cuerpo y presencia sonora, pero acusa un timbre gris, árido y opaco que gana brillo en la zona alta, en la que lució agudos percutientes pero más bien estentóreos, además de un fraseo burdo donde los haya y una total falta de italianità, de efusión lírica, de musicalidad.
El italiano Andrea Carè es otro caso de cantante bisoño y con carencias técnicas aupado a papeles protagonistas. Si el material vocal goza de cierta calidad y atractivo tímbrico, el pasaje no está solucionado y el sonido se aprieta de manera inclemente en la zona alta. Un fraseo aburrido e impersonal completaron una interpretación de escaso relieve. Por encima de ellos, el canario Jorge de León, pero lejos de entusiasmar. Comenzó con un "Recondita armonia" trivial cantado con toda la emisión abierta y estuvo lejos de ofrecer en toda la noche una línea de canto regular y homogénea. Más bien una sucesión de notas abiertas, caídas, bailonas, guturales, junto a otras en su sitio, destacando sobretodo, sus consabidos agudos squillanti en "la vita me costase" y el "Vittoria!" así como su voz viril y resonante de lírico-spinto. Se apreciaron intentos de mayor matización de lo habitual especialmente en el último acto, pero su fraseo sigue careciendo de clase y variedad.
El grandioso papel del Barón Scarpia, uno de los más fascinantes de la historia de la ópera, apenas encontró un intérprete digno y profesional en el italiano Ambrogio Maestri que, además tuvo que apechugar con las funciones consecutivas de los días 22 y 23 al sustituir al indispuesto Vittorio Vitelli. El barítono nacido en Pavia resulta insuficiente para el papel debido a las limitaciones en cuanto a amplitud, volumen, metal y robustez de un material muy lírico, de grato timbre pero más propio de un buffo. Sus agudos, además, se quedan atrás, cogidos a la gola sin la debida expansión. Unos acentos eficaces, pero poco más, junto a su enorme presencia física cimentaron un Scarpia solvente y cumplidor, pero poco atemorizante. Mejor ni hablar de Scott Hendricks, un Scarpia cuasi inexistente, de proyección nula, emisión toda en gola y al que apenas pudo escuchársele durante toda la función del día 21. Anunció por megafonía encontrase enfermo, quizás para parar las protestas que había recibido en funciones anteriores.
Entre los secundarios, destacar a Valeriano Lanchas, que repitió el buen Sacristán que ofreciera hace tres años en el Teatro Real de Madrid y a Francisco Vas, una especie de José Ruiz actual, dominador Liceísta de las partes de tenor comprimario muy por encima de un José Manuel Zapata, otrora tenor rossiniano de cierta reputación, convertido ahora en una especie de triste "tenor sin notas" que no pudo ni con el Spoletta. Muy flojos los dos intérpretes de Cesare Angelotti.
Buena labor de Paolo Carignani, que expuso la obra de manera compacta, con oficio, bien construida, musicalmente equilibrada, atento a las voces a pesar de algún puntual momento de exceso de decibelios. No decayó el pulso en ningún momento, aunque pudieron faltar atmósferas y unas puntas de mayor tensión teatral. Cierto es que la fascinante orquestación pucciniana puso de relieve las carencias de la orquesta del Liceu: ausencia de refinamiento tímbrico y de claridad en las texturas, cuerda apagada, falta de enjundia, de brillo, de redondez y metales tendentes al fallo y la acritud.
La producción de Paco Azorín se basa en una escenografía compuesta por un único elemento móvil, giratorio, que sirve para los tres actos. Una Iglesia de Sant'Andrea oscura y un tanto claustrofóbica, un Palazzo Farnese en el que Scarpia retira un telón y se nos muestra a un lado del escenario la prisión con los torturados y un Castel Sant'Angelo en el que Cavaradossi es fusilado de abajo hacia arriba por unos soldados de época posterior a lafijada en el libreto. Asimismo, el regista ha dejado libertad a las tres protagonistas para elaborar su interpretación, muy distinta en los tres casos. Una prueba es la manera diferente en que afrontan el ritual después del asesinato de Scarpia (también muy distinto en cuanto a número de puñaladas y saña de las mismas), que esta vez no respeta el preceptivo ceremonial de los dos candelabros a los lados del finado y crucifijo en el pecho.
A pesar de ello sí se respeta la esencia, que es la existencia un ritual consecuencia de la superstición y devoción religiosa de Floria Tosca. Mientras la Serafin cubre el cadáver con los cortinajes que cubrían la prisión de los torturados y le arroja en el pecho el rosario que ella había lanzado furiosa al final del "Vissi d'arte", Cedolins no realiza tal cosa, por cuanto lo dejó deslizar entre los dedos sin tirarlo al final del aria, y después de cubrir el cadáver lo besa. Por su parte, la Radvanovsky cubre el cadáver con la cortina, le arroja el rosario y además, lo besa. En el último acto Tosca se quedá en negligè y Cavaradossi descubre su torso (no así Carè que permaneció en camiseta) simbolizando el último encuentro de intimidad amorosa de los dos amantes. El comienzo de cada acto justo en el momento que acaba el anterior, así como las indicaciones de tiempo y horario ponen el acento en la unidad de acción, espacio y tiempo, así como la vertiginosa progresión dramática que caracterizan esta obra maestra imperecedera del género lírico. En resumen, un montaje aparentemente económico, razonable, apañado si se nos permite la expresión coloquial, que permite seguir perfectamente esta ópera magistral y claramente superior al anterior que pudo verse en Barcelona.
Foto: Cortesía del Gran Teatre del Liceu
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