Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 12-VII-2019, Teatro de la Zarzuela. Canciones y danzas para Dulcinea, suite para orquesta (Antón García Abril). El amor brujo, suite (Manuel de Falla). Concierto de Aranjuez (Joaquín Rodrigo). José Fernández Torres “Tomatito”, guitarra. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Víctor Pablo Pérez.
El gran reclamo de este concierto que ponía punto final a la temporada del Teatro de la Zarzuela lo constituía la presencia del prestigioso guitarrista flamenco de dinastía y estirpe, José Fernández Torres (Tomatito). Tanto, que parte del público (mucho de ocasión y que aplaudió después de cada movimiento de las obras interpretadas. No hay problema, algunas dosis de espontaneidad son siempre bienvenidas) pensaba que era un recital a solo del artista de raza gitana, que cimentó su reconocimiento como acompañante de cantaores como Enrique Morente, José Menese, Panseguito y, sobretodo, José Monje Cruz “Camarón de la Isla”, pero que también ha consolidado su alto nivel artístico como solista.
Uno de los problemas a los que se ha enfrentado la guitarra clásica de concierto para su consolidación en el repertorio de los auditorios y teatros es la limitación del instrumento en cuanto a sonoridad, lo que conlleva que, normalmente, cuente con amplificación como así ocurrió también en este concierto. El propio Joaquín Rodrigo manifestaba respecto de la orquestación del Concierto de Aranjuez, que debía ser “suficientemente resistente para dar consistencia a ese fantasma sonoro que es la guitarra y, al propio tiempo, tan ligera que no cubriera la sutil vaguedad del instrumento”. Una gran audacia la del músico murviedrés a la hora de componer una obra para guitarra y orquesta sin apenas precedentes en la historia moderna de la música y que, después de su estreno en 1940 por Regino Sainz de la Maza, alcanzó una popularidad inmensa, convirtiéndose, de hecho, en la obra más interpretada de nuestra música clásica y junto al algunas otras como los dos ballets de Falla o la Iberia de Albéniz, las que colocan a nuestro país en el mapa internacional de la misma, como también dotó de universalidad a la bella y Real ciudad a orillas del Tajo cuyo nombre ha portado por todo el Mundo.
Lo primero que hay que decir es que una cosa es dominar la guitarra flamenca y otra la guitarra clásica de concierto, a lo que se añade que el Concierto de Aranjuez no es una obra con aires flamencos, ni folklóricos andaluces. De tal forma que pudo escucharse a un Tomatito como encorsetado, apagado, muy perdido y con problemas de afinación en el primer movimiento y sin terminar de asentarse ni aquilatar el sonido durante toda la interpretación, que resultó más bien gris. La propina flamenca, en su salsa, nos permitió apreciar la diferencia de soltura, de brillantez y dominio del instrumento por parte del guitarrista almeriense, que ante las ovaciones del público -que incluyeron un grito «Viva la madre que os parió» más propio de un tablao flamenco, volvió a ofrecer el archipopular adagio del concierto en el que pareció mostrarse más seguro y asentado. El acompañamiento de Victor Pablo Pérez al frente de una orquesta de la Comunidad de Madrid llena de carencias resultó particularmente anodino, sin nervio, sin fantasía, ni garbo alguno.
Todo esto fue en la segunda parte del evento. En el primer capítulo, Victor Pablo -que parece haberse apuntado a la moda de dirigir sin batuta- y la orquesta ofrecieron una interpretación digna y con oficio, pero sin vuelo, de las Canciones y danzas para Dulcinea, obra de 1985 de Antón García Abril, que se encontraba presente en la sala y fue invitado por Pablo a recibir los aplausos del público.
La suite de El amor Brujo de Manuel de Falla demostró, por un lado, la falta total de chispa, de pasión y de atmósferas de la caída y rutinaria dirección de Pablo y, por el otro, las limitaciones de una orquesta ayuna de refinamiento tímbrico, transparencia, empaste y color, con una cuerda particularmente débil.
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