Por Alejandro Martínez
06/02/2014. Madrid. Teatro Real. Thomas Hampson, barítono. Amsterdam Sinfonietta. Obras de Schönberg, Brahms, Barber, Wolf, etc.
En algunas ocasiones la interpretación musical nos traslada la engañosa impresión de que una realización formal y estilísticamente ortodoxa es ya un valor en sí mismo. Pero, al mismo tiempo, no podemos perder de vista que la música es una vía de comunicación entre unos intérpretes y unos oyentes llamada, en primera como en última instancia, a emocionar a quienes la reciben. Sirvan estas líneas de reflexión en voz alta como preámbulo a la valoración de un concierto que admite pocos reproches por cuanto hace a su pura realización técnica y formal, pero que tardó mucho en alcanzar esas cotas de expresividad y emoción que uno podía esperar a la vista del programa de la sesión.
El barítono norteamericano Thomas Hampson se presentaba en el Real acompañado de la Amsterdam Sinfonietta, con la que venía realizando una gira por varias capitales europeas. Sobre la mesa, un recorrido por el gran repertorio de la canción alemana de cámara, con algunos guiños y acercamientos al repertorio en lengua inglesa. Un recorrido por obras de Schoenberg, Brahms, Wolf, Schubert y Barber. La citada formación de cuerdas respondió en todo momento con probada solvencia, con una expresividad siempre sutil, si bien más buscada que lograda, sin rozar apenas la excelencia. Técnicamente irreprochables, tardaron algo en levantar el vuelo, dejando una versión un tanto descafeinada de La noche transfigurada de Schönberg con la que se abría la sesión.
Lo mismo cabe decir de un Hampson que no dio lo mejor de sí hasta bien entrada la segunda mitad. En su primera intervención, con las cuatro canciones serias de Brahms, encontramos una voz peleando por encontrar la posición y evidenciando todas sus carencias. Nunca ha sido el suyo un material deslumbrante, pero con el paso de los años presenta cada vez más fallas, como una resolución siempre esforzada de los extremos, merced a una colocación siempre más atrasada de lo que debiera. Pero no es menos cierto que Hampson es un fino estilista y un intérprete hábil, con muchas tablas. De ahí que poco a poco consiguiera elevar el tono del concierto, a partir de una intensa y bien medida recreación del Dover beach de Barber, una pieza estimable, sí, pero que no termina de cuadrar, dicho sea de paso, con el resto del programa presentado.
Pero sin duda lo mejor de la noche vino con su Wolf (Fußreise y Auf einer Wanderung) y con su Schubert (Memnon y Geheimes) paradigmático en la forma, aunque falto en última instancia de un material más nítido y pleno, capaz de transmitir por sí mismo. De ahí la reflexión que nos hacíamos al comienzo: ¿es posible decirlo todo y convencer únicamente a través de la forma, mediante el puro dominio del estilo? No faltaron sonidos imperfectos en estas piezas de Wolf y Schubert, y sin embargo Hampson consiguió crear el espejismo de que podía comunicarnos todo gracias a ese afinado dominio del arte del lied.
Así las cosas, el concierto llegaba a su apogeo precisamente con las propinas. Hasta cuatro piezas más regaló el barítono norteamericano acompañado por la Amsterdam Sinfonietta. Hampson es ya un artista de aquellos que saben más por viejos que por diablos y llegado este punto del concierto hizo todo lo posible por meterse al público en el bolsillo, a base de entrega, sí, y recurriendo a guiños fáciles también. Nada, al comienzo, hacía presagiar un éxito tan rotundo para Hampson, ovacionado sin medias tintas por la sala, de un modo un tanto exagerado, seguramente a causa de ese citado y engañoso espejismo de la forma.
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