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CRÍTICA: THIELEMANN SIGUE EL CAMINO DE KARAJAN TRAS EL 'PARSIFAL' DE SALZBURGO. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
12 de abril de 2013
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TRAS LAS HUELLAS DEL MAESTRO KARAJAN

Parsifal (Wagner). Festival de Pascua de Salzburgo. 1 de abril de 2013


      Las grandes batutas hacen época y convierten determinados eventos musicales en citas obligadas y de histórico recuerdo. Christian Thielemann, recién desembarcado al frente del Festival de Pascua de Salzburgo, va camino de conseguirlo, si es que no lo ha hecho ya. Para su estreno en el foso del Festival escogió representar Parsifal, precisamente el título en el que asistió a su maestro, Herbert von Karajan, allá por 1980, precisamente en este mismo festival. Y el resultado musical, por lo que hace a la labor de Thielemann, ha sido espléndido. Al frente de la Staatskapelle de Dresde, su orquesta, que sustituía a la Filarmónica de Berlín tras 46 años en Salzburgo, Thielemann ofreció una recreación antológica de la partitura wagneriana, con la dosis justa de énfasis, trascendencia y lirismo. Es muy complicado equilibrar las dimensiones teatral y espiritual que se entrelazan en Parsifal hasta confundirse. Y lo cierto es que Thielemann logró que así fuera, con apabullante naturalidad, con la dosis justa de retórica y obteniendo de la Staatskapelle un sonido brillante pero no eufórico, de tintes cobrizos, que sugerían la trascendencia sin agotarla. La formación respondió como un sólo hombre al gesto claro y sentido del maestro Thielemann. Hasta las más grandes orquestas tienen sus titubeos y no seríamos justos sino mencionásemos un par de deslices en las trompas. Peccata minuta, en cualquier caso, visto el derroche de virtuosismo colectivo y concertación que ofrecieron a lo largo de la representación. Algunos momentos del tercer acto fueron dignos de guardarse en la memoria durante mucho tiempo.

     En el rol titular, el tenor sudafricano Johan Botha fue un intérprete decepcionante. Con un instrumento tan valioso y capaz uno no se explica que su desempeño tenga tan poca personalidad, tanta desafección y tanto desapego expresivo. Y no nos referimos ya a su desenvoltura en escena, que es entre escasa y nula, sino a la poquísima variedad que introduce en el fraseo, como si el texto fuera por completo ajeno a su emisión. Con una declamación tan poco incisiva es muy complicado ofrecer algo más que una sucesión de notas bien timbradas a lo largo de la noche. Mención aparte para el hecho de que se perdiera con el texto en un par de ocasiones y que tuviera una entrada en falso en uno de los momentos álgidos de su partitura en el segundo acto. Los cantantes son humanos, conviene recordarlo de vez en cuando, y esos traspiés le pueden pasar a cualquiera. Pero sin duda nos hubieran llamado menos la atención si el resto de su interpretación del personaje protagonista hubiera tenido más altura e implicación. Decepcionante, pues, por conformista, su presencia en el rol titular.
      Michaela Schuster posee un instrumento y unos modos que recuerdan a veces a Waltraud Meier, si bien sin la personalidad tímbrica, la seducción canora y el magnetismo escénico de ésta. Salvando todas las distancias, digamos que bien podría situarse en su estela, en términos de escuela, con un centro cobrizo y un grave guarnecido y terso. Ahora bien, el agudo es mucho más problemático, llegando a la estridencia en los pasajes más comprometidos y expuestos (ese 'und... lachte!' del segundo acto, que fue prácticamente un grito en la voz de Schuster). Con esos medios compuso una Kundry irregular. No terminó de encarnar al personaje herido y doliente que vaga en busca de salvación, casi mendigando ser poseída, y su encarnación se vio lastrada por algunos ademanes histriónicos a nuestro juicio innecesarios. Lo mejor de su recreación, tanto vocal como actoralmente, vino de la mano del 'Ich sah das Kind', mucho más cómoda Schuster con la tesitura central de muchos de esos pasajes, dibujando con buen gusto frases y dinámicas.
      Wolfgang Koch fue sin duda el cante más completo de la noche. Y no lo tuvo fácil, ya que se encargaba de dar voz y vida tanto a Amfortas como a Klingsor. Koch nos había dejado ya buenas impresiones cuando le escuchamos en el pasado, hace unos años, como Pizarro (Fidelio, Múnich, 2011) y como Barak (Die Frau ohne Schatten, Viena, 2012). Generalmente, en nuestros días, son estos dos los roles peor tratados del reparto de cualquier Parsifal, siempre en un segundo plano tras el trío protagonista que conforman Parsifal, Kundry y Gurnemanz. De ahí la grata sorpresa cuando uno de ellos encuentra un intérprete consumado. Y no digamos ya si se trata de los dos, y en manos del mismo cantante. Koch posee los medios de un barítono dramático, capaz de sonar lírico o enfático según corresponda. O lo que es lo mismo: supo transmitir el dolor de Amfortas con la misma solvencia con la que dio rienda suelta a la maquiavélica expresión de Klingsor. Bravísimo, pues, en su doble desempeño, sin señal alguna de fatiga vocal al término de la representación. Koch va a debutar como Wotan este verano en el Festival de Bayreuth. Le auguramos un exitoso desempeño.
      Stephen Milling fue el cantante más ovacionado de la noche, y es cierto que hizo una gran labor, pero quizá no tan excepcional como daban a entender los aplausos. Su voz y su emisión recuerdan, de nuevo salvando todas las distancias, a las del joven Salminen, al que también recuerda Milling por su enorme planta. Vocalmente, el timbre es algo parco en armónicos, con franjas de sonidos ásperos aquí y allá. Y en su fraseo es más la intención que el logro. O por decirlo de otra manera: tiene claro lo que quiere decir pero no posee ni la riqueza tímbrica ni la técnica necesarias para hacerlo con plena solvencia. Y no obstante consigue frases de espléndida factura, pero es evidente su fatiga a lo largo de la función, con el exigentísimo rol de Gurnemnaz, que más de un oyente despacha a menudo, sorprendentemente, considerando que apenas requiere un declamado teatral. Huelga decir que este papel va mucho más allá, por la exigencias musicales de su partitura y porque es, en términos teatrales, el centro sobre el que gira la exposición narrativa de los tres actos de Parsifal. Milling fue un Gurnemanz solvente, con muy buenos momentos, pero queda sin duda por debajo de los dos grandes intérpretes del rol en nuestros días, K. Youn y R. Pape.
      Thielemann requirió personalmente, para esta ópera, la presencia del coro de la Bayerische Staatsoper de Múnich, bajo la dirección de P. Assante. Y no hubo mejor prueba que escuchar su labor conjunta para entender sus motivaciones al respecto. Ayudado además por una disposición escénica que favorecía la riqueza de su emisión y el acabado empaste de su expresión, el coro masculino sonó estremecedor en cada una de sus apariciones. Por su firmeza, por su timbre, por su solvencia técnica... Inconmensurables en el tercer acto. Lo mismo cabe decir del coro femenino e infantil, a la altura sin duda de la cita.
      Dejamos para el final el capítulo más controvertido de estas representaciones: la nueva producción con dirección escénica de Michael Schulz, con escenografía y vestuario de Alexander Polzin y con iluminación de Urs Schönebaum. Su propuesta fue saludada con sonoros abucheos en el estreno y lo cierto es que hay motivos sobrados para tal reacción. No ya porque resulte provocativa, sino porque se antoja irritante en su banalidad y en su confusión. Carece de cualquier hilo conductor que aclare el núcleo de su propuesta sobre una partitura tan densa y rica como la de Parsifal, de resonancias y simbologías casi inagotables. Parece como si Schulz y Polzin quisieran dar cuenta de todo, para finalmente no contarnos nada. Hay sin duda un exceso de ideas y pretensiones, presentadas además con confusión y sin capacidad emotiva alguna, más allá de algunas composiciones plásticas más o menos logradas. Schulz y Polzin desaprovechan, una tras otra, las oportunidades que brinda el libreto (seguramente uno de los más inspirados del, por otra parte, sobrevalorado Wagner, en su labor de libretista). Una propuesta escénica, pues, totalmente fallida. Sorprende sin duda que se escogiera esta producción como complemento escénico al sobresaliente desempeño orquestal de Thielemann y los músicos de Dresde. Esta propuesta, por cierto, es una coproducción con el Teatro Real, al que llegará, se presupone, en la temporada 14/15 o quizá más tarde, en 2016.
      La valoración global de esta nueva edición del Festival de Pascua, bajo la dirección de Thielemann, con muchos más conciertos sinfónicos en su programa acompañando a este Parsifal, es musicalmente muy estimable, brillante incluso, sobre todo por el trabajo intachable y sobresaliente de la Staatskapelle de Dresde. Pero la percepción de conjunto se ve lastrada, en el caso concreto de la representación operística, por algunos altibajos en el reparto y por la fallida propuesta escénica, muy por debajo de lo que una versión musical de este calibre demanda. Curiosamente, lo mismo sucedió allá por 2002, con el último Parsifal escenificado en Salzburgo, en el que fue el adiós de Abbado al festival, tras una década al frente de su foso. También entonces se ovacionó la labor musical de maestro italiano y se abucheó el trabajo escénico firmado por Peter Stein. Seguramente no sea una casualidad. Parsifal es una de las partituras más difíciles de escenificar, hasta tal punto que se puede trazar su trayectoria, desde su estreno, recorriendo la sucesión de sus hitos escénicos. Por el momento, nadie ha igualado en nuestros días la labor de Herheim para Bayreuth. El año próximo Thielemann y su Staatskapelle ofrecerán una Arabella con Fleming y Hampson como centro de la siguiente edición del Festival de Pascua de Salzburgo.

 

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