Por Juan Carlos Justiniano
Madrid. 15-11-16. Festival Internacional de Jazz de Madrid. JAZZMAD 16. The Stanley Clarke Band. Stanley Clarke (bajo eléctrico y contrabajo), Beka Gochiashvili (piano), Michael Mitchell (batería) y Cameron Graves (teclados). Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa. Sala Guirau.
Madrid. Martes 15 de noviembre, un triste martes cualquiera de noviembre. Día 15, quizá un número bonito; una noche algo fría, tampoco mucho. Tiempo ordinario (de verde), ningún santo destacado… Aunque alguna buena noticia sí recibíamos los madrileños: el Festival Internacional de Jazz de Madrid poco a poco se consolida en una ciudad que históricamente ha tratado de manera desigual a estas músicas. De hecho, JAZZMAD, sus conciertos y múltiples actividades paralelas (conferencias, debates, cine, exposiciones, etc.) ya van tomando forma de acontecimiento anual con pocas citas culturales –no sólo musicales– a su altura en la capital. Pero aun así era un martes cualquiera de noviembre. No había nada que especialmente mereciera ser celebrado. Y sin embargo, en Madrid parecía festivo. O al menos se celebró una fiesta. Y se vivió en la Sala Guirau del Fernán Gómez.
The Stanley Clarke Band, la última aventura en formato de cuarteto de quien ha sido y es un verdadero capitán de las cuatro cuerdas, compareció en la capital justo cuando el JAZZMAD 16 cruzaba su ecuador. Con The Stanley Clarke Band, el bajista sigue en su onda, que realmente son todas y que engloban desde la música brasileña al funk, el rock e incluso el swing más ortodoxo. Se trata de un jazz fusión, eléctrico, que debe mucho a la legendaria asociación con Chick Corea (entre otros) en ese laboratorio de experimentación sonora, tímbrica e instrumental que fue Return To Forever. Pero eso fue en los setenta, ahora Clarke se rodea de un jovencísimo trío que aparentemente lo acompaña aunque realmente lo engrandece y, sobre todo, lo rejuvenece. El cuarteto presentó un set list no muy extenso pero sí prolijo en arte: dos horas de música, dos horas de gestos de complicidad, camaradería, risas y carcajadas. Una verdadera celebración de la vida en una sala abarrotada de amigos. A eso lo llaman fiesta. ¿O no?
Sonaron algunas páginas registradas en los dos álbumes firmados por la nueva «Stanley Clark Band» desde que echara a andar en 2010 –Stanley Clarke Band (Heads Up, 2010) y Up (Mack Avenue, 2004)–, junto a viejas melodías del haber del de Filadelfia. Una revisitación de «Brazilian Love Affair» de George Duke, «Goodbye Pork Pie Hat», un homenaje póstumo de Mingus a Lester Young, o el legendario «No Mistery» dieron muestra, en definitiva, de que la música de Clarke tiene tanta épica como vitalidad y que rezuma, si cabe, un mayor voltaje cuando la practica junto a tres veinteañeros. Así, todo estaba dispuesto para que finalmente el cuarteto estallara en ebullición. La fiesta se volvió atronadora a la llamada de un riff diabólico ¬marca Return To Forever¬ que jalonaba una progresión armónica sencillísima y, precisamente por eso, tan efectiva como para soportar una espectacular sucesión de coros a solo, a dos, a tres, a cuatro…
En lo que tuvo mucho de jam session, el rondo se iba desatando por momentos. Y en ese punto cada músico asumió plenamente un rol –o varios–: el baterista Michael Mitchell, presentado como Black Dynamite, jugó a ser eso: pura dinamita, salvajismo y energía desaforada. Mientras, el jazz lo ponía Beka Gochiasvili al piano, un georgiano de veinte años (¡!) con la agilidad de Oscar Peterson y la imaginación inagotable de su mentor el maestro Chick Corea. Por su parte, Cameron Graves dirigiendo varios pianos eléctricos aportó esa mezcla de tribalismo y futurismo, de mesianismo iconoclasta que practica en proyectos como el de Kamasi Washington. Y entre tanto Clarke tan sólo dirigía la fiesta desde su banqueta, sentado, realizando con plena naturalidad lo imposible con las cuatro cuerdas. El virtuosimo de éste no sólo se construye desde una digitación inalcanzable y ese vibrato inconfundible (que traslada del bajo eléctrico al contrabajo sin prejuicios); el idioma del de Filadelfia tiene a su vez mucho de coreográfico porque el instrumento requiere ser danzado para arrancarle ese slap, porque sólo con mimos y caricias florecen tan nítidamente según qué armónicos.
Y sin embargo, Clarke todo lo hace fácil y sencillo: la más insospechada cabriola queda resuelta con una simple sonrisa que dedica tanto al público como a sus compañeros, los mismos a los que no deja de provocar. Y precisamente en ese gesto se sintetiza su generosidad y bondad como líder para con sus jóvenes (pero apabullantemente maduros) adjuntos. Así, quien lo ha sido todo dio el relevo sobre el escenario a una nueva generación de talentos musicales en un encuentro desigual en edad pero igualitario en protagonismo y visibilidad. Lo mejor para el público madrileño es que el acto devino en una celebración que llegó a alcanzar cotas de sublimación, de absoluta exaltación hedonista. Porque en eso se resumió todo, en cuatro muchachos (incluyendo en esta categoría al propio Clarke) pasándoselo en grande y poniendo en pie a la Guirau al completo. Hubo risas, baile y diversión arriba y abajo del escenario. Pero aun así era un martes cualquiera de noviembre. Y sin embargo, en Madrid parecía festivo. O al menos se celebró una fiesta. ¿No notaron su latido?
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