Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. 6-III-2020. Auditorio Nacional de Música. Ciclo de La Filarmónica [Ibercamera]. Richard Strauss: Muerte y transfiguración, op. 24. Mahler, Sinfonía nº 1 en re mayor. Orquesta Sinfónica SWR Stuttgart. Teodor Currentzis, Director.
El gran éxito de taquilla, casi lleno, que vimos el pasado jueves en la sala sinfónica del auditorio de Madrid se debe en parte al medido y llamativo abono de La Sociedad Filarmónica, pero en gran parte al imparable fenómeno mediático que constituye el famoso director Teodor Currentzis. Si hay que ser sinceros, todo este «ruido» que se levanta cuando se presenta en una ciudad lo ha fabricado enteramente él. Desde que le escuché por primera vez en el Teatro Real hace casi 10 años ha ido incrementando su fama y hazañas de manera exponencial (la éjira a la ópera de Perm y su reconocimiento internacional, su descubrimiento por el iluminado intendente Mortier, la creación de una nueva agrupación musical, y finalmente la titularidad de una gran orquesta alemana).
Uno de los motivos de ir a este concierto era la curiosidad de volver a verle y desentrañar el mito inmediato, incluso entre los influencers y famosos, que no pertenecen al mundo de los aficionados a la música, pues esta sociedad está deseando tener nuevos becerros de oro cada cierto tiempo, sólo hay que encender la televisión y ver: Teo Currentzis da la medida… Por otro lado, está la pura necesidad del aficionado de disfrutar del imponente sonido, seriedad estilística, y abrumadora técnica de la Orquesta Sinfónica de la Radio del Sudoeste, fusionada hace casi 10 años con la otra poderosa formación del Estado de Baden Würtemberg, la orquesta de Radio de Baden- Freiburg. Nombres de leyenda cómo Hans Rosbaud, Sergiu Celibidache, o recientemente Eliahu Inbal están vinculados a la orquesta. Desde luego el concierto era muy atractivo y el público acudió en masa ilusionado.
La sesión presentaba un programa ecléctico de música alemana tardo-romántica; Strauss y Mahler, nada menos. Autores casi sacros del final del gran XIX, que a cualquier director tiene que imponer, pero también emocionar poder interpretar, una ocasión para lucirse, y en caso de una gran batuta para brindar a su orquesta un gran éxito. Por otro lado, las obras en atril, a penas se llevan seis meses en sus respectivos estrenos en los años de 1889 y 90, y comparten una tonalidad también demiúrgica en el siglo: re mayor. Son autores que por los medios requeridos, y las emociones vertidas en su música provocan en el aficionado una euforia irrefrenable que conviene medir y regular con criterio artístico y respeto estilístico. Strauss no es Wagner, ni Mahler es Tchaikovsky, dicho esto, a base de sonido, no vale todo sólo por el hecho de que al público le vaya a gustar y epatar. Algo de esto experimentamos en la esquizofrénica sesión «currentziana».
En la primer parte se pudo disfrutar de un poema sinfónico, Muerte y transfiguración, razonablemente bien interpretado y olímpicamente ejecutado. Sonido y texturas, especialmente de las cuerdas y metales alquitaran la obra straussiana para obtener un clima de ansiedad y zozobra. Como es sabido, se narran las últimas horas de un enfermo antes de la expiración y el tránsito a otro nuevo y maravilloso mundo espiritual, dominado por la tonalidad final de re mayor. El tempo, cómo es típico en el estilo del joven director griego, bastante descontextualizado, fue muy amplio, lo que el carácter ciertamente libre y programático de la obra apoya bastante bien. Hubo exhibición sonora en la disección de planos durante la primera parte en los recuerdos del enfermo, y autoafirmación de cuerdas y metales en la transición de la obra, ofreciendo un lecho sonoro ancho y denso para sostener las tensiones que habían de venir. Al final el joven director preparó la enorme progresión sonora hacia el clímax transfigurador con esmero, paciencia y técnica de orfebre, engarzando cada perla, y enjaezando el poderío sonoro de esta obra maestra.
Y sin embargo, otro axioma de la música de gran compositor bávaro, es su absoluta precisión de genio y su exigencia de belleza sonora. En estos otros preceptos no hubo resultados favorables; el sonido fue muy a menudo masivo y abrumador, y la precisión de estilo mejorable (como por ejemplo, en la gran afirmación central de la obra, donde una aceleración caprichosa, y una gruesa falta de transición estropeo el íntimo momento del paso al otro mundo). De todos modos, un servidor «padeció» con el lentísimo estertor, se sobrecogió con las convulsiones de las grandes síncopas en fortísimo, y se emocionó sinceramente con la irresistible progresión sonora de terceras y cuartas mayores que la orquesta desgranó con temple y profesionalidad envidiables.
El Dr. Currentzis ya conoce perfectamente a su orquesta, y mientras dirige tiene la mirada eléctrica, está muy cerca, con cada familia en cada entrada, refuerza a los primeros atriles en sus pasajes virtuosos, en definitiva dirige con entrega y pasión. No obstante, también vamos al análisis desde otro punto de vista. Teodor es un joven director que también ha percibido que el fenómeno mediático se alimenta de gestualidad, aunque muchas veces esté vacía. ¿Qué sentido tiene trabajar con 80 músicos vestidos de etiqueta, mientras el director viste ropa cómoda de ensayo, leggins y botas militares con cordones rojos? ¿Cómo un director con una buena técnica expresiva y de dirección acaba transformándose en el podio? haciendo figuras desquiciadas como el simio que agita los brazos, o el caudillo Alexander Nevsky, interpretado por Nicolay Cherkasov en el apogeo del cine mudo ¿Por qué cambiar el tempo sin excepción y en figuras concretas y famosas frases del gran repertorio? ¿Qué motivo te lleva a experimentar «en el laboratorio» con obras maestras, públicos entregados, y orquestas prestigiosas? Pues por lo que estamos todos pensando: llamar la atención, mantener el foco, para diferenciarse y alimentar un ego interminable. El problema es que de los conciertos del maestro Currentzis con estos o aquellos autores, o la orquesta nueva o excelente, en esta o aquella ciudad, únicamente queda siempre un solo recuerdo: el Show de Mr. Teo.
Todo eso fue lo que pudimos sentir en la segunda parte con la perfomance de la Sinfonía en re mayor «Titán» de Mahler. Tras el subidón de adrenalina inicial, la segunda parte no podía ser menos y attacca súbito sobre los aplausos de público que le recibe, también sin dejar saludar a la orquesta. Otro gesto, otro más para Teo. Supongo que su Twitter estará ardiendo justo después de cada concierto. Lo importante ya no es decir, sino decir que lo has dicho.... Aquellos legendarios directores que fueron polémicos en su tiempo; Mahler, Celibidache, o Sinópoli eran excéntricos sí, pero no se giraban inmediatamente a continuación para ver qué efecto había producido su enésimo comentario o actitud; eran auténticos y además revestidos de conocimientos, estilo y genio.
Se echaron de menos verdaderas transiciones orquestales y sobraron intervenciones más fallonas que en la obra straussiana tocada anteriormente. La exposición temática de las maderas empezó a parecer caprichosa de tempo, y falta de verdadera acentuación, e intenciones en cada modulación. Frenaba los metales y aceleraba sin motivo a las maderas. Toda la sinfonía se puede resumir simplemente en una variada descarga emocional reestructurada en función de las necesidades del director; sin coherencia, ni vertebración alguna, grotesca y desmadrada, donde la belleza sonora no tiene cabida. Decididamente fue contra todas las respiraciones de la obra e incluso forzó a su orquesta, hasta el punto de hacerlos fallar. Sólo los efectos citados presidieron el primer movimiento que concluyó en un galimatías danzarín, pero a fe que de nobleza y carácter heroico no hubo nada.
En el Scherzo (Mahler indica …movido pero no demasiado rápido) la orquesta y su director exhibieron sin duda el consabido virtuosismo orquestal, pero con ataques brutos y sin sentido, con algún acento contrario al fraseo natural para llamar la atención como un niño enfadado, con su ballet de esperadas e histriónica variaciones. El vals y trío del Scherzo no tuvieron aroma ni clase, no hubo ningún recuerdo vienés, pero seguro que fue lo mejor de una sinfonía desquiciada y psicópata. En el misterioso lento del tercer movimiento, sobre el famoso tema Frere Jacques justo cuando debía ser histriónico y con resonancias raciales, mantuvo el tempo de manera firme y cadenciosa. Sin embargo, usó unos deplorables portamentos para «dar lástima» antes de una desordenada reexposición de la marcha alla húngara, perdiendo ya adornos y categoría. Nos sorprende con cierto camerismo y recreación de ambiente romántico en el segundo trío, pero tan caído y sin tensión, que no se podría entender como el material de una sinfonía alemana. El insoportable amaneramiento de algunas soluciones rítmicas hacen imposible disfrutar del elemento centroeuropeo tan sutil y querido en su fraseo.
Llegados a este punto los de Stuttgart estaban dispuestos a lo que fuese por salvar la errática sinfonía, y tiraron de poderío sonoro y credenciales virtuosas. Al menos, en este movimiento, Teo nos permitió disfrutar del tempo Mahleriano para el Tormentoso, y la centuria puso toda la carne en el asador para sostener el tempo que se iba solicitando, siempre al límite, con riesgo de perder la perspectiva y el fraseo. De nuevo otra jugarreta del director fue para el material de Blumine, cita bellísima de un material descartado por Mahler ahora adagio inopinado y de romanticismo desaforado. (¡Que poco conocimiento de esta obra demuestra el director Griego!) Por último, cuando Mahler suelta a la fiera, y pide novedosos y tremendos efectos en la coda, ahora justificados en la exaltación de la figura heroica, ya no hay suficiente contraste, ni fuerzas, ni Currentzis consigue subir la dinámica al punto de paroxismo esencial. Por cierto, el efecto de las trompas arriba en la gran llamada final la pide Mahler, no Mr. Teo, es un aviso para navegantes.
De justicia es reconocer que el concierto acabo con un reconocimiento absoluto y enardecidas ovaciones del público y de la orquesta al joven maestro Teodor Currentzis. Este último es el éxito más deseado por un director, el «pateo” de una orquesta alemana a su labor rectora. Está claro que todos le adoran, y los que no, somos una ruidosa minoría.
La conclusión que yo saqué es que no reconocí a Mahler, ni a sus bellísimos temas liederísticos, o su inefable estilo de sinfonista; sólo vi a un tipo que agiganta su fama a costa de lo que sea, una pena de director, lleno de posibilidades y potencial musical, malográndose y devorado por ese Mr. Teo ávido de clics y foco. Tal vez, una lamentable transposición de nuestra sociedad mediática y global.
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