El Teatro del Liceo de Barcelona programa La flauta mágica [Die zauberflöte] de Mozart bajo al dirección musical de Gustavo Dudamel y escénica de David McVicar
Cuando la ópera alza el vuelo
Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 20-VI-2022 / 2-VII-2022. Wolfgang Amadeus Mozart: La flauta mágica -Die Zauberflöte. Stephen Milling (Sarastro); Javier Camarena / Julien Behr (Tamino); Matthias Goerne (Orador); Albert Casals y David Lagares (Sacerdotes/Hombres de armas); Kathryn Lewek / Sara Blanch (Reina de la noche); Lucy Crowe / Serena Sáenz (Pamina); Berna Perles (Primera dama); Gemma Coma-Alabert (Segunda dama); Marta Infant (Tercera dama); Mercedes Gancedo (Papagena); Thomas Oliemans / Joan Martín-Royo (Papageno); Roger Padullés (Monostatos); Núria Vives, Júlia Salamero, Adriana Berruezo, Kiani-Meron Vilar, Julia Carreño y Anna Blanc (Tres niños). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Gustavo Dudamel. Dirección coral: Pablo Assante. Dirección escénica: David McVicar.
La música de Mozart es feliz, aunque esa es una afirmación boba, pero uno siente que puede chapotear en ese lugar común romántico sin perder la nobleza, sin romper el hilo con la verdad. Así que lo repito, la música de Mozart es feliz y lo es quizás porque Mozart es el genio que no duda ni vacila ni divaga, que escribe sin emborronar el papel, que improvisa la forma definitiva, que crea de un solo aliento. Patraña romántica otra vez, si se quiere, ¿pero no pecamos todos de esa superstición ante la música de Mozart?
En Die Zauberflöte, cuando las tres damas de la Reina de la noche le cuentan a Tamino los poderes de la flauta que acaban de darle, todos, incluido Papageno, cantan admirados: «Oh, una flauta como esta vale más que todo el oro y todas las coronas, pues con ella se incrementa la dicha y felicidad de los hombres». Yo no sé qué vale todo el oro, pues me es ajeno y le soy reacio, ni tampoco todas las coronas, ya que en mi cabeza solo he posado la del roscón de Reyes, y no todos los años, pero sí sé que esta flauta ha traído la dicha y la felicidad al Liceu y a su público, que ha abarrotado el teatro en cada una de las funciones. En otras palabras, estas funciones liceístas de Die Zauberflöte nos han reunido a todos, de nuevo, en aquella buena superstición: la música de Mozart es feliz.
Ahora bien, afirmado el mito, habrá que pasar al logos, porque esta temporada Mozart había frecuentado ya el teatro barcelonés sin despertar el mismo entusiasmo. Marc Minkowski y el director de escena Ivan Alexandre trajeron al Liceu su propuesta para la trilogía de Da Ponte y se granjearon un olvido inmediato entre la mayor parte de quienes asistieron a aquellas funciones. Por tanto, la felicidad mozartiana no es exactamente una pura inmanencia, sino que hay que labrarla, esto es, que requiere de artífices, y los previstos para esta Flauta mágica no habían levantado pocas expectativas. En el plano más estrictamente mediático, dos debuts en la ópera de Mozart jalonaban, de antemano, estas funciones: el de Gustavo Dudamel y el de Javier Camarena, y si bien quien escribe suele aguardar al final para comentar el trabajo del director musical, esta ocasión amerita quizás lo contrario.
No hay que confundir las cosas. De la interpretación de Dudamel se puede decir mucho y muy distinto, y no falta quien la ha acusado de efectista, de puntualmente ruidosa y, en definitiva, de poco fiel al estilo mozartiano. Ahora bien, en esta tercera ocasión en el foso del teatro barcelonés, el maestro venezolano ha vuelto a demostrar que es un verdadero revulsivo para la orquesta del Liceu, que responde con contagioso entusiasmo a esta batuta. Desde la obertura, la orquesta sonó con alegría, brío y vigor inusitados, cuando suele pecar de lo contrario, esto es, de un sonido adelgazado y de una actitud más bien desidiosa. A ese tenor, uno se pregunta hasta qué punto la orquesta del Liceu no es reprimida por tantos directores que parecen obcecarse en subordinarla acaso a presuntas exigencias de parte del escenario, quién sabe si de cantantes que temen no ser oídos en una de las salas operísticas más grandes de Europa. Lo único cierto es que, bajo la batuta de Dudamel, la orquesta suena sin constreñimiento, y eso se nota en un sonido recio por parte de todas las secciones, sin que ello suponga ahogar a los cantantes. Con ese cuerpo sonoro, el maestro venezolano supo imprimir relieve y dinamismo a su interpretación de la partitura, moldeando un Mozart enérgico, nervioso, pero ello sin menoscabo de la precisión, de la atención por las líneas solistas y su clara definición, y justo es añadir que en esto último contó, el director, con la complicidad de unos músicos especialmente inspirados, como es el caso del solista de flauta Albert Mora. A todo ello, debe sumarse el cuidado del maestro en el acompañamiento a los cantantes, de lo que fue buena muestra la celebérrima parte de la Reina de la noche en el segundo acto, «Der Hölle Rache», aunque en ello me detendré más adelante.
En suma, el debut de Dudamel en Die Zauberflöte solo puede definirse como un triunfo, y no solo en lo musical, sino acaso más en lo que supone para el Liceu, esto es, en el efecto galvánico que tiene el maestro venezolano en el teatro barcelonés. Reconocer esto no implica, por cierto, desmerecer el trabajo del maestro titular, Josep Pons, cuyo buen hacer ha afianzado, al cabo de los años, una orquesta de calidad remarcable. Ahora bien, esa misma orquesta, con Dudamel, combustiona y levanta el vuelo, y eso es extraordinario y primordial, porque el cantante más rutilante puede, sí, encender el escenario, pero la llama se apaga cuando se va; en cambio, cuando la llama prende en el foso, es el teatro el que se enciende, pues la orquesta sí es el teatro y, así, la luz puede permanecer. Solo cabe desear que este idilio de Dudamel con el Liceu se alargue y se consolide.
Sin embargo, el triunfo de Dudamel no habría sido posible sin la participación de un notabilísimo elenco de cantantes bifurcado en dos repartos alternativos, uno de marcado acento internacional y otro formado casi completamente por cantantes españoles. Para la función inaugural, el teatro optó previsiblemente por el reparto internacional, en el que figuraba el otro gran reclamo mediático de estas funciones, esto es, Javier Camarena en su debut como Tamino.
Al margen del inoportuno contagio de COVID que le impidió cantar en varias de sus funciones, lo cierto es que el tenor mexicano no terminó de encontrarse cómodo en el rol mozartiano, y no por problemas vocales. La voz de Camarena, en efecto, volvió a llenar la sala de manera insólitamente generosa para tratarse de un tenor lírico-ligero. Su timbre no dio muestras de desgaste, antes bien de conservada frescura. Sin embargo, la acostumbrada calidez y el canto expansivo y arrebatado que distinguen a Camarena en el repertorio rossiniano y, en términos generales, belcantista, se trocó aquí en cierta frialdad general. Una frialdad que se tradujo también en su actuación escénica, siempre ligeramente distante. Acaso un temperamento como el de Camarena se encuentre encorsetado en el estilo como el mozartiano, que requiere siempre mesura y comedimiento, especialmente en los roles de tenor. Esto se evidenció en el gran momento solista del primer acto, «Dies bildnis ist bezaubernd schön», donde Camarena dio muestras de incomodidad en esa tesitura típicamente mozartiana, en la que la voz apenas sale de la zona de paso, es decir, una zona por encima del registro central, pero sin llegar a desembocar en el agudo liberador. Ese constreñimiento puntual terminó definiendo, en cierta medida, al Tamino de Camarena, que, sin ser deficiente –ni mucho menos– y sin dejar de ofrecer momentos bellos, no terminó, sin embargo, de satisfacer la expectativa.
Al lado del Tamino de Camarena, estuvo la deliciosa Pamina de Lucy Crowe. La soprano inglesa completó, sin duda, la mejor actuación del reparto inaugural, con una voz bellísima, de timbre mórbido y proyección generosa. Algunos sonidos fijos típicos de la escuela inglesa rasguearon la actuación de Crowe, que transitó siempre por una línea elegante en el fraseo y que tuvo su momento culminante en el segundo acto con un «Ach, ich fühl’s» justamente ovacionado, como también merecido aplauso se llevó Kathryn Lewek como Reina de la noche, al término de su gran intervención del segundo acto, «Der Hölle Rache», si bien la soprano norteamericana pasó algún que otro apuro en los marcados sobreagudos. De todos modos, Lewek completó una actuación muy notable, especialmente porque su timbre denso y de cierta oscuridad aportó un carácter idóneo a la Reina de la noche, rol complejo porque su tesitura terriblemente exigente en la zona aguda debe congraciarse con la condición solemne de madre y de reina, que Lewek supo transmitir vocalmente, alejándose, así, de las acostumbradas interpretaciones que inciden en una vertiente estridente del personaje.
Thomas Oliemans fue el encargado de encarnar, en el reparto inaugural, el rol de Papageno, verdadero personaje principal y alma de la ópera. Ligeramente descoordinado con la orquesta desde su entrada y con una voz sin demasiado interés en ningún aspecto, Oliemans completó una actuación solo convincente en lo meramente escénico, donde el barítono neerlandés sí logró la complicidad del público. Esa única contribución le valió a Oliemans para no desentonar, en la medida en que el de Papageno es un rol eminentemente teatral, más que vocal. Sin embargo, y a fin de cuentas, cabe preguntarse con qué criterio se eligió a un cantante como Oliemans para fomar parte del reparto inaugural.
Según la previsión, el experimentado Stephen Milling había de asumir la parte de Sarastro en todas las funciones, algo completamente inexplicable debido a la exigencia de un rol que en ningún caso es menor. Finalmente, una puntual –y sospechosa– indisposición privó a Milling de cumplir esa temeridad, pues hubo de ser substituido por el barítono Nicolas Testé en tres funciones. Al margen, sin embargo, de esta incidencia, el bajo danés ofreció un Sarastro provisto de la necesaria solemnidad, sostenida mediante una presencia escénica físicamente imponente y, más allá de eso, en una voz de centro amplio. No obstante, Milling adoleció de un registro grave carente de la rotundidad de los Sarastro de referencia, lo cual siempre desmerece en un rol que merodea con insistencia en la tesitura más cavernosa, si bien, como he dicho ya, la solemnidad llegó por otros cauces.
Más allá de opiniones y preferencias, si se puede afirmar categóricamente algo sobre el reparto segundo, es que fue mucho más equilibrado, y quien firma estas líneas añadiría sin vacilar que fue mejor y, por ende, que mereció haber sido el de la función inaugural, pues pocas veces se reúne sobre las tablas a un elenco tan homogéneo en lo excelso, en el que cada integrante parece en estado de gracia.
Sara Blanch fue una Reina de la noche sin mácula, sobrada técnicamente ante las extremas dificultades puntuales del rol e incontestablemente convincente en lo escénico. Si bien la de Blanch no es una voz de gran proyección, lo cierto es que la soprano catalana suplió esa limitación con un fraseo incisivo, mordiente, e imprimiendo a su timbre una oscuridad que en ningún momento pareció artificiosa, sino siempre espontánea y orgánica. En cada intervención, Blanch robó la escena adueñándose de su personaje en todos los aspectos imaginables. En el esperado «Der Hölle Rache», Blanch contó con la cuidadosa complicidad de Dudamel, que, en lugar de entregarse a un tempo frenético, mantuvo siempre las riendas bien sujetas y supo dejar sabiamente espacio a Blanch para completar una interpretación soberbia que, naturalmente, desató una enorme ovación del público.
La temible Reina de la noche de Blanch contó con una Pamina acaso más extraordinaria en la voz y encarnación de Serena Sáenz. Si Lucy Crowe había dejado el listón bien alto en el primer reparto, lo cierto es que Sáenz no tuvo nada que envidiarle, sino más bien al contrario. La de Sáenz es una voz que con los años ha ganado un cuerpo considerable y, como Pamina, la soprano barcelonesa fue un dechado de virtudes: proyección generosa, timbre homogéneo y sin estridencias, fraseo elegante y musicalísimo, y todo ello aunado con una presencia escénica magnética que supo expresar el candor del personaje. Mágicamente conmovedor fue su «Ach, ich fühl’s» y, por supuesto, flamígeras las escenas que con Sara Blanch.
Joan Martín-Royo no encarnó a Papageno. Fue Papageno. Pocos cantantes conocerán tanto este rol emblemático como el barítono barcelonés, quien mediante un sinfín de producciones, se ha adueñado de todos los recovecos del personaje. Con una voz de atractivo timbre, una emisión siempre sólida y una línea sin descuido, Martín-Royo hizo una absoluta creación del entrañable pajarero, construida desde la honestidad y con una gracia espontánea que rehúye cualquier atisbo de histrionismo. El barítono catalán conmueve porque no imposta nada, no echa mano de infantilismos. Su Papageno, alegre y jovial, es humano, esencialmente humano y ¿qué más se puede decir? Pues que Martín-Royo ha entendido de veras el personaje, o eso es lo que todos nos creemos al verle en escena, y eso es lo que cuenta. Ningún momento agarró más fuertemente los corazones del público que el de este Papageno poniéndose una soga al cuello. Ningún momento fue más arrebatadoramente feliz que el de este Papageno desechando la soga al encontrar, por fin, la compañía de su Papagena.
Al lado de las formidables actuaciones de Blanch, Sáenz y Martín-Royo, no sorprende que el Tamino de Julien Behr quedara empalidecido. Aunque sin fisuras técnicas y siempre dentro los cauces del estilo mozartiano, el francés mostró una voz de proyección suficiente, pero limitada, y con un timbre no especialmente cálido, sin carecer de atractivo.
El encuentro definitivo de Papageno con su Papagena habría sido menos feliz, de no ser por la creación de Mercedes Gancedo. La soprano argentina, afincada en Barcelona desde hace años, revolucionó el escenario en cada una de sus breves y puntuales intervenciones con un derroche de vitalidad y efervescente comicidad. Difícilmente se le puede sacar más partido a un rol como el de Papagena y cabe esperar que a Gancedo se le ofrezcan ocasiones donde demostrar más holgadamente sus virtudes propiamente vocales, que no son pocas.
Mención especial merecen las tres damas encarnadas respectivamente por Berna Perles, Gemma Coma-Alabert y Marta Infant, tres voces que se compactaron estupendamente y tres cantantes que exhibieron seguridad y solvencia vocal indiscutible, aunada a un desempaño escénico impetuosamente dinámico.
A modo de estrella invitada, el prestigioso Matthias Goerne asumió el breve papel de Orador en casi todas las funciones y, efectivamente, en las dos aquí comentadas. Naturalmente, un cantante como Goerne está muy por encima de las exigencias de este rol, de manera que su participación testimonial en esta Flauta mágica fue un exotismo bienvenido.
Roger Padullés, por su parte, encarnó en todas las funciones a Monostatos con plena solvencia técnica y escénica, y lo mismo puede apuntarse con respecto a todos los demás comprimarios, si bien justo es destacar la intervención encomiablemente afinada de Núria Vives, Júlia Salamero, Adriana Berruezo, Kiani-Meron Vilar, Julia Carreño y Anna Blanc, quienes se turnaron como los tres niños que guían el camino de Tamino y Papageno y completaron, así, el reparto, en términos generales, afortunadísimo, de esta Die zauberflöte presentada con la sobradamente conocida producción de David McVicar, que una vez más –y ya van unos cuentos años desde su estreno en la Royal Opera House – ha vuelto a probar su encanto visual, suntuoso y delicado, y que muy gratamente rehúye la tendencia de tantas propuestas escénicas a infantilizar la ópera de Mozart.
En definitiva, funciones como estas son las que justifican un teatro como el Liceu. Esta es la ópera que tiene interés y sentido. Esta es la ópera que alza el vuelo.
Fotos: David Ruano / Teatro del Liceo de Barcelona
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