Por Alejandro Martínez
20/04/14 Berlín. Staatsoper im Schiller Theater. Wagner: Tannhäuser. Peter Seiffert, Ann Petersen, Peter Mattei, Marina Prudenskaya, René Pape y otros. Daniel Barenboim, dir. musical. Sasha Waltz, dir. de escena.
Como cabía esperar, nos volvimos a encontrar ante un Wagner memorable en Berlín a las órdenes de Daniel Barenboim, quien se asienta sin duda como la batuta wagneriana más importante de los últimos decenios, a la par del gran Thielemann. Ya hemos hablado en varias ocasiones en estas páginas de su dirección al frente de partituras wagnerianas, por ejemplo con sendas Walkirias en Berlín y en los Proms londinenses. Lo mismo cabría decir sobre un anterior Parsifal que le escuchamos en Berlín, en 2010, todavía en la sede de Unter den Linden, también sobre un inolvidable Tristan en el Schiller Theater en marzo de 2012, o asimismo sobre el magnífico Lohengrin que dirigió en la Scala en diciembre de 2012. Un Wagner memorable, se mire como se mire. Sobre todo porque Barenboim ha conseguido una comunicación histórica con su Staatskapelle berlinesa, a la que puede demandarlo todo sabedor de que la respuesta será siempre satisfactoria. Quizá en esta ocasión la dirección de Barenboim fue más marcial que voluptuosa, quizá porque no sea una de las partituras wagnerianas con las que ha guardado una proximidad menos constante (la última vez que la dirigió en Berlín fue en 1999, todavía en la producción de Harry Kupfer). Sea como fuere, cabe concluir que Berlín se ha convertido gracias a Barenboim, al frente de la Staatsoper, en una de las capitales de referencia en la interpretación de las partituras wagnerianas. No en vano, durante estas funciones del Festtage berlinés se facilitaba al público un pequeño díptico reseñando la constante programación de títulos wagnerianos en la Staatsoper durante la intendencia musical de Barenboim, que comenzó allí en 1992.
En términos vocales podemos decir que hubo de todo, como en botica. Comenzando por el protagonista, Peter Seiffert, del que sólo cabe decir que es formidable comprobar que es capaz de seguir cantando con una entrega y un nivel vocal de los que hacen época. Su instrumento acusa el cansancio de tantos años con un repertorio tan exigente a sus espaldas, es obvio, pero cuando Seiffert tiene el día bueno, o buenísimo como fue el caso de la tarde berlinesa que nos ocupa, es capaz de alcanzar cotas de wagneriano histórico. Su Tannhäuser fue mejor si cabe que el que le pudimos escuchar hace dos años en la Staatsoper vienesa. Es un papel al que tiene cogida la medida de principio a fin, sabiendo dosificarse para bordar no sólo el primer acto, sino por encima de todo la sobrecogedora intervención del tercer acto, el brillantísimo “Inbrunst im Herzen”. Junto a su extraordinaria labor, cabe reseñar sobre todo el Wolfram de Peter Mattei, toda una grata sorpresa. Muy ligado al Met, no es un barítono habitual en los teatros europeos, y lo cierto es que firmó un Wolfram intachable por línea, dicción y solvencia actoral, haciendo gala de un espléndido material, homogéneo, redondo, bien timbrado y regulado a placer. Tanto su iarga intervención del segundo acto (Blick ich umher) como el bellísimo O du mein Holder Abendstern del tercer acto fueron dos de los momentos álgidos de la reprsentación. Bravísimo. Fue sin duda el más ovacionado de la noche, con diferencia.
También firmó un buen trabajo Marina Prudenskaya como Venus. El material es de importancia y se ajustaba como un guante a las exigencias de esta parte. Al margen de algún sonido más ácido arriba, firmó una Venus muy completa, seductora, arrebatada, y con derroche de medios cuando la partitura lo exigía. En contraste, nos decepcionó Ann Petersen como Elisabeth, reemplazando desde hacía semanas a la soprano anunciada en origen, la tan sobrevalorada Poplavskaya. Petersen no incurrió en desastre vocal alguno, pero se mostró anónima y genérica de principio a fin, con un agudo mate y atrasado y un grave desguarnecido y pobre. Lo cierto es que le falta mucho, por material, técnica y personalidad, para ser una gran wagneriana. Como cabía esperar, René Pape resultó todo un lujo en la piel del Landgraf Hermann. Estimable trabajo también de Peter Sonn como Walther.
Sobre la producción de Sasha Waltz conviene indicar un par de anotaciones previas. Por un lado, Waltz es una coreógrafa y bailarina, y no una directora de escena propiamente dicha, si bien ya había realizado numerosas incursiones anteriores en esta faceta, destacando sobre todo su conocido trabajo para Dido y Eneas de Purcell. Por otro lado, Barenboim se encargó personalmente de que Waltz se ocupase de este Tannhäuser, en una maniobra para reivindicar un mayor apoyo institucional a las artes escénicas, ya que Waltz había visto disminuir drásticamente el respaldo público a su compañía de danza. Con estas dos salvedades hechas, lo cierto es que el trabajo de Waltz para este Tannhäuser no termina de levantar el vuelo, pivotando en demasía sobre el lenguaje de la danza y haciendo muy poco por el trabajo teatral propiamente dicho. Una veintena de bailarines se disponen en escena casi en todo momento, durante la representación. En cierto sentido, este despliegue coreográfico termina resumiéndose en una sucesión constante de aspavientos que saturan la retina del espectador sin conseguir comunicar demasiado. No distraen, no molestan, pero sobre todo no comunican como debieran. La retina de quien firma estas líneas se reconoce poco sensible al lenguaje coreográfico, todo sea dicho, pero lo cierto es que lo que en un principio parecía prometer un sugerente desarrollo corporal y gestual del libreto y las inflexiones de la partitura, termino por ser una suerte de espectáculo paralelo, irregularmente encabalgado con la música. La propia Waltz es responsable de la escenografía, que en el primer acto sorprende con una suerte de gigantesco ojo, como el que preside la cabecera de las películas de James Bond. Es, seguramente, el acto que mejor funciona porque la coreografía traslada una recreación más o menos atractiva del Venusberg, aunque la ocurrencia del ojo en cuestión se agota pronto. Los dos siguientes actos adolecen de una escenografía casi inexistente, por solvente que sea la iluminación de David Finn. Waltz se diría en conjunto mucho más preocupada por la coreografía que por todo lo demás, y eso se advirtió de principio a fin.
Foto: Staatsoper Berlín
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