Por Alejandro Martínez
22/11/2014 Viena: Wiener Staatsoper. Wagner: Tannhäuser. Robert Dean Smith, Camilla Nylund, Christian Gerhaher, Iréne Theorin, Kwanchoul Youn. Peter Schneider, dir. musical. Claus Guth, dir. de escena.
Se reponía en la Staatsoper de Viena la producción de Tannhäuser que Claus Guth elaborase hace algunos años y que se viene reponiendo prácticamente cada temporada. De hecho, ya habíamos visto este trabajo en 2011, con Seiffert, Schnitzer, Tézier y Theorin bajo la batuta de Bertrand de Billy. Supuestamente ubicado en la Viena fin de siglo, en los días de Freud (como La mujer sin sombra de Carsen, por cierto) ya entonces nos dejó una impresión desigual y agridulce. Grosso modo, Venus y su entorno son poco más o menos que una ilusión del inconsciente de Tannhauser, un espejismo que termina por alejar al protagonista de su vida auténtica, condenado a un retiro emocional, a un retraimiento social que le hace ser visto como un paranoico y un obseso, al margen de la hipocresía de la vida social de sus coetáneos. El consabido peregrinaje a Roma no es sino el paroxismo de sus ilusiones mentales, confinado al fin Tannhäuser en un sanatorio junto al resto de peregrinos/pacientes, objeto del tratamiento mental. Elisabeth se suicida entre tanto con una sobredosis de pastillas, tomadas de la mesa de Tannhäuser.
Suena bien sobre el papel, pero lo cierto no funciona tan bien en el teatro. Seguramente por el estatismo de la escenografía y por una dirección de actores más bien lánguida, quizá no tanto por responsabilidad de Guth como sí a causa del sistema de repertorio que impera en Viena, tan escueto en materia de ensayos. A Guth le hemos visto ya oscilar entre lo mejor (su Parsifal o su Lucio Silla) y lo peor (su Lohengrin) pasando por faenas de más desigual aliño, como su Frau ohne Schatten. En esa línea se encuadra este Tannhäuser. El último acto es sin duda el más logrado y redondo, el más intenso y en el que de algún modo se condensa todo cuanto había vagado sin demasiada concreción durante los dos actos anteriores.
De todo el equipo vocal, lo más destacado fue sin duda el Wolfram de Christian Gerhaher. Una lección de nobleza, seguridad y firmeza, con una teatralidad construida desde la palabra, hecha de acentos. Un Wolfram gratamente próximo al lenguaje del lied, lo que no empece para que sea capaz de resolver el tercio agudo con firmeza, nitidez e incluso fiereza cuando es preciso. Su Wolfram lo tiene todo para ser una creación memorable: limpieza en la línea de canto, variedad en la emisión y riqueza de intensidades. Un Wolfram detallado al extremo. Hermosísima y emocionante, como era de esperar, su recreación de la canción de la estrella en el último acto.
Curiosamente, al bueno de Robert Dean Smith, esforzado y meritorio Tristan, le vienen grandes los ropajes de Tannhäuser. Quizá algo indispuesto, lo cierto es que terminó galleando en mitad del segundo acto, muy esforzado una y otra vez conforme ascendía al agudo. Curiosamente, se logró reponer para sacar adelante una notable narración de Roma en el tercer acto. Lo cierto es que Dean Smith canceló las representaciones siguientes a esta primera, siendo reemplazado por Stephen Gould. Amén de su fatiga vocal, a Dean Smith le falta metal, densidad y dramatismo para cuajar un Tannhäuser plausible. Le faltan insolencia y arrojo y se antoja en conjunto el suyo un enfoque demasiado leve tanto por color como por acentos. Es curioso, con esos medios, que haya sido capaz de cantar tantas funciones de Tristan de un modo convincente. El magisterio de Peter Seiffert con esta parte en los últimos años ha puesto muy alto el listón para cualquier otro intérprete.
De la Elisabeth de Camilla Nylund ya hablamos al hilo de su participación en Bayreuth este verano. No cabe sino insistir en lo ya dicho: una corrección y dignidad que no emocionan, habida cuenta de la constante falta de carisma en los acentos y la ausencia de pegada y brillo en el instrumento (francamente descafeinado su “Dich teure Halle!”). Nos quedamos, en todo caso, con el acertado lirismo y recogimiento de su última intervención al cierre del segundo acto. Iréne Theorin, gran Brünnhilde, es una intérprete muy bregada en estas lides wagnerianas. Sin embargo, no termina de cuajar un retrato plausible de una Venus seductora, por firme que sea su labor en un plano vocal. Kwangchul Youn fue todo un lujo en la parte del Landgrave Hermann, por su empaque, su solvencia vocal y su autoridad escénica. Espléndida prestación, por último, de dos de los comprimarios, Sorin Coliban como Biterolf y Nobert Ernst como Walther.
Peter Schneider es ya un viejo conocido de la Wiener Staatsoper. Su oficio de Kapellmeister no es sin embargo garantía de grandes realizaciones; le recordamos, no en vano, varias funciones verdaderamente soporíferas. Su obertura, dilatada y plana, se expuso por lo general falta de tensión y dinamismo. Poco a poco entonó su batuta y la gran prestación de la Filarmónica de Viena (¡qué cuerdas, una vez más!) hizo el resto. Su dirección no fue pesante, pero sí falta de intenciones y ayuna de personalidad. Su concertación adoleció en no pocos momentos de falta de equilibrio y firmeza. Lo mejor de su labor fue un segundo acto intenso y transparente, canónico. Mención de honor, insistimos, para la prestación de la orquesta, con páginas memorables, como el inicio del tercer acto. Se interpretaba, por cierto, la versión de Dresde de esta partitura wagneriana, por lo general menos entusiasmante que la de París, que preferimos claramente en nuestro caso.
Fotos: © Wiener Staatsoper / Michael Pöhn
Compartir
Sólo los usuarios registrados pueden insertar comentarios. Identifíquese.