Por Alejandro Martínez
10/08/2014 Bayreuther Festspiele. Wagner: Tannnhäuser. Torsten Kerl, Camilla Nylund, Markus Eiche, Michelle Breedt, Kwangchul Youn, Thomas Jesatko, Katja Stuber y otros. Axel Kober, dir. musical Sebastian Baumgarten, dir. de escena.
¿Qué vigencia guarda para nosotros, hombres pegados a un smartphone, un trasunto tan enrevesado y trascendente como la redención? ¿Hasta qué punto nos preocupa el desenfreno contemporáneo de nuestras pasiones? ¿La religión sigue siendo consuelo para el pecador? ¿Qué demonios es hoy el pecado? Ojalá fueran esos los interrogante que la propuesta de Sebastian Baumgartner hubiera decidido afrontar. Pero no, mucho antes que eso decide disponer en escena una instalación a cargo de Joes van Lieshout, un artista holandés que ha dejado en ocasiones propuestas ciertamente interesantes. Su instalación en este caso cuenta muy a su manera el libreto de Tannhäuser, en una asociación un tanto recóndita con el libreto, para ser generosos con el desaguisado final que presenta.
La instalación de marras se desarrolla de hecho como una performance que se extiende más allá de la duración propiamente dicha de la partitura. Esto es: vemos la factoría funcionar, con todos sus figurantes, antes de que comience la música y asimismo durante el intermedio. Desde un principio el espectador se encuentra con una escenografía dispuesta en tres alturas, como en un almacén industrial o en una factoría. Vemos todo un entramado de tanques, tuberías y mangueras dispuestos por doquier, con un incesante ir y venir de operarios trabajando en ello. Esta factoría es el Wartburg mientras que el Venusberg es, por el contrario, una celda o jaula que emerge del subsuelo de esta factoría. Bautizada como el Alkoholator, la instalación ilustra sus procedimientos con una sucesión de sentencias de muy diversa procedencia proyectadas en dos pantallas en los extremos superiores del escenario. El Alkoholator, según se nos ilustra en el programa de mano, se ocupa de digerir todos los desechos, aquí morales se entiende, para producir biogás. Una suerte de gestor de las pasiones y su freno y desenfreno, capaz de diluir de forma mecánica dilemas como el que asaltan al propio Tannhäuser. La redención resuelta, o más bien disuelta, como un mero procesamiento industrial de nuestras miserias.
Así las cosas, como mucho esta fábrica que no cesa acierta a sugerir la realidad de nuestra sociedad posthumanista y su feliz autoengaño bajo la forma de un régimen tecnocrático que aplaca las conciencias y disuelve la moral con gran facilidad, como una religión que aplaca y adormece. No nos convencen en todo caso muchas otras cosas del trabajo de Baumgarten, al margen de todo lo dicho aquí sobre la instalación de van Lishout. Desde una confusión general en la dirección de actores hasta un cierto horror vacui en escena, pasando por algunas sugerencias que, de tan poco elaboradas, apenas se antojan otra cosa que ocurrencias (Venus embarazada, una sarcástica eucaristía que se desarrolla en el entreacto, sendos grupos de espectadores sentados a cada lado del escenario, etc.).
Les confieso haber acudido expectante y voluntarioso ante la propuesta. Me tentaba a priori la idea de relacionar la encrucijada moral y espiritual que vemos desarrollarse en Tannhäuser tomando los hábitos de una propuesta biotecnológica, pensando yo, ingenuo, en las elaboraciones contemporáneas sobre el posthumanismo y demás. Sonaba tentador en mi mente, sugerente cuando menos. Pero no. Lo cierto a la postre, visto lo visto, es que el espectador se pregunta hasta qué punto interesan a Baumgarten los materiales dispuestos por Wagner en su Tannhäuser, que se antojan más bien tratados con irreverencia y con un tono displicente, más bien como un mero pretexto para dar rienda suelta a sus propias cuitas. El abucheo para la producción fue mayúsculo, todavía cuatro años después de su estreno. De hecho, no se repondrá ya de nuevo en la próxima edición del Festival. La próxima producción de Tannhäuser, que se anuncia para 2016 (se rumorea que con la batuta de Dudamel) tiene fácil superar este hito verdaderamente desechable.
En el plano musical, Axel Kober volvía a ocuparse de esta producción por segundo año, haber hecho antes Thielemann y Hengelbrock. Kober ofreció con su batuta lo que cabe esperar de un Kapellmeister sin mayor trascendencia: concertación correcta, tempi conservadores y, en suma, poca personalidad a cambio de una general solvencia. La voz de Torsten Kerl es uno de esos casos paradigmáticos en los que la acústica de Bayreuth parece obrar el milagro. Un tenor de colocación deficiente, nasal, con proyección mermada, que se permite aquí sin embargo hacer gala de su capacidad para sostener la tesitura y alargar los sonidos a placer. Con mal gusto, pero a placer. Su Tannhäuser es simplemente inaudible en la mayor parte de los grandes teatros europeos y sin embargo aquí parecía un Rene Kollo redivivo. Menos mal que la tosquedad general de su emisión y su fraseo impedían al oyente creerse por completo el artificio. Por otro lado, su voz no tiene ni la anchura, ni la generosidad ni el color que la parte exige. No es Tannhäuser y a pesar de tener en agenda todos los tenores wagnerianos, no parece una voz singularmente dotada para estos terrenos. Junto a él, Camilla Nylund es una Elisabeth demasiado lírica, sin empuje, sin drama. Impecable en el canto, pero generalmente impersonal, lo mismo por el material que por los acentos. Esmerada sin duda en el fraseo, es en cualquier caso elocuente que su anónima encarnación quede, sin embargo, como lo mejor de la noche.
Markus Eiche es un solista habitual en secundarios y comprimarios varios en la Staatsoper de Múnich. No se ciñe ahí su trayectoria, por supuesto, pero es curioso que encontrarse ni más ni menos que como Wolfram en Bayreuth a alguien a quien apenas un mes antes habíamos escuchado en la anecdótica parte de Harlekin en una Ariadne auf Naxos en la citada Ópera de Múnich. Como si no hubiera hoy un Gerhaher, un Tézier, un Mattei o un Degout, dotados de timbres más singulares y capaces de un canto mucho más contrastado y rico. Eiche es a cambio tan anodino, tan rutinario… Casi cuesta criticarle, porque su labor fue a decir verdad intachable, pero de una emoción tan ausente que resolvió la famosa romanza de la estrella sin pena ni gloria. Absolutamente inapropiado el enfoque tosco y agrio que Michelle Breedt dispone para su Venus, ayuna por completo de acentos seductores y cantada al borde del grito. Se salvó de la quema el siempre solvente Kwanchoul Youn en la parte del Landgraf. Correctos, sin más, el Biterolf de Thomas Jesatko y el pastorcillo de Katja Stuber, redondeando un reparto por lo general mediocre para la sacrosanta colina.
Fotos: © Bayreuth Festival / Enrico Nawrath
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