Por Arturo Reverter
Madrid. 14/12/15. Auditorio Nacional. Ciclo Universo Barroco del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). Susanna, de Haendel. Director: Martin Haselböck. Carlos Mena, Sophie Karthäuser, Alois Mühlbacher, Marie-Sophie Pollak, Paul Schweinester, Levente Páll y Günter Haumer. Orquesta y Consort de la Wiener Akademie
Una auténtica primicia, una rareza es para el público este oratorio haendeliano. No muy difundido en tiempos del compositor y prácticamente olvidado luego desde su estreno en el Covent Garden de Londres el 10 de febrero de 1749. De ahí el interés que despertaba este concierto madrileño, el 14 de este mes, en el curso del ciclo Universo Barroco del CNDM. Gracias a ello hemos podido apreciar las bellezas que encierra una partitura si se quiere menor, pero con momentos de alto interés, tanto corales como a solo. Y eso que la obra como se ha señalado más de una vez, es imperfecta, no posee el equilibrio, la consistencia constructiva de otros oratorios u óperas del compositor anglosajón. No tenemos más que citar, entre estas últimas, Serse, recientemente escuchada en el mismo escenario.
La verdad es que la obra no fue precisamente bien recibida y que en el curso del tiempo han sido numerosos los musicólogos y críticos que han señalado sus defectos. Por ejemplo, Tovey, que consideraba inadmisibles sus absurdos planteamientos. Dean, por su parte, admitía que Haendel y su libretista (se cree que Newburgh Hamilton) habían fracasado en su intento de combinar un idilio pastoril con la gran manera de otros oratorios como Saul. Pero, comenta también este estudioso, Susanna es el último intento haendeliano de casar música y moralidad y que el resultado no es la personificación del absurdo ni es una homilía, sino una ópera que refleja, pese a su origen bíblico, la vida de una aldea; en realidad, una ópera cómica, más que un oratorio propiamente dicho; una obra de estilo ligero.
Y hay en ella, en efecto, bastantes números que recogen esa manera liviana, incluso popular. No pocas de sus arias, entre ellas "Ye verdant Hills" del Primer Anciano o "As kif yon damask rose" de la ayudante de Susanna tienen mucho que ver con las ligeras tonadas de Arne. Lo cierto es que, resalta Dean, consciente o inconscientemente, Haendel había asimilado hacía mucho el espíritu de la balada inglesa y que incluso estudió los gritos callejeros de los vendedores ambulantes; lo que igualmente lo pondría en conexión con la famosa Ópera del mendigo de Pepusch sobre el libreto barriobajero de Gay. Y aquí se establece también una conexión con la citada ópera Serse, de descarada comicidad en muchos instantes.
Son reveladoras estas palabras de Lady Luxborough dirigidas a William Shenstone en carta de 16 de octubre de 1748: “El gran Haendel me ha dicho que los contenidos de sus mejores canciones provienen en su mayor parte de los sonidos que él mismo captaba en las calles”. Por ello el estilo de Susanna está más cerca de la canción folklórica inglesa que de la ópera italiana. Podría haber sido una combinación perfecta para forjar una tradición operística de las islas, que tendría en este caso un muy remoto antecedente literario y musical, siempre basado en la narración del episodio bíblico, en las labores de pintores y músicos del Renacimiento, a partir de las cuales nacieron en su día conocidas piezas que glosaban el tema con el poema Susanne un jour. Kenneth Levy, citado por Paul Henry Lang, menciona en sus Annales Musicologiques I no menos de 38 canciones entre 1548 y 1642. Desde luego la aproximación haendeliana concede a la historia una sutileza de la que está ausente cualquier tipo de énfasis.
No es extraño que de ese poso surjan los elementos caracterizadores de los principales personajes. Así, Susanna es una muchacha encantadora, una joven cuyo coraje y pureza nunca degeneran en ñoñería. Joachim tiene todas las cualidades de un buen esposo, fiel, entregado y virtuoso. Chelsias es un padre un poco pesado y Daniel un deus ex machina más bien insípido. Haendel concede a los dos Ancianos carne y sangre. No llegan a ser absurdos gracias a la habilidad del músico para profundizar en la naturaleza humana. Son contrastados en voz y carácter. El primero, tenor, es un lamentoso sentimental; el segundo, bajo, es un tipo disparatado. Posee, afirma humorísticamente Dean, la finura de un parroquial Polifemo.
Sólo nueve números corales –pocos en relación con otras obras similares del autor- y 26 arias –en este caso únicamente 23- configuran una partitura que entremezcla lo serio, lo dramático, con lo pastoril y lo abiertamente bufo o grotesco. Lirismo de buena ley el de las cándidas líneas vocales de Susanna y su marido, llenas de encanto y de aromas de la arcadia; comicidad de trazo incluso algo grueso en las intervenciones asignadas a los dos libidinosos ancianos que, como cuenta la histórica narración, denuncian a la joven de adulterio por no atender sus rijosas demandas. Solemnidad un tanto forzada en las pláticas moralistas de Chelsias. Haendel, al contrario que la repetidamente mencionada Serse –ópera singular- y que en otras obras, abusa aquí del da capo. De las 26 –o 23- arias, 16 se atienen a ese esquema clásico, que permite, eso sí, el adorno, la fantasiosa ornamentación, lo que anima la discursiva acción.
Con todo, la música es casi siempre muy bella y de excelente factura, en ocasiones con el protagonismo de dos oboes y en una sola, el coro final, con presencia de dos trompetas y unos timbales. Hay que destacar que el oratorio alberga una inusual variedad de indicaciones de carácter. Además de los acostumbrados Largo, Larghetto, Andante y Allegro, encontramos Lentament, Adagio, Grave, Alla siciliana largo, Andante larghetto, el muy raro Grazioso, Allegro moderato, Allegro ma non troppo, A tempo Giusto, A tempo ordinario, Non troppo allegro y Non troppo presto. Un cúmulo de orientaciones que se inserta en un narración evidentemente desequilibrada, en la que no siempre se da la fusión ideal entre sus distintos componentes.
Ya nada más empezar apreciamos la desigualdad, de contenido y de carácter, la contraposición de lo dramático con lo idílico. Ese primer gran coro con el que se abre la obra, "How long, O Lord", posee el empaque y la profundidad de los mejores del autor y podría haber sido una introducción ideal para Belshazzar o Israel en Egipto, dos de los oratorios más importantes de Haendel. Sin embargo, actúa de pórtico para una comedia rural. De parecido carácter es el que cierra el acto I, "Righteous Heavʼn beholds their guile", con un verso monumental, "Tremble guilt, for thou shalt find" ("Que tiemble el culpable, pues encontrará…")
Para dar realce a esta insólita riqueza y lograr, dentro de la irregularidad de la partitura, una acción variada y jugosa, incluso catapultando la música a estratos superiores, es preciso un gesto abarcador, una especial facultad de omnicomprensión y una capacidad singular para el cambio agógico y la administración de colores; una dirección estimulante y eléctrica hábil para casar factores contrapuestos. El austriaco Martin Haselböck es un buen músico, que sabe coordinar, concertar y acompañar, pero es más bien plano y algo monótono; no posee la chispa que demandan estos pentagramas. Y la obertura fue ya un ejemplo. Aunque supo vestir con decoro las partes más líricas. El Coro de doce cantores es simplemente correcto, no del todo empastado ni preciso. Algo alicaído, de lo que tiene en parte la culpa la mano, sin batuta, de su maestro fundador. Muy buena la orquesta de época de 25 miembros, de noble sonoridad y ajuste y ensamblaje idóneos.
Al servicio de estos pentagramas se entregó un aceptable equipo de cantantes, con Sophie Karthäuser y Carlos Mena a la cabeza. Ella, de timbre de lírico-ligera un poco ralo, desleído, posee mucho encanto y frasea exquisitamente, aunque cante a veces entre dientes. Sabe adornarse con holgura, como demostró en su última y nada fácil aria "Guilt trembling spoke my doom". En la zona grave y central de la tesitura se la oye poco. El contratenor vitoriano está en plena madurez y dio un curso de bien decir, de bien delinear una compleja y cambiante coloratura. Emisión límpida, pasajeramente fija en el agudo de mezzosoprano. Magnífico registro modal. Aplausos encendidos merece su interpretación de la difícil aria "On the rapid whirlwindʼs wing", de apurado canto concitato. Su parte, curiosamente, fue cantada en el estreno londinense de 1749, por una soprano, Caterina Galli. Susanna fue en aquella ocasión Giulia Frasi.
Afortunados, en plan caricato, los dos Ancianos, el tenor Paul Schweinester, de timbre poco atractivo y algo nasal, y el bajo Levente Páll, de estupendo y sonoro centro y, lástima, de escasa presencia en graves. Como es muy joven, es de esperar que vaya redondeando esa zona, de momento insuficiente. El también contratenor Alois Mühlbacher, de timbre sopranil, en el personaje del joven Daniel, que es quien desenreda la madeja que acusa a Susanna, mostró maneras, pero también un canto poco afinado y relativamente musical; aunque el público lo premió con la primera ovación de la noche tras su aria "Tis not ageʼs suilen face". Los demás cumplieron.
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