El Festival Internacional de Música y Danza de Granada acoge un concierto protagonizado por John Eliot Gardiner y Maria Joao Pires, acompañados por la Sinfónica de Londres
Juego de tonalidades beethovenianas en el patio renacentista
Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
Granada, Palacio de Carlos V. 9-7-2022. London Symphony Orchestra; Maria João Pires, piano; John Eliot Gardiner, director. Programa: Obertura Leonore II, op. 72a de Ludwig van Beethoven; Concierto para piano y orquesta nº 3 en do menor, op. 37 de Ludwig van Beethoven; y Cuarta sinfonía en si bemol mayor, op. 60 de Ludwig van Beethoven.
Con mucha frecuencia se suelen reservar los conciertos de mayor peso (el renombre de orquestas, solistas y directores musicales añade quilates, y también oportunidades de negocio, al de las obras a interpretar), para el colofón de los festivales. Es perfectamente lógico, por tanto, que Antonio Moral, director del Festival Internacional de Música y Danza de Granada –que hizo un esfuerzo loable y valiente en el desarrollo de la edición pandémica de 2020–, haya clausurado la de este año con una de las mejores orquestas del mundo –la London Symphony–, cuya relación con España cumplía 38 años el pasado 9 de julio, y con un director y una pianista plenos de prestigio internacional como Gardiner y Pires. La cita era atrayente y no defraudaron los resultados. No fue un concierto altamente emotivo –por las obras programadas y por la manera de interpretarlas–, pero sí muy interesante desde un punto de vista musicológico.
En primer lugar habría que preguntarse qué sentido tiene un programa conformado íntegramente por obras beethovenianas y que si el tipo de orquesta y la interpretación historicista de la que hace gala Gardiner desde su juventud tienen cabida en un espacio abierto y de grandes dimensiones como el patio interior del Palacio de Carlos V. También sería interesante que se ofreciera alguna explicación sobre la relación de las obras escogidas, si la tienen por cronología (fueron compuestas, prácticamente, en años sucesivos), si se quiere hacer un juego matemático de significados ocultos con ellas (el 2 de la obertura Leonora II, el 3 del tercer concierto para piano y orquesta y el 4 de la sinfonía ofrecida), o si, por otro lado, y alardeando de buen gusto todo se debió, más inteligentemente, a un juego de tonalidades: la obertura está escrita en do mayor, pero sus primeros compases empiezan en menor y el concierto nº 3 se inicia en do menor y termina en do mayor, como si esto fuese un ejercicio cabalístico que versara sobre el principio del fin y el final del principio. Lo que parece claro es que la elección de la segunda obertura para Leonora debe encuadrarse dentro del extenso debate sobre qué versión interpretar, cuál de ellas responde de manera definitiva a las intenciones del compositor, etc. Esta ha sido una querelle muy querida por todos los intérpretes llamados así mismos «históricamente informados», obsesionados las más veces con rescatar las versiones originales por su valor primigenio, ya que son tomadas como testimonio de un proceso de creación artística.
Sin embargo, si nos atenemos a las palabras de otro maestro tozudo con la pureza interpretativa en el repertorio verdiano como es Riccardo Muti podemos reparar en que «el hecho de que exista más de una versión significa que el compositor no estaba satisfecho con la partitura original y volvía a ella de nuevo. Así pues, por cuanto respecta a la ejecución de una obra, la última versión debe ser considerada la más válida, la definitiva, aunque otras versiones puedan revestir algún interés desde el punto de vista musicológico y académico» (en conversación con Helena Matheopoulos, Maestro. Encuentros con los grandes directores de orquesta, Ediciones Robinbook, 2004, p. 293). Por consiguiente, a tenor de la frialdad con la que el público recibió la primera pieza del programa (que es para muchos oyentes no iniciados la puerta que les permite el acceso al resto del concierto), quizá hubiera sido más efectivo interpretar la obertura Leonora III, que no es un mero recopilatorio como la II de los motivos musicales de la ópera que más tarde fue revisada y reestrenada como Fidelio, sino que tiene un cuerpo articulado por la reminiscencia de la acción dramática que va a desarrollarse en la misma, aunque, todo sea dicho, el inseguro Beethoven la sustituyó por una pieza de arranque más convencional como es la obertura definitiva de ese teatro musical heredero del singspiel y padre de los dramas wagnerianos e, incluso, de todo lo que vino a continuación.
El ambiente se animó con el Concierto para piano nº 3. Sucedió a las palabras de Antonio Moral, que aprovechó para recordar al público la importancia de aquella noche en la que la orquesta estaba de aniversario con España y con Granada particularmente y para disculpar un tanto a la pianista, que había pasado la semana anterior con fiebre y muy débil, pero que, sin embargo, no había querido faltar a su compromiso artístico y allí estaba para hacerse cargo de ese concierto de Beethoven y del de Mozart al día siguiente. La sincronía entre director y solista fue absoluta. La orquesta sonó potente, robusta e incisiva con todos los modismos historicistas imaginables, pero el sonido no fue raquítico e histriónico, sino que se expandió bello y pletórico. Pires no parecía haber pasado un reciente contratiempo de salud: de su pequeño cuerpo y de sus diminutas manos salía toda la fuerza que en ocasiones se hurta a la partitura de una obra tan carismática y de tanto ritmo bailable. No hubo casi nada que obstaculizara la audición hasta sus máximas garantías (quizá un par de ruidos de espectadores, móvil incluido, y un leve gazapo de las trompas). Gardiner, concentradísimo en la partitura, repartía gestos con amabilidad y el piano, sobre todo en las partes de cadencia, alcanzaba un espiritualismo extraordinario. Lo mejor vino con la fuga final: todo quedó muy natural y auténtico. El público lo celebró con entusiasmo contenido, pero no hubo bises en esa ocasión.
Tras el descanso vino la interpretación de la Cuarta sinfonía, que los músicos interpretaron de pie, como es costumbre en los conjuntos historicistas. Esto no aportó nada teatral a una música que más bien resultó algo morosa y contenida. La interpretación parecía más estudiada que reflexiva y mucho menos festiva que como la pensó Beethoven. Los metales caían punzantes y afilados, las maderas se arrojaban muy ásperas y, al final, sin caer en la teatralidad operística que quizá necesita la dosis de humor que lleva implícito el término de esta obra, todo se volvió más eléctrico y efectista. Sin embargo, después, sobrevino la calma y entramos en el terreno de la gloria inefable con la interpretación de la propina brindada: nada más y nada que menos que el entreacto tras el Acto III de Rosamunda, princesa de Chipre de Schubert, de nueve minutos de duración. El tiempo pareció pararse en el redondel trazado por Pedro Machuca y se apreció el clasicismo en las distintas secciones que se repartían las maderas y los vientos. Aquí los profesores de la orquesta se lucieron con gusto y delectación y el respetable se fue de allí encantado casi al filo de la una de la madrugada, con la luna lorquiana ya situada al otro lado del Genil.
Fotos: Fermín Rodríguez / Festival Internacional de Música y Danza de Granada
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