Por Javier Vizoso
Acostumbrado a escribir sobre la Sinfónica de Galicia resulta realmente complejo hacerlo sobre mí y de mis cerca de veinticinco años con ella en la celebración de este cuarto de siglo de existencia. Lo cierto es que lo único que puedo decir de todo ello es que si la escritura y la música son mi vida entonces la Orquesta Sinfónica de Galicia es mi hogar.
Después de todo mi vida es escribir y escribir, y tengo la inmensa fortuna de hacerlo rodeado de personas extraordinarias aunque en demasiadas ocasiones me vea acosado y perseguido por un Everest de burocracia.
Cuando mi propia vida y mi escritura se convierten en mi hogar y escribo y trabajo rodeado por personas como Risto Vuolane, Eugenia Petrova, Stefan Utanu, Zita Tanasescu o Florian Vlashi —por mencionar únicamente a quienes más cerca tuve en nuestro último viaje a Bilbao— no puedo dejar de dar las gracias al destino, a la vida o al karma por permitir que estos años los haya vivido con todos ellos.
Más allá de los viajes, de los conciertos, de los artistas y de los momentos inol-vidables rodeado de los Wagner, Schoenberg, Beethoven, Brahms, Bruckner, Mah-ler o Shostakóvich, la OSG es el lugar en el que siento querido, arropado y aprecia-do por una familia que no tiene fin y que tantas veces siento que no merezco: el auxiliar de regidor José Rúa con el que me parto de la risa y que todos los días me llama “palote”; José Manuel Ageitos, regidor, que acepta con resignada paciencia mis bromas y además en ocasiones me presta esos 20 euros con los que terminar un viaje; Daniel Rey con sus cosas y como siempre José Manuel Queijo, mi Queij, el jefe de producción con el que he compartido momentos inolvidables en tantos y tantos viajes por España, Alemania, Austria, Argentina o Brasil.
Y en cada viaje, siempre distintos y al mismo tiempo tan iguales, la vida se re-nueva en días intensos en los que se despliega una enorme y concentrada energía que hace que todo brille con una intensidad especial, como en el último que hicimos a Bilbao, en el que me reí a mandíbula partida con Rúa, con Ageitos y con Queijo; días en los que hablé de las cosas de la vida, de literatura y de desamor con Nerea; de jazz y de Tolkien con Risto, de la maternidad, la paternidad y los hijos con Petrova y de política, música, trabajo y vida con Utanu, ya en el viaje de vuelta, además de conversar sobre Schoenberg, Stravinski, Schnittke, Ligeti y de la música del siglo XX con una persona tan sensible, culta y enriquecedora como Florian.
Es complicado resumir todos estos años en unas simples líneas y, además, tendría que hablar de cosas sobre las que, como el Batterbly de Neville, preferiría no hacerlo. No quiero hablar de algunos egos descomunales que desfilaron ante nosotros en este tiempo y cuya altura sería suficiente para suicidarte arrojándote desde ellos; tampoco de algunos lenguaraces encantadores de serpientes de corazón negro que por aquí hemos visto y padecido ni de las psicopatías perversas que se han tenido que aguantar en algunos momentos.
Prefiero terminar diciendo que lo verdaderamente grande es la gigantesca y hermosa familia que entre todos hemos ido construyendo. No puedo saber ahora cuándo todo esto terminará para mí: si dentro de dos días, dos semanas, dos meses, dos años o tal vez dos decenios. Lo que sí sé es que a pesar de ser mi otro hogar, en mi despacho de la Orquesta Sinfónica de Galicia no albergo ni guardo nada de mi propiedad: ni una planta, una foto, una revista o un cuadro. Sé que después de todo únicamente estoy de paso aunque el paso se haya convertido ya en cerca de veinticinco años. Pero cuando por esto o por aquello llegue el momento de que me vaya, tan solo tendré que coger mi chaqueta y al salir cerraré la puerta.
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