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Crítica: 'Simon Boccanegra' en Dresde a las órdenes de Christian Thielemann

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Autor: Alejandro Martínez
4 de junio de 2014

VERDI, O LA PRUEBA DEL ALGODÓN

Por Alejandro Martínez

30/05/2014 Dresde: Semperoper. Verdi: Simon Boccanegra. Zeljko Lucic, Maria Agresta, Kwangchul Youn, Ramón Vargas, Markus Marquardt y otros. Christian Thielemann, dir. musical. Jan Philipp Gloger, dir. de escena.

   Deberíamos empezar a recoger firmas por la extinción de las producciones cuyo único sustento es una escenografía circular rotando de principio a fin de la representación. Sobre todo cuando, como es el caso, no cabe encontrar dramaturgia alguna a la que sirva el 'ingenio', que pareciera tener que epatar y comunicar por si sólo. Otro día hablaremos de la reiterada obsesión por situar figurantes replicando la acción de los solistas en un segundo plano, aunque no aporten nada… Estamos ante una producción con dramaturgia de Sophie Becker y firmada por el joven (1981) Jan Philipp Gloger, responsable del Holandés errante que puede verse estos años en Bayreuth. En realidad, la producción es una gran nada, un completo vacío, que deja al descubierto el escasísimo entendimiento del director de escena con la obra que se trae entre manos. En este caso, la torpeza es mayor si cabe, ya que se dispone una escenografía compleja y cabe suponer que costosa, a cargo de Christof Hetzer, que no añade más más que confusión y constate movimiento, en una suerte de horror vacui. A cambio, desperdicia los grandes momentos, como la escena del consejo, donde se muestra incapaz de manejar una gran masa coral. Tampoco la iluminación de Bernd Purkrabek hace nada por enderezar el  desorientado planteamiento; por no hablar del vestuario, sin ápice de inspiración, firmado por Karin Jud. Quizá el único momento con algún atisbo de brillantez sea la aparición, detrás de Fiesco, justo cuando dice “i morti ti salutano”, de todos los que han fallecido por responsabilidad, directa o indirecta, de Boccanegra, como si fueran zombis o fantasma (“come un fantasima, Fiesco t´appar”). Muy básico y evidente, por otro lado, y sin mayor trascendencia; pero nos sirve para marcar el alcance de la producción, si ese fue su mayor acierto. Curiosamente, Lucic se olvidó de ir a buscar al equipo escénico en los saludos finales. No queremos pensar mal...

   En el foso, Christian Thielemann rindió, francamente, por debajo de las expectativas. Tampoco la Staatskapelle de Dresde tuvo una de sus ejecuciones más inspiradas. Juntos se limitaron a firmar una versión notable, con un sonido contundente, pero poco más. Y es que no firma Thielemann una versión demasiado acertada. Antes al contrario adolece de una importante desviación (de lujo, pero desviación) de enfoque, ya de partida. Y es que entiende la partitura alla tedesca, como un discurso predominantemente sinfónico en el que las voces deben integrarse. Quedan éstas así supeditadas al foso, no tanto en términos de balance y volumen, como si de fraseo y dinámica. Thielemann no respira con los cantantes, por decirlo en pocas palabras. Por el camino se diluye el tono conversacional de varias escenas de Boccanegra, como los dúos entre el protagonista y Fiesco o, sobre todo, las intervenciones de Paolo y Pietro. Estamos ante una gran batuta; de eso no cabe la menor duda. Pero su afinidad es evidentemente mayor con otros repertorios, sea Wagner, sea Strauss, que con este Verdi, por más que se trate del Verdi más maduro y, si ustedes quieren, menos netamente belcantista. Verdi es una suerte de prueba del algodón para aquellas batutas que aspiran a dirigirlo todo con un mismo gesto, bajo un enfoque global, con personalidad, sí, pero con faenas desiguales según sea el repertorio que se traiga entre manos. Y es que bajo su apariencia a veces facilona, por su recurrencia melódica, su inherente belcantismo, esconde sin embargo una teatralidad sólida y una escritura musical llena de pequeños escollos para los fosos. Escapa de algún modo a esos enfoques de un gran, aunque genial brochazo, que es tan propio de los maestros alemanes, como Thielemann, más habituados al enfoque sinfónico que piden un Wagner y un Strauss, donde el diálogo entre solistas y foso es generalmente muy distinto.

   Por cuanto hace al protagonista, el barítono Zeljo Lucic, habiéndole escuchado ya el rol en un par de ocasiones en teatro lo cierto es que se antoja un tanto inane y falto de acentos. Canta con suma elegancia, con clase, pero se echa de menos la voz de un barítono más dramático. Su recreación se entona de hecho a partir de la escena del consejo, a la que tiene cogido el punto desde el lirismo; aunque queda corta de ímpetu su imprecación sobre Paolo acto después. Destaca sobre todo pues en las páginas más belcantistas, bien sea el primer dúo con Amelia, bien sea su gran escena frente al mar, ya envenenado. Junto a él, aunque menos referencial que en sus papeles wagnerianos (Marke, Gurnemanz…), Kwangchul Youn es un gran cantante, y firmó un Fiesco solemne, de emisión matizada, con atención constante a la palabra y una lograda mezcla de contención y tragedia en su encarnación. Un lujo contar con el para un papel tantas veces maltratado por voces gruesas y sin ductilidad alguna.

   María Agresta es una Amelia ideal, no en vano la Amelia de referencia hoy (saltó hace unas semanas a la Staatsoper de Berlín para reemplazar a Harteros junto al Boccanegra de Domingo, a las órdenes de Baremboim). Posee el material idóneo, algo fatigado ocasionalmente en transición por el tercio agudo, pero en forma suficiente para brillar como la mejor solista del reparto. El contraste entre su acento y emisión, típicamente italianas, y las del resto del reparto quedo patente nada más abrir la boca ésta en su primera escena. Destaca especialmente por la intensidad, perfectamente dosificada, de su interpretación, y por el constante belcantismo de su emisión, rica en dinámicas e intensidades. Una verdiana en ascenso.

   Ramón Vargas, como Gabriele Adorno, tuvo una buena noche. La mejor que le hemos escuchado, de hecho, en los últimos dos o tres años. Desde luego, mucho mejor que hace unas semanas como Ernani en Mónaco. Más seguro, más firme, incluso valiente en el agudo (ese más que solvente ... en 'pel ciel’) y mostrando de nuevo en plenitud ese centro esmaltado y hermoso que siempre tuvo su timbre. El papel de Adorno, un tanto básico y envarado, le permitió derrochar entrega sin entretenerse en mayores profundidades. Terrible, en cambio, el Paolo de Markus Marquardt. Desastrosa dicción, emisión gruesa, interpretación burda, sin noción alguna del acento requerido por el texto, histriónico en escena y torpe, con un par de entradas más precipitadas de lo debido. En fin, digno de olvido, por más que sea un habitual en la programación de este teatro, donde interpreta habitualmente, sin ir más lejos, al Holandés errante.

Foto: Matthias Creutziger

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