Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 9-V-2019. Temporada de abono de La Filarmónica. Orquesta Sinfónica Chaikovsky. Alexei Volodin, piano. Director musical, Vladimir Fedoseyev. Concierto para piano y orquesta nº 1 en si bemol menor de Piotr Ilich Tchaikovski. Sinfonía nº 5 en re menor de Dmitri Shostakovich. Obras fuera de programa de Liszt, Rachmaninov y Tchaikovsky
Madrid. Auditorio Nacional. 10-V-2019. Temporada de abono de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE). Josep Colom, piano. Director musical: David Afkham. Concierto para piano y orquesta nº 3 en do menor de Ludwig van Beethoven. Sinfonía n° 7 en do mayor, Leningrado de Dmitri Shostakovich.
Dos conciertos con planteamientos similares tuvimos el pasado jueves y viernes en el Auditorio Nacional. Ambos contaron en su primera mitad con dos conciertos para piano y orquesta, y en la segunda sendas sinfonías de Dmitri Shostakovich. Además, el pianista Arcadi Volodos, solista previsto en el concierto de la OCNE canceló por enfermedad, lo que nos dio como consecuencia una curiosa combinación que los hizo en cierta medida opuestos. Director veterano y pianista joven en el primero, frente a director joven y pianista veterano en el segundo. Lo único que lamenté fue que volvimos a escuchar «las dos únicas sinfonías» que compuso Shostakovich. Parece mentira que a estas alturas de la vida sigamos esperando una y otra vez la programación de excelentes sinfonías como la 13ª y la 14ª (rara vez podemos ver también cualquiera que no sean 8ª y 10ª) mientras una y otra vez tenemos ocasión de ver la 5ª y la 7ª. En fin, la verdad es que cuando se ofrecen en versiones como las de estos días, no nos podemos quejar.
Sobre todo en el primero de los conciertos, en el que tuvimos la ocasión de recibir a uno de los mitos vivientes de la dirección de orquesta rusa. Hacía muchos años que no veía en vivo a Vladimir Fedoseyev. A punto de cumplir sus primeras 87 primaveras le encontramos hecho un chaval. Ágil en su caminar, sin parar de moverse en el podio, destila elegancia, y esa forma tan confusa de dirigir no parece ser un problema para los músicos de su orquesta, la mítica Sinfónica de la Radio de Moscú de la que tantas grabaciones tenemos, en la que lleva la friolera de 47 años, y que le siguen cual flautista de Hamelin. En la primera obra de la noche, el popular Concierto para piano y orquesta nº 1 en si bemol menor, op. 23 de Chaikovski tuvimos al ya no tan joven pianista Alexei Volodin. Asus 40 años, demostró estar en un nivel de forma increíble. Si asombra por su técnica importante, su virtuosismo de ley y su fraseo natural, lo que en su caso es realmente impactante es su sonido enorme, brillante aunque no particularmente bello, y que apabulla por momentos. Fedoseyev empezó el concierto marcando un tempo lento, monumental, contestado por Volodin con unos acordes imponentes. La colocación a la rusa de la orquesta, con los chelos en el centro, los contrabajos a la izquierda, las violas a la derecha, cerrando los violines ambos lados de la parte delantera, hicieron que la cuerda grave resaltara aún más, y que la formidable orquestación de Tchaikovsky sobresaliera por encima de todo. El Sr. Volodin se sitió muy a gusto en la «confrontación». En cada frase fue creciendo, y se enfrentó con solvencia de tú a tú a la orquesta. Solo se relajó en parte en la cadenza, dónde el sonido fue aún más bello e intenso. La coda final, dónde tanto pianista como orquesta regularon las dinámicas de manera primorosa, fue un auténtico tour de forcé. En el Andante posterior, tanto Volodin como Fedoseyev «se quisieron» más, fraseando ambos dos de manera excelente y cuidando algo más el sonido que en el movimiento inicial, aunque no dejaron de saltar chispas en el prestissimo central. En el Allegro final, hubo fuego y virtuosismo a partes iguales. Volodin se lanzó a tumba abierta y Fedoseyev y la orquesta no se quedaron atrás. Si como ya he comentado, su sonido nos había asombrado desde el principio, aquí ya fue de no creer. El Sr. Fedoseyev, consciente del solista que tenía, «exprimió» a la orquesta, respondiendo el pianista con un sonido grande, impresionante, apabullante. Es verdad que alguna nota abierta se quedó por el camino, pero fue poco importante ante tal despliegue de medios. El público respondió con intensidad y vítores, y el pianista interpretó un par de obras fuera de programa. Una preciosa transcripción que Franz Listz hizo del Lied Widmung de Robert Schumann, tocada con un lirismo a flor de piel, y una versión de nuevo imponente del popular Preludio en sol menor, op. 23 n°5 de Sergei Rachmaninov.
En la segunda parte, y ya solo con el Sr. Fedoseyev, tuvimos una versión de las que recordaremos siempre de la Quinta sinfonía de Dmitri Shostakovich. Durante varios años, el director fue colaborador directo del compositor. Esa cercanía fue perceptible desde la primera nota. En un Moderato inicial emocionante, con unas cuerdas ardientes, imponentes, y una marcha que nos puso los pelos como escarpias, donde revivimos lo que en su día sufrió el compositor jugándose literalmente la vida. En un Allegretto posterior, donde traslució un sarcasmo más leve que en otras de sus obras, y donde tanto el clarinete solista en su sección inicial, como el arpa y el concertino en el Trio, estuvieron sublimes. Y a partir de ahí, todos subieron si cabe un escalón más. Impresionante de principio a fin el Largo central donde Fedoseyev, a través de un sentido absoluto de la construcción orquestal y de una graduación de dinámicas portentosa, cargó las tintas y sacó a colación todo el drama interior y la tensión vital del compositor. Aun no se había difuminado del todo el eco de la celesta, cuando Fedoseyev attacó el Allegro non troppo final. La explosión final de un Shostakovich que emerge triunfador tras tantos temores y tanta tensión acumulada, y ya no pidiendo no, sino dando por sentado que el público le va a redimir ante las autoridades soviéticas –como así ocurrió– tuvo en Fedoseyev el excelente traductor que con un brío y una pujanza a prueba de bombas, se lanzó de nuevo a tumba abierta. La orquesta siguió como un guante las indicaciones del maestro. Entre tanta vitalidad hubo desajustes evidentes como el del primer climax, pero poco importó ante tanta verdad como desprendió. Si acaso, perdió la ocasión de haber retenido algo la coda para haberla hecho aún más imponente, pero poco importó.
El público aclamó a orquesta y director desde el estallido final. Un viejo zorro como Fedoseyev no perdió la ocasión de mantener el clima de euforia con una contundente versión de la Danza española del Lago de los cisnes de Tchaikovsky. Pocos podían imaginar tal descarga de adrenalina por un maestro de 87 años. Desde aquí solo esperamos poderle ver alguna vez mas, y si es posible con una 13ª o 14ª de Shostakovich.
El clima de euforia popular continuó al día siguiente con el concierto de la OCNE, aunque los resultados, siendo bastante buenos no llegaron al nivel global del jueves. De los primeros conciertos beethovenianos, es el Concierto en do menor, op.37 el que quizás tenga más peligro, tanto por su impronta claramente romántica con su tonalidad menor, como por las tremendas exigencias técnicas que requiere al solista. Nunca ha sido Colom un pianista de grandes medios, ni que nos impresionara por brillantez y sonido. Sus virtudes han estado mas en su innata musicalidad, su expresividad natural ayudada por una técnica de primer nivel, sus labores de orfebre y esa capacidad para dar siempre con la frase correcta. Con los años, éstas han crecido y sus medios claramente van menguando. Un concierto como éste le puso al límite de sus posibilidades. Aun así, el gran pianista que es nos llevó a su terreno. El Allegro con brio inicial no tuvo excesivo brío, pero Colom jugó con la carta expresiva, destilando una frase tras otra en una interpretación que rezumó musicalidad y naturalidad, cualidades ambas que continuaron en el Largo interpretado de manera muy bella y delicada. En el Rondó final se mascó la tragedia. Colom se olvidó de un par de frases tras el arranque orquestal. Afortunadamente, David Afhkam supo mantener las riendas y una vez de nuevo todos juntos, fue capaz de llevar la nave a buen puerto. Otros se hubieran puesto nerviosos. Colom sin embargo, una vez solventada la situación, siguió destilando frases hasta el final, llevándonos de nuevo a su huerto.
En la Sinfonía Leningrado, David Afhkam nos dio una de cal y otra de arena. Los dos movimientos extremos sacaron lo mejor del alemán y de una ONE en estado de gracia, donde se nos acabarían el espacio resaltando intervenciones solistas. El Sr. Afhkam no solo demostró tener claro el discurso sino que hubo inspiración y expresividad más allá de su proverbial capacidad de equilibrio. Dibujó el tema inicial con la majestuosidad requerida, y las cuerdas empezaron a demostrar que podían con cualquier cosa. Poco después, desde lo mas profundo del escenario, empezó a surgir el tambor de un magistral Rafael Galvez, que marcó la tremenda marcha de la invasión, construida por Afhkam con aplomo y seguridad. Si acaso, Afhkam podría haber mantenido algunos compases mas el pianísimo inicial para que la regulación dinámica hubiera sido perfecta. A ese gran nivel estuvo también el Allegro non troppo final, pleno de brío e ironía, donde hubo desajustes en alguno de los clímax pero donde la inspiración del germano y el gran nivel de la orquesta brillaron por si solos. No rayaron a tal altura los movimientos centrales, sobre todo el impresionante Adagio donde a la exaltación que Shostakovich hace de un país ocupado por los nazis, le faltó bastante de intensidad dramática,pero donde a cambio, el flautista José Sotorres nos dejó momentos inolvidables.
De nuevo el público soberano respondió con bravos y aplausos durante cerca de cinco minutos. Shostakovich volvió a triunfar, pero… ¿para cuándo la 13ª o la 14ª?
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