Jordi Pujal rinde homenaje a Sesto Bruscantini en el 20 aniversario de su fallecimiento
Bruscantini: Bondad + Arte. Veinte años de ausencia
Por Jordi Pujal
«Uno de los mejores premios que un profesional puede recibir es cantar al lado de los más grandes; y si uno de esos grandes es además un sencillo, humilde y simpatiquísimo SER HUMANO, eso es ya el súmmum. Siempre en mi recuerdo esa Zaida a su lado en «Il turco in Italia»: ¡Inolvidable, él era Selim!».
Estas palabras de la soprano coruñesa María Uriz (hace referencia a las funciones del título rossiniano celebradas en el Teatre Grec de Montjuïc en Barcelona en junio de 1984: ¡gracias por darnos titular en forma de fórmula, María!), sumergen de inmediato al lector en la personalidad irrepetible de un Hombre y Artista a quien Codalario, al cumplirse los veinte años de su fallecimiento, quiere rendir un tributo con el estilo que tal distinguido ’Cavaliere’ merece: SESTO BRUSCANTINI (Macerata, 10/12/1919-Civitanova Marche, 4/5/2003), mítico barítono que con todo derecho ostenta su propio trono en el Olimpo de la interpretación operística del siglo XX.
Artista completísimo, persona de vasta cultura, inteligente, de adorable discreción y con un sanísimo sentido del humor, de un rigor musical asombroso siempre al servicio de la expresión, sanamente obsesionado con el valor que cada inflexión de una palabra puede tener, cantante muy moderno en su época, su amplia tesitura le permitió afrontar con éxito roles defendidos por voces más graves que los que normalmente se asocian a un barítono al uso, como Dulcamara, Leporello, Don Alfonso o Don Pasquale (habiendo sido asimismo un referencial Dottor Malatesta en el ’capolavoro’ donizettiano). Y es que para procurar emociones al auditorio poniéndose al mismo tiempo a disposición de compositor y libretista, Bruscantini disponía de un arsenal de recursos con la palabra como eje vertebrador, alrededor de la cual pivotaba todo; en definitiva, gran verdad, la técnica al servicio de la expresión. Un ejemplo ilustrativo recogido por Codalario en mayo de 2019: con motivo de su debut del rol de Rigoletto en junio de ese año en Marsella, el barítono Nicola Alaimo explicaba que había preparado la parte escuchando a Sesto Bruscantini. Un referente en su repertorio para las nuevas generaciones: pocos pueden decirlo...
Afortunadamente la trayectoria de Bruscantini, de alcance universal y que le llevó a actuar por doquier (presencia habitual en el Metropolitan, La Scala, Covent Garden, Glyndebourne, Salzburg, Pesaro, Torino, etc.) es bastante conocida por haber sido debidamente documentada en diversas publicaciones. De ahí que al plantearse este tributo quien firma, amable lector/a, pensó en orientarlo más hacia la vertiente humana del personaje, sin duda fascinante y seductora y no tan nota. ¿Y cómo? Pues compartiendo a modo de tertulia vivencias, pensamientos y emociones de personas cercanas de su ámbito profesional indudablemente ’víctimas’ del corazón de Bruscantini. Y con su carrera liceista como telón de fondo.
Sesto Bruscantini actuó en el Gran Teatre del Liceu entre noviembre de 1974 y febrero de 1983 interpretando los roles de Dottor Malatesta (en dos distintas producciones de «Don Pasquale», en 1974 y 1979), Figaro de «Il barbiere di Siviglia», Dulcamara, Don Alfonso en «Così fan tutte», Dandini y Fra Melitone, obteniendo siempre grandes triunfos. Por tanto bien puede aseverarse, con cierta pena, que el público liceista quedó algo huérfano del talento inmenso de Bruscantini al haber presentado allí sólo una faceta -la digamos ’buffa’- de su vastísimo repertorio, quedando en el tintero creaciones como su icónico Giorgio Germont, Alfonso en «La favorita» , el antes citado Rigoletto, Scarpia, Posa, Simon Boccanegra, Marcello en «La bohème», Gianni Schicchi o todo su repertorio del ’Settecento’ (de obligada mención la complicidad mostrada en este repertorio con colegas como Alda Noni, Graziella Sciutti, I virtuosi di Roma, Renato Fassano, etc., que dieron admirables frutos).
Acudiendo al argot teatral decir que Bruscantini era aquella clase de artista que ’pasaba la batería’, conectaba de inmediato con el público. Algo muy importante, sin caer nunca en exageraciones e histrionismos gratuitos, siempre sobrio y señor. Un liceista de pro, Joaquim Ulldemolins, recuerda el impacto extraordinario que le causó su Dandini en «La cenerentola» de 1983; nada más aparecer en escena atacando con seguridad pasmosa una página tan endiablada como «Come un ape nei giorni di aprile» captó de inmediato su atención: imposible mirar a otro lado. ¡Y menudos recitativos, en los que era maestro insuperable! O el Melitone de excepción en esa «Forza del destino» antológica de febrero de 1983 con un reparto de lujo (Marton/Giacomini/Cappuccilli/Plishka/Bruscantini/Miltcheva/De Palma y Nicola Rescigno a la batuta). Y otro veterano liceista, el doctor Ignacio Miguel, recupera un recuerdo precioso, el ’bis’ de la ’stretta’ del dueto entre Don Pasquale (Paolo Montarsolo) y Malatesta (Sesto Bruscantini) ante las aclamaciones de un público entregado que probablemente vivía la ópera de manera diferente a como se vive hoy. Se bajaba el telón (ese dueto es el número conclusivo del primer cuadro del tercer acto) y, delante de la cortina, -habiendo colocado previamente una silla que formaba parte del decorado y que les daba un gran juego escénico-, ambos artistas llevaban al público al delirio. Impecable precisión y limpieza bruscantinianas y un monumento al canto ’sillabato velocissimo’.
«Conocí a Sesto Bruscantini con 5 o 6 años de edad en Glyndebourne», comenta la abogado y escritora Micaela Magiera -hija de Mirella Freni y Leone Magiera-. «Mi madre interpretaba allí Adina en «L’elisir d’amore»; Luigi Alva era Nemorino y Sesto Bruscantini Dulcamara, dirigiendo la escena Franco Zefirelli. Entonces se socializaba mucho, los cantantes tenían una gran amistad entre ellos y venían a menudo a almorzar a nuestro apartamento porque se comía ’a la italiana’. Sesto me fascinó nada más conocerle y desde el primer momento se mostró cariñosísimo conmigo, al extremo de que a partir de aquel momento hablaba de él como de mi «Zio Sesto» (Tío Sesto) porque ante mis ojos infantiles lo era (y así me dirigía a él): tal era su empatía con la gente. Con mi madre mantuvieron siempre una profunda amistad y respeto, profesándose mútuamente una gran admiración. En el transcurso del tiempo reencontré a mi «Zio» muy a menudo y cada ocasión era una fiesta. Mi fascinación seguía siendo la misma».
Entre 1956 y 1988 la vinculación del apellido «Aguadé» con el Gran Teatre del Liceu fue intensa. Y es que en aquellos años en que el coliseo de la Rambla disponía de una compañía propia de ballet (Ballet Titular del Gran Teatro del Liceo a partir de abril de 1966) dos de sus miembros fueron las hermanas Asunción y Ángela Aguadé Subías. Asunción se incorporó en 1956 a la compañía, permaneciendo hasta su disolución en 1988, siendo su Bailarina Estrella, coreógrafa y directora: artista de raza, siempre imbatible. Tales credenciales le permitieron colaborar con Sesto Bruscantini en calidad de ayudante de dirección y coreógrafa con motivo de una producción de «Rigoletto» en la Ópera de Dallas en la década de 1980 que nuestro protagonista dirigía escénicamente. «Artista y presencia impresionantes, tanto a nivel de persona como de artista, pura humanidad» rememora Asunción. Sin duda una oportunidad de oro para los cantantes poder desarrollar sus personajes bajo la égida de Bruscantini. Esa impronta bruscantiniana haría también mella profunda en el músico Marc Tena -hijo de Asunción-, como persona y como artista.
«Mi tío ha sido un puntal en mi vida y puedo decir que un segundo padre para mí», dice Tena. «Recuerdo con añoranza los largos veranos en la casa de Civitanova donde en todo momento se respiraba un ambiente muy artístico, con sus alumnos más próximos que pasaban temporadas ahí estudiando con él. El eco de las lecciones de canto estaba presente todo el día, impregnando el ambiente y mezclándose con el agradable calor del verano y con el olor del mar, que estaba a pocos metros de la casa. En Civitanova Marche se vive el mar muy de cerca y mi tío, cual buen hijo de tierra de pescadores, sabía navegar perfectamente; era un experto tripulante tanto en barca de vela como de remos y de vez en cuando salíamos con su propio barquito, que cada año nos estaba esperando en la arena de la playa, frente al mar. De hecho, en el comedor de mi casa tengo una foto suya que veo a diario de cuando sirvió en la Marina. Sesto Bruscantini era de esas personas con las que uno nunca se cansa de estar por la energía que desprenden, mesmerizando a quien tenía a su alrededor. Puedo decir que las largas temporadas pasadas junto a él, mi tía Mª Ángeles y el resto de la familia en la casa de Civitanova Marche son de los recuerdos más bonitos de mi vida y me siento afortunado por haberlos podido vivir». Un mar que bien seguro sería fuente de inspiración para Bruscantini al concebir su Boccanegra.
El otro elemento de la escuadra «Aguadé» desempeñaría un rol protagonista irremplazable. Ángela Aguadé fue Primera Bailarina de la compañía liceista. Cuando Bruscantini debutó en el Liceu con «Don Pasquale» el teatro estaba inmerso en los ensayos de «Guglielmo Tell» de Rossini, una producción que incluía la suite de ballet concebida por el genio de Pesaro. Durante un ensayo Ángela practicaba en el escenario; en platea, observando, Bruscantini y Ugo Benelli. Los ’jetées’ y ’pirouettes’ no dejaron indiferentes a ambos espectadores porque Benelli, feliz, trajo a colación el nombre de Carla Fracci... y Bruscantini acabaría casándonse con la brillante bailarina. Compañera inseparable de fatigas, tras abandonar la danza Ángela también colaboraría con Bruscantini, siendo digna de mención una producción de «La serva padrona» en el Festival de Wexford que interpretaba y dirigía nuestro protagonista y en que ella era Vespone. Compartieron juntos 30 años de sus vidas alcanzando una simbiosis increible, de manera que Bruscantini fue para Ángela su ’Maestro di vita’ y ésta, por su parte, se convirtió en ese cómplice/’coach’/compañero imprescindible que todo gran nombre anhela. «Yo provenía del mundo de la Danza, un mundo totalmente opuesto al de la Ópera; naturalmente el ámbito de la Ópera es mucho más expansivo que el de la Danza y, por tanto, se abrían horizontes» comenta Ángela. «Sesto me introdujo en ese nuevo mundo, me enseñó sus entresijos, me proporcionó conocimientos de técnica vocal y vocalidad, compartió su cultura conmigo, etc. El ’culpable’ de mi riqueza intelectual tiene nombre y apellido: Sesto Bruscantini».
El testimonio de Ángela es clave para asimilar la dimensión del Bruscantini intérprete. Recuerda cómo curiosamente en los ensayos daba la impresión que quizá Bruscantini no se entregaba al 100%: y es que argumentaba que un exceso de ensayos podía quitar frescura al proyecto llegado el momento de subir a escena frente al público. ¡Cuanto más frescura más libertad ’in palco’!. Un intérprete no podía ’quemar todos los cartuchos’ durante los ensayos. El director de escena daba posiciones y el personaje lo creaba el intérprete. Y todo esto daba juego a la improvisación controlada que hacía del teatro algo muy vivo. Una máxima muy distinta al concepto actual.
A propósito de esto viene como anillo al dedo una divertida anécdota acontecida en el Teatro Rossini de Pesaro (fue en 1981 o 1982, por cuanto no se ha conseguido determinar si fue durante el estreno o en la reposición de la producción) durante una función de «L’italiana in Algeri». Samuel Ramey era Mustafà y Donato Renzetti dirigía la orquesta. Un momento del famoso trio «Papatacci» entre Mustafà, Taddeo y Lindoro, cuando los tres personajes hacen su juramento. Una mesa debía ser llevada a escena por figurantes. Por una descoordinación de regiduría el armatoste apareció antes de tiempo. Para arreglar el desaguisado Bruscantini, sin inmutarse y adaptándose perfectamente a la música, echando mano de sus inagotables recursos, lo resolvió sólo como un genio es capaz de hacer. Según el texto del libreto el manifiesto del juramento que repiten los tres personajes dice «Giuro inoltre all’ocassion di portar torcia e lampion...». Comprobando atónito Bruscantini el aterrizaje inesperado de la mesa y dado que era el momento en que él debía proferir la frase en cuestión, improvisamente dijo «Giuro inoltre all’occasion... Porta via LO tavolon» en sustitución de lo marcado por el libreto. Al margen de salvar la situación, un delicioso guiño a modo de plus: «...lo tavolon», dos palabras en dialecto ’marchigiano’, Pesaro pertenece a la región de le Marche... Era ese mismo tipo de seductora complicidad que generaba con el público del San Carlo de Nápoles cuando en sus recitativos incluía palabras en napolitano. Ante la situación, el gran Ramey permaneció estupefacto. Y su gran amigo el Maestro Renzetti desde el podio le lanzó su mejor sonrisa, cómplice y feliz.
Un capítulo importantísimo en la vida de Sesto Bruscantini fue el de la enseñanza. Su dimensión humana, colosal, ha dejado un legado imborrable del que sus discípulos son agradecidos albaceas. Y qué mejor que tres de ellos hagan oir su voz en esta tertulia. Empezando por el tenor Salvador Carbó, poseedor de uno de aquellos timbres mediterráneos, luminosos y bellos en la linea de tantos tenores españoles de gratísimo recuerdo.
Explica Carbó:
«En 1993 yo estudiaba en Osimo. Me gustaba mucho cómo cantaba un compañero coreano y, dado que yo no estaba muy satisfecho con mis estudios, decidí acudir al maestro de dicho compañero. Era Sesto Bruscantini. Fui a Civitanova Marche. Abrió él personalmente la puerta: el impacto fue casi de infarto porque era ver frente a mí a Germont en persona, ese Germont del video de «La traviata» de Tokyo con la Scotto y Carreras que siempre me emocionaba hasta los tuétanos. La imagen de un ’santone’. Durante una hora estuve hablando sin parar: él me escuchaba absorto y atento. Después me hizo vocalizar y en determinado momento tapó los orificios de mi nariz. Su diagnostico: «Una bella voce nel ...». Era el 23 de abril, Diada de Sant Jordi, jornada de gran celebración en Catalunya en que es tradicional regalarse rosas y libros y entrañable sobretodo para parejas enamoradas. Yo había llevado una rosa como muestra de agradecimiento y, sabiendo que Ángela es catalana, sugerí a Sesto que, galante, le entregara la rosa y que le dijera en catalán «Feliç Sant Jordi» (Feliz Sant Jordi). Raudo y veloz, Sesto soltó con alegre vehemencia: «Jordi feliç» (Jordi feliz). Ángela y yo nos moríamos de risa. Y así, contentos, me emplazó al próximo domingo para decidir qué hacer con mi voz. Llegó el día de autos. Con Ángela prepararon un óptimo almuerzo; trabajar con el estómago vacío era algo que Sesto no estaba dispuesto a tolerar, máxime sabiendo que por aquel entonces yo era una especie de ’Gualtier Maldè, studente e povero’. Empezamos a trabajar y decidimos de mutuo acuerdo probar durante un tiempo, para ver cómo iba la cosa. De ninguna manera aceptó que yo le abonara la clase. Y así empezó una bella historia que incluso me llevó a que durante un período me instalara en su propiedad para poder trabajar más regularmente. Porque debo decir que la voz paterna que me ha colocado en mi sitio en la vida ha sido la voz de Sesto. Te enseñaba a ser persona, aprendías qué es la vida sin ser consciente que estabas aprendiendo. Te enseñaba a pensar pero jamás te obligaba a hacer. Algo importantísimo que hay que poner en relieve es que Bruscantini jamás te trataba como un alumno, siempre te trataba como un colega, como si fueras un profesional. Y nos inculcaba esta mentalidad, esta manera de proceder. Digamos, pues, que éramos un grupo de colegas uno de los cuales, Sesto, sabía mucho más.
De hecho, el Maestro Muti dijo una vez que «Bruscantini sa uno in più» (Bruscantini siempre sabe más que uno). Era muy exigente (le conocíamos como «Míster Corchea»), de una precisión musical rigurosísima: imposible decirle ’no puedo’, no lo toleraba. En su metodología primero debías asimilar la música de pe a pa y, una vez aprendida, a partir de allí pasabas a construir la interpretación. Ello conllevaba, naturalmente, a que en este punto la técnica debía estar consolidadísima. Siempre decía que un artista podía errar una nota pero nunca la expresión. Adoraba trabajar los colores, como si de un actor se tratara y no de un cantante. Le gustaba señalar a menudo que son las situaciones las que llevan a la risa del público, no los personajes (léase «Don Pasquale»). Hace unos años, mucho después de que nos dejara, por circunstancias profesionales ajenas al mundo de Bruscantini, supe de uno de aquellos gestos inherentes a Sesto que hablan de su inmensa humanidad ante los que es imposible no conmoverse. Y es que cantó improvisadamente en Lisboa unas funciones de «Bohème» sustituyendo a un colega indispuesto que precisaba mucho aquel trabajo: Sesto renunció a cobrar su cachet, cediéndolo al colega. Uno de los momentos más conmovedores de mi vida grabado con fuego en mi alma me lo proporcionó Sesto Bruscantini. Josep Carreras me invitó a participar con él en un concierto en el Royal Albert Hall de Londres. Eran los últimos años de vida de Sesto. La cita londinense era en diciembre, justo durante los días en que Bruscantini cumplía años (el 10 de diciembre). Tuve que posponer mi habitual felicitación a mi Maestro, de manera que unos días después del concierto fui a hacerlo en persona a Civitanova Marche. Yo agarraba su mano y Ángela me sugirió que le hiciera escuchar la grabación del concierto londinense. Lo hice. Era una de las piezas fuera de programa que cantaba al alimón con Carreras. Este atacó la primera estrofa, con ese timbre bellísimo, solar,... Después entraba yo. Sesto reconoció mi voz y de inmediato se echó a llorar. Sin duda alguna, el triunfo más grande de mi vida. ¡Gracias, Maestro!».
Es el turno de Alfonso Antoniozzi, de quien tengo un gratísimo recuerdo personal de un Falstaff en Madrid en 1996 con sólo 32 años; la mano de Bruscantini estaba ahí:
«Cuando a mis 18 años buscaba un maestro de canto jamás hubiera imaginado que encontraría un maestro de la vida. La suerte de haber recorrido un camino junto a Bruscantini no radica tanto en el hecho de haber heredado una técnica vocal cuyas raíces están en la edad de oro del bel canto italiano o en el haber aprendido de él un arte que me ha permitido poner el pan en la mesa durante cuarenta años haciendo lo que amo. La suerte es haber aprendido de lo cotidiano y del día a día, y no de las reglas escritas en un libro, de cómo abordar no sólo una partitura sino también el carácter de uno, adquirir un estilo de vida, una rectitud moral, en una palabra, una ética. A muchos que enseñan les llamamos ’maestros’ pero pocos son dignos de serlo con la letra inicial en mayúscula. Bruscantini fue uno de estos pocos y, afortunadamente para mí, fue mi Maestro, a quien con cada aliento de mi vida siempre estaré agradecido».
Y finalmente Roberto de Candia, feliz presencia habitual en el Liceu y donde asimismo interpretó dos roles que Bruscantini había bordado en el mismo teatro, Fra Melitone y Dulcamara:
«Es imposible resumir en pocas palabras la grandeza de un hombre como Sesto Bruscantini. La grandeza del artista es de todos conocida: la huella que dejó en el mundo de la ópera es imborrable y su legado, imprescindible. Pero aún lo es más la importancia que ha tenido en la vida de personas como yo, que hemos tenido la suerte y el honor de estar cerca de él en su esfera privada, en esos momentos íntimos llenos de humanidad y cultura. Me siento afortunado de haber sido uno de esos elegidos y de tener la responsabilidad de continuar con su ejemplo y su lección. Una tarea pesada y nada fácil pero que no puedo dejar de llevar a cabo: es la única forma que conozco de rendirle homenaje y agradecerle por tanto. ¡Gracias, Maestro!».
Hago mío también ese «¡Gracias, Maestro!» lamentando, con mi mejor sonrisa y lleno de afecto, no haberle conocido personalmente porque estoy convencido que hubiéramos congeniado mucho. Por fortuna su legado es inmenso y su recuerdo imperecedero.
P.S.: Agradecimientos a Ángeles Aguadé, Asunción Aguadé, Micaela Magiera, María Uriz (también increible correctora de texto), Salvador Carbó, Roberto de Candia, Alfonso Antoniozzi, Marc Tena, Antonio Bofill, Raúl Chamorro y Aurelio M.Seco por hacer entre todos posible esta preciosa realidad de hoy que el añorado Bruscantini merecía. Sabias palabras las que compartía ayer conmigo una gran persona muy sabia: «Pienso que quizá no sea tan malo que siempre exista una minoría selecta que aprecie de verdad lo auténtico. Lo exquisito nunca será de mayorías».
Fotos: Antonio Bofill
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