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Crítica: Sergei Dogadin, con Marc Soustrot y la  Sinfónica de Sevilla

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Autor: Álvaro Cabezas
18 de febrero de 2024

Crítica del concierto del violinista Sergei Dogadin con la Sinfónica de Sevilla bajo la dirección musical de Marc Soustrot

Sergei Dogadin, con Marc Soustrot y la  Sinfónica de Sevilla

Un programa para el lucimiento

Por Álvaro Cabezas
Sevilla, 16-II-2024. Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Sergei Dogadin, violín; Marc Soustrot, director. Programa: Concierto para violín y orquesta, en re mayor, op. 61 de Ludwig van Beethoven; y Concierto para orquesta, Sz 116 B.B123 de Béla Bartók.

   Ese fue, sin duda, el propósito con el que fueron programadas y combinadas las obras musicales que conformaron el concierto del pasado viernes, 5ª entrega del ciclo Gran Sinfónico de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. El lucimiento para el solista (violinista en este caso) con Beethoven y para la orquesta con Bartók. Y de eso hubo a raudales, aunque conseguir tal pretensión hurtó al respetable de experimentar algún tipo de emoción. Hubo lección magistral, larga, estudiada y reposada, dominio técnico y seguridad, pero no algún instante de exaltación estética o catarsis colectiva. Evidentemente eso no siempre puede darse en la sala de conciertos pero, teniendo en cuenta el momento de la temporada en el que nos encontramos –entre unas funciones de Alcina que han supuesto una significativa aportación a la historia del Teatro y a la memoria de los aficionados barrocos en Sevilla de una parte y el esperadísimo recital de Sokolov de este domingo de otra–, quizá hubiese resultado pertinente colocar en los atriles algo más reivindicativo y novedoso.

   El Concierto para violín y orquesta de Beethoven es una de las cumbres del arte musical, compartiendo preeminencia con los afamados de Brahms, Mendelssohn y Tchaikovsky. En Sevilla lo hemos escuchado con anterioridad: en 2008 con Frank Peter Zimmermann y la Sinfónica de Pedro Halffter y en 2019 con Michael Barenboim siendo dirigido por su padre y acompañado por la Orquesta del Diván en la que, hasta el momento, ha sido la última visita del maestro argentino a la ciudad del Guadalquivir. En esta ocasión, Dogadin, que es un virtuoso del violín que sin aparente esfuerzo desliza su arco y extrae bellísimos sonidos y complicados arpegios de su instrumento, ofreció una artificiosa versión de la inmortal página beethoveniana desarrollada con parsimonia, morosidad y hasta desesperante lentitud interpretativa. Existe una tradición que explica la flema con la que los músicos de venerable edad y alongada experiencia acometen las partituras: es su mucho conocimiento y acopiada práctica lo que los separa de la inmediatez propia de sus interpretaciones juveniles. El tiempo, la calma y el sosiego hacen posible volcar su sabiduría sobre una página que conocen como si la hubiesen compuesto ellos mismos. Algo de eso puede haber en Dogadin, aunque tenga sólo 36 años, ya que fue él el que marcó el pulso a la orquesta dictando la velocidad. Esta le siguió con cierta circunspección y diría que hasta con intermitente distracción a la vuelta de cada una de las intervenciones solistas y hasta de sus interminables e irreconocibles cadencias. Hasta lo bueno cansa si no tiene límites y el concierto de Beethoven parecía no tenerlos ayer entre tanta bella laxitud. Una frase célebre de Morante de la Puebla expresa que «Lo que se hace rápido no dura. Las cosas grandes de la vida se han hecho siempre despacio» y sin quitarle un ápice de razón al maestro, en arte es necesario justificar, sobre todo con la propia obra, las decisiones que se toman, sobre todo en disciplinas dinámicas como la música. Si la lentitud, tal como la entendía Celibidache, permite alargar el placer sensorial o dosificar el contenido informativo de una pieza de tamaño universal como podía ser una sinfonía de Bruckner aquello se puede convertir en un acontecimiento, como creyeron muchos de los asistentes a sus conciertos postreros en Múnich. Si el cuajo se elige como forma de expresar mejor unas virtudes artísticas estaríamos hablando de un ámbito distinto en el que, por encima de lo demás, destaca el intérprete sobre el compositor. Si Dogadin hubiera querido disimular ese objetivo no hubiera ofrecido la propina que dio, desconocida y plena de florituras y hasta de zapateado flamenco, con tal de congraciarse con un público que había estado bastante frío y lleno de distracciones durante el concierto beethoveniano que duró más de cincuenta minutos.

Sergei Dogadin, con Marc Soustrot y la  Sinfónica de Sevilla

   En la segunda parte la orquesta se mostró más en su elemento con el concierto de Bartók. Primero porque estaba prácticamente al completo sobre el escenario y segundo porque esta es una de las grandes piezas del repertorio sinfónico para gran orquesta, terreno ideal (y no otro) para la Sinfónica de Sevilla. La formación estuvo mucho mejor en esta obra que en 2018 cuando la dirigió Tangaud, ya que Soustrot dejó hacer con confianza a las distintas secciones y estas desplegaron prestancia y profesionalidad musical. Ese sentido de compromiso con el conjunto haciendo verdaderas aportaciones quedó muy patente en los metales –especialmente trompetas, trombones y tuba–, pero también en el clarinete de Domínguez Infante (con una intervención solista de ensueño) o la percusión de Iñaki Martín, creando misterio al inicio de uno de los movimientos o en el estruendoso y alargado final. Es, ciertamente, una obra moderna y que reúne una amplia gama de posibilidades, también, naturalmente, para el lucimiento, pero igualmente como matriz de la que nacerán las ideas de destacados compositores de la segunda mitad del novecientos. A Soustrot lo vimos demasiado centrado en la partitura, con gestos siempre atentos, pero menos incisivos o determinantes que otras veces, con menos imaginación para el recreo de la obra que la que utiliza en el repertorio francés. De alguna manera hizo un ejercicio de humildad artística al ponerse, en sentido figurado, tras el solista en la primera parte y tras la orquesta en la segunda, cumpliendo la máxima karajaniana de «El arte de dirigir consiste en saber cuando hay que abandonar la batuta para no molestar a la orquesta».

Fotos: Marina Casanova

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