Crítica de Pedro J. Lapeña Rey de la ópera Schwanda, el gaitero de Jaromír Weinberger en el Theater an der Wien de Viena
...y sin embargo te quiero…
Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Halle E del barrio de los museos. 22-XI-2023. Schwanda, el gaitero (Jaromír Weinberger / Max Brod). Andrè Schuen (Schwanda), Vera-Lotte Boecker (Dorota), Pavol Breslik (Babinsky), Ester Pavlu (la reina), Krešimir Stražanac (el diablo), Sorin Coliban (el mago). Orquesta Sinfónica de Viena. Dirección Musical: Petr Popelka. Dirección de escena: Tobias Kratzer.
Algunos de los que ya peinamos canas recordamos un programa de la entonces única televisión -TVE- que se emitía en los años 80 los domingos por la tarde que se llamaba «Y sin embargo, te quiero». En él, en clave de humor, se anunciaba la programación de la semana siguiente y dentro de los chascarrillos habituales, se comentaba con cierta gracia como “aunque casi nada es lo que parece, es mejor no tomárselo a mal”. Según estaba la otra tarde en el teatro del barrio de los museos vienés esa recomendación me vino a la cabeza porque el que suscribe había ido allí a ver una ópera muy rara de ver, me estaban dando otra cosa, …y sin embargo aquello estaba bastante bien… En fin, una más -y ya van…- de esta época del koncept en que casi a diario te dan gato por liebre, aunque en esta ocasión, ni tan mal.
Jaromír Weinberger nació en Praga en 1896 en el seno de una familia de origen judío. Bastante dotado para la música, empezó a tocar el piano a los cinco años y a componer y dirigir a los diez. Pasó su vida a caballo entre Checoslovaquia, Viena y los EE.UU. donde pasó sus últimos 30 años de vida tras huir de los nazis y donde murió en 1967. Compuso más de 100 obras entre óperas, operetas, obras para orquesta, para coros, cámara y piano. Su mayor éxito fue Švanda dudák-Schwanda el gaitero, ópera en dos actos con libreto en checo del periodista y escritor Miloš Kareš, basado en la obra El gaitero de Strakonice del dramaturgo Josef Kajetán Tyl. Combina con acierto el folklore bohemio - polcas, furiants o dumkas que nos acompañan sobre todo en las andanzas y aventuras del gaitero- con el lenguaje del romanticismo tardío de Korngold, Schreker o Zemlinsky -particularmente en los interludios-, e incluso por momentos escuchamos arrebatos orquestales del último Puccini. Fue estrenada en el Teatro Nacional de Praga en 1927, y meses después, Max Brod la tradujo al alemán convirtiéndose en todo un éxito en la Europa de entreguerras -más de 2000 representaciones- llegando también al Covent Garden y al MET dirigida por Artur Bodanzky con Friedrich Schorr en el papel del gaitero. Sin embargo, la llegada de los nazis al poder la hizo desaparecer del mapa y no volvió a los escenarios hasta finales del siglo pasado.
La obra es una especie de cuento de hadas para adultos basado en leyendas checas sobre la vida conyugal. Schwanda y Dorota llevan una semana felizmente casados. Él es el músico popular prototipo de «alguien importante y con carisma» en el pueblo. Ella por su parte encarna el papel de esposa enamorada y fiel que solo espera una vida sencilla en el campo. Poco después Babinsky, un bandido famoso, aparece en sus vidas huyendo de los guardias y se enamora de Dorota. Para separarles, les cuenta que lo del matrimonio acaba siendo muy aburrido y convence a Schwanda de irse con él en busca de aventuras. Van al encuentro de una reina con un corazón de hielo y sin sentimientos humanos que está bajo el hechizo de un malvado mago que ha escapado del infierno. Schwanda toca su gaita para ella rompiendo el hechizo y la reina le ofrece casarse con ella. El gaitero acepta y la besa, pero la aparición de Dorota buscando a su marido estropea todo. La reina le condena a muerte salvándose en el último momento de la ejecución gracias a Babinsky. Ya salvados, Dorota se enfrenta a Schwanda cuestionando su fidelidad. Éste le replica que si alguna vez besó a la Reina, se irá al infierno. Dicho y hecho. Babinsky aprovecha para declararse a Dorota pero ella le hace prometer que rescatará a su marido. En el infierno, el diablo le pide a Schwanda que toque para él si quiere salir de allí pero se niega. Babinsky acude al rescate y reta al diablo a una partida de cartas, ganándole tras hacer aún más trampas que él. De vuelta a la tierra los esposos se reconcilian, y Babinsky se marcha en busca de nuevas aventuras. Hasta aquí, la historia que cuenta el relato.
¿Qué nos encontramos en el teatro? Al director de escena Tobias Kratzer, de quien hace unos años reseñamos un Der Zwerg- El enano de Zemlinsky muy interesante en la Deutsche Oper de Berlín, la historia le parece una soberana tontería, y se inventa otra. Con la excusa de «profundizar en los abismos psicológicos de este cuento de hadas para adultos» y de sacar a la luz el contenido subliminal de la obra, Kratzer nos presenta una película erótica ambientada en la Viena de hoy. De hecho, durante los interludios se proyectan imágenes de los actores poniéndose hasta arriba de cerveza y yendo en taxi a lugares como el Prater o al puesto de salchichas frente de la Ópera perfectamente reconocibles por todos. Dorota engaña a Schwanda con Babinsky en su pequeño apartamento de la ciudad. Este le incita a buscar sexo divertido, así que viajan hasta el palacio rico y sofisticado de la reina. Con su melodía, Schwanda calienta a la reina y ésta le premia con una felación, mientras el mago, aquí una especie de consejero real, se masturba viéndoles. En lo único que se parece a la historia original, es que Dorota entra y lo estropea todo. El infierno al que cae Schwanda tras confesar que besó a la reina -¿besar? si le llega a confesar la verdad…-es un tugurio de mala muerte en las afueras de la ciudad, y tras la escena en que Babinsky juega a las cartas con el diablo y le libera, vuelve a casa para encontrarse de nuevo a Dorota -la dulce y fiel Dorota- en la cama con Babinsky.
Pero como dije al principio, …y sin embargo te quiero… Si comparas la obra con el Schwanda original, es una completa y absoluta incongruencia. Sin embargo y por una vez, la historia de Tobias Kratzer está muy bien hecha, y salvo el momento puntual de una orgía bastante desagradable proyectada en uno de los interludios del infierno, es elegante, coherente con lo que busca y desarrollada con mucho detalle. Los decorados y el vestuario realizados por Rainer Sellmaier -un pequeño apartamento para los esposos, un lujoso salón para la reina, un pub de tercera en lugar del infierno- ayudan a ahondar mas en lo que busca Kratzer.
Si como vemos, la parte escénica tuvo su controversia, afortunadamente la musical fue excelente, tanto en el foso como en el escenario. En su primer trabajo con la orquesta tras haber sido nombrado director titular de la misma a partir de la próxima temporada, el checo Petr Popelka hizo un trabajo brillante, rico en matices, detallista e intenso en la opulenta orquestación de los interludios, y alegre y energético en la parte más folclórica, consiguiendo una respuesta de primer nivel por parte de la Sinfónica de Viena. El Coro Arnold Schonberg a las órdenes de Erwin Ortner fue la «máquina perfecta y comprometida dramáticamente» a que nos tiene acostumbrados.
Del elenco brillaron con especial relevancia los tres protagonistas de la obra. Andrè Schuen con su voz de barítono lírico, buena emisión, timbre rico y noble, de graves rotundos y agudos timbrados, amplio registro y volumen suficiente, cantó con gran elegancia y escénicamente transmitió con detalle -a veces demasiado- la turbulencia mental en que Kratzer sumerge a Schwanda. La joven soprano lírica Vera-Lotte Boecker fue una vez más el volcán a que nos tiene acostumbrados. Con su canto amplio y bien proyectado, y sus agudos sanos y brillantes -aunque a veces algo estridentes-, arrasó con su personalidad en escena y su Dorota distó mucho de ser la esposa sumisa de la obra original. El checo Pavol Breslik, muy musical, de timbre atractivo aunque algo impersonal, de grata emisión y proyección brillante, fue un Babinsky divertido, entrañable, capaz de seducir a los dos esposos y de ganarle a las cartas al diablo. Un papel que le va como anillo al dedo, muy superior aquí que en otros papeles italianos del pasado. El resto del elenco cumplió con creces. La mezzo checa Ester Pavlu fue una reina de fuerte presencia y canto digno, matizando muy bien cuando su corazón es de hielo y cuando no lo es. El bajo-barítono croata Krešimir Strazanac fue un diablo divertido y algo gutural. El bajo rumano Sorin Coliban mostro una voz potente y escénicamente sucumbió a las ideas de Kratzer. Tanto el tenor Miloš Bulajić, como el barítono Henry Neill y el tenor Iurie Ciobanu dieron cuenta de los breves papeles secundarios.
Afortunadamente, con orquesta, con director, con cantantes e incluso con esta controvertida producción, vimos una excelente función, recuperamos un título olvidado que merece volver a los escenarios, y por un momento nos olvidamos de aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor». Bueno, salvo en una cosa. Antes de entrar al teatro y en la misma página web de la representación, nos avisaron de que al haber escenas de sexo, «éstas eran simuladas, hechas con el máximo respeto y con el apoyo de una coordinadora de intimidad». Parece mentira que sea necesaria una advertencia así y que el nivel de libertad en el que vivimos en las últimas décadas del s. XX vaya decayendo poco a poco en aras de la mojigatería, el puritanismo o lo políticamente correcto.
Fotos: Matthias Baus
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