Por Javier del Olivo
22/23 y 25/08/2014. Schubertiada de Vilabertran. Iglesia Canónica de Vilabertran. Franz Schubert: La bella molinera, El viaje de invierno, El canto del cisne. Ludwig van Beethoven: A la amada lejana. MatthiasGoerne, barítono, Alexander Schmalcz, piano.
Más que una crónica, estas líneas que siguen son el resumen de unos días vividos con intensidad. Unos días en los que he satisfecho unos de mis apetitos musicales más deseados: oír en tres jornadas casi consecutivas los tres ciclos de lieder de Franz Schubert y, para colmo, en la voz de uno de mis cantantes más admirados en este campo, un “animal” de lied como es Matthias Goerne. Si fueran otras fechas pensaríamos que esto había sido en un teatro de primera línea, de esos que acaparan ayudas y patrocinios. Al ser verano, incluso se podría pensar en alguno de los principales festivales estivales, quizá Granada o Peralada. Pero no, este milagro para el converso liederista tiene lugar en un pequeño pueblo del Alt Empordà llamado Vilabertran.
Allí, cual encajeras veermerianas y desde hace veintidós años, un pequeño grupo de aficionados pone en pie uno de los festivales más atractivos para los amantes de la música de cámara y, sobre todo, del lied. Y como no podía ser de otra manera, el nombre del festival es el mismo que pusieron los amigos de Schubert a las, primero pequeñas y luego más numerosas, reuniones en las que se encontraban para interpretar y disfrutar las obras del maestro vienes, que muchas veces, mientras vivió, asistía también: Schubertiada.
El amante del lied es el “bicho raro” de los aficionados a la música clásica. Pocas veces encuentra donde dar satisfacción a su pasión. Si vive en Madrid o no trabaja entre semana quizás se pueda acercar al excelente ciclo del Teatro de la Zarzuela pero, las más de las veces, se tendrá que conformar con un concierto que se abre con algún lied sinfónico (conmemorando el aniversario de este o aquel compositor famoso) o, con suerte, con que una asociación filarmónica ofrezca un concierto con un artista en gira por el país. Por eso, lo que más sorprende en la Schubertiada es la cantidad de “bichos raros” que hay. El aficionado que va por primera vez a Vilabertran, lo que más aprecia, fuera del apartado musical, es la total entrega del público con la música, el respeto absoluto al artista, la ausencia de toses inoportunas y, sobre todo, esos segundos mágicos en silencio al final de un ciclo, cuando el tiempo se detiene y todos, oyentes e intérpretes, van volviendo a la realidad.
Matthias Goerne tiene una especial relación con Vilabertran. Fue aquí donde, de la mano del Dr. Roch, alma máter del Festival, se le dio su primera oportunidad fuera de Alemania. Y él lo agradece con una fidelidad que este año ha llegado a su culmen con la interpretación de los tres ciclos schubertianos. Comenzó (respetando el orden de composición) con “La bella molinera”. Antes una conferencia (novedad este año en la Schubertiada, que se completa con tres disertaciones más) del propio Dr. Roch nos puso en antecedentes de lo que íbamos a escuchar. Sobre todo del choque de dos personalidades muy especiales, las del poeta Wilhelm Müller y la del compositor Franz Schubert. La poesía de Müller, con su indeleble sello romántico, encontró su expresión máxima en la música de Schubert. Pero no se nos contó que faltaba un tercero en discordia: Goerne. No voy a mentir. No entendí hasta unas horas después, cuando escuché su Winterreise, su visión de la “molinera”. La historia del molinero enamorado de una no muy proclive a sus deseos joven molinera, la frustración de esta situación en el joven, la aparición de un cazador que conquista el amor que a él le ha sido negado y la postrera desesperación que le hace echarse en brazos de su amigo el arroyo, no me llegó adentro como otras veces. Vi al cantante demasiado desbocado, impetuoso, me atrevería a decir, incluso, gritón. Sólo en los lieder más íntimos, más desgarradores volvía el Goerne que admiro. No ayudaban a centrarme los constantes bamboleos del artista, más gesticulante que en otras ocasiones. Hay que decir que mis circunstancias no eran las mejores. Llegaba a Vilabertran después de un largo viaje, chapoteando por los charcos de una tormenta inclemente. Incluso los saludos sociales de las primeras filas del público y el retraso considerable con el que comenzó el concierto me indispusieron. Todo influye a la hora de ir a un espectáculo, pero también hay que ser justos y que esto valga para todos los ciclos: en el escenario estuvo de la mano de Goerne la perfecta dicción, el legato casi estratosférico, las dinámicas que dejaban con la boca abierta (he de reconocer que pensé alguna en vez en Cecilia Bartoli). Y además esas notas graves que pocos barítonos que frecuentan en este repertorio pero que el cantante alemán da con rotundidad. En fin, todo lo que hace que lo admire tanto. Salí contento pero no exultante.
Al día siguiente llegábamos a la cumbre, a mi humilde entender, del mundo del lied: El viaje de invierno. No creo que haga falta explicar el peregrinaje al que, a través de veinticuatro canciones, Schubert nos lleva. La desesperación del amante rechazado, del hombre solo, tiene veinticuatro estaciones que culminan con ese auténtico desgarro que es “Der Leiermann”. Y en ese deambular por el invierno del poeta comprendí la visión de Goerne. Su viajero no es el lánguido desesperado, no es alguien que admita la derrota y cante su desesperación. Es el del hombre que clama contra el destino, que, rebelde, se enfrenta a él aunque tenga todas las de perder. En su camino comprende que el tilo nunca será ya su cobijo y que el correo ya no tiene cartas de amor para él. Y en ese último lied, en esa última estación, el hombre se da cuenta que no está solo, que otro ser tan perdido como él le acompaña al final. Entonces entendí “la molinera”. Era el mismo hombre que feliz buscaba el amor, desesperado se daba cuenta que nunca lo tendría y que finalmente, pero no sin bravura, acababa con todo.
El “Canto del cisne” es el invento de un editor que a su muerte agrupó una serie de poemas de su última etapa y le puso este título aunque el único nexo entre los trece (a veces catorce -Goerne cantó trece y dio como propina “La paloma mensajera”-) es que se crearon sobre los versos de dos poetas: Ludwig Rellstab y Heinrich Heine. Les precedió en el programa el que se considera el primer ciclo de lieder de la historia: “A la amada lejana” de Ludwig van Beethoven. Una relación la del maestro de Bonn y Schubert que da para hablar mucho y que influyó mucho en el segundo aunque ahora se considere a Schubert como el máximo exponente del lied romántico. Para mi, y para otros aficionados, fue el mejor recital del ciclo.
El ciclo beethoveniano fue cantado con una delicadeza, con un gusto, que lo revalorizó completamente. Te sentías como en un salón estilo imperio y no en una iglesia románica. Y en el “Canto” se sintió que Goerne se liberaba. Ya no había que contar ninguna historia, ya no había un principio y un fin. Y el cantante se dedicó a crear un collar de catorce diamantes, diferentes en su contenido, pero iguales en su perfección. Pocas veces me he emocionado tanto en un concierto ante la calidad y la belleza de lo que se nos ofrecía. Impecable.
El lied no existiría sin el piano. Más que nadie lo sabía Schubert y si bellas son sus melodías cantadas, de obras maestras se pueden calificar muchos de sus extraordinarios acompañamientos. El sostén de Goerne fue siempre Alexander Schmalcz que fue siervo fiel pero no sumiso. Dio vida a un piano que estuvo a la altura de la exigencia del cantante. Y como con la voz, fue en el tercer concierto donde el sonido fue más pulido, más logrado.
Tres días para no olvidar en un enclave perfecto, la mejor compañía y rodeado de “bichos raros” que nos sonreíamos satisfechos a la salida de cada concierto. Gracias Schubertiada de Vilarbertran.
Fotografía: Marco Borggreve
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