David Afkham dirige la ópera «Salomé» de Strauss en el Auditorio Nacional, dentro de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España
Salomé incendia el Auditorio
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 26-VI-2022, Auditorio Nacional. Ciclo Orquesta Nacional de España. Salomé, op. 54 (Richard Strauss). Lise Lindstrom (Salomé), Tomasz Konieczny (Jochanaan), Franz van Aken (Herodes), Violeta Urmana (Herodías). Alejandro del Cerro (Narraboth), Lidia Vinyes-Curtis (Paje de Herodías), Josep Fadó (Judio I), Pablo García-López (Judío II), Vicenç Esteve (Judío III), Angel Rodríguez Rivero (Judío IV), David Cervera (Judío V y Nazareno II), Tomeu Babiloni (Nazareno II y Soldado I), David Sánchez (Soldado II), Pablo Llarena (Capadocio), Francisca Calero (Esclava). Orquesta Nacional de España. Dirección musical: David Afkham. Concepto de escena: Susana Gómez. Versión concierto dramatizada.
La temporada de la Orquesta Nacional de España bajo la dirección de su titular David Afkham volvía a programar, después de El holandés errante, Elektra, El castillo de Barbazul y Tristán e Isolda, interpretadas los últimos años, una ópera en concierto, Salomé de Richard Strauss. Si hay que aplaudir la circunstancia, mucho más que, al igual que las citadas, se tratara de una versión semiescenificada con una elegante, hábil y eficaz dramatización a cargo de Susana Gómez, -a resaltar también la labor de Gabriela Salaverri en el vestuario de la protagonista y Manuel Fuster en la muy atinada iluminación- que me permite volver a reivindicar que las versiones en concierto «convencionales», con todos los artistas tiesos como una vela sin levantar la cabeza de la partitura, deben desterrarse para siempre. Asimismo, una vez más, se pone de relieve que una versión semiescenificada con un movimiento escénico somero y eficaz y unos cuántos elementos simbólicos -la chaqueta de Narraboth con un pañuelo rojo encarna su cadáver; una especie de recipiente o pecera de cristal con un líquido rojo evoca la cabeza inerte del bautista y su sangre- bastan para que luzca en todo su esplendor una creación perfecta, detrás de la que están genios como Richard Strauss y Oscar Wilde. Por tanto, sobran la gran mayoría de «dramaturgias paralelas» y diversos delirios escénicos que diseminan por los teatros del Mundo las ahora estrellas de la lírica, los afamados, infatuados y muy bien pagados directores de escena. Importante resaltar que los sobretítulos en español ayudaron mucho a que el público siguiera la obra y contribuyeron también al éxito del evento.
Como personaje secundario del texto bíblico, la princesa Salomé ejerció históricamente indudable atracción sobre gran número de artistas, principalmente plásticos, aunque la base de la ópera de Richard Strauss se encuentra en la obra de teatro de Oscar Wilde, que introduce sensibles cambios en el argumento. La tragedia del escritor irlandés no pudo estrenarse en Londres, por su escabroso tema, y sí en París en 1896. Un Richard Strauss totalmente hechizado por la caracterización de la actriz Gertrud Eysoldt, intérprete del estreno berlinés de la obra, se decidió a componer una ópera sobre el texto alemán, adaptado por él mismo, de Hedwig Lachmann. Estrenada en Dresde en 1905, la obra provocó una auténtica sacudida en la Europa de la época, tanto por su audaz escritura musical como por erotismo a flor de piel encarnado, especialmente, en la depravación sexual de la protagonista, que entronca con el concepto de femme fatale y culmina besando la cabeza exánime de Juan el Bautista. Todo ello supuso una convulsión para las mentes “bienpensantes” de la burguesía europea de principios del siglo pasado.
Lo cierto es que Salomé es una de esas óperas que pueden calificarse de perfectas por su impecable imbricación músico-dramática, su óptimo sentido de la concisión e irresistible progresión teatral, todo ello con una orquestación lujuriosa, exuberante, plena de tensión tonal y con pasajes de gran violencia sonora.
La soprano estadounidense Lise Lindstrom interpretó una buena Elektra con la Orquesta Nacional en 2017, aunque en dicho papel, para soprano dramática genuina, se apreciaron diversas limitaciones. Ese mismo año pude ver su encarnación de Salomé en la Ópera de Viena, con la ya mítica producción de Boleslao Barlog –una de las más antiguas aún vigentes en dicho teatro-. El papel de la princesa idumea conviene mucho más a sus medios de soprano lírica con timbre penetrante y agudos punzantes. Su creación vocal y dramática fue notable. Ya en 2022, la Lindstrom ha ofrecido en Madrid su encarnación de «la princesa de 16 años con voz de Isolda» -en palabras del propio Strauss- y aunque se ha apreciado cierto declive vocal provocado sin duda por la constante asunción de papeles de soprano dramática tan temibles como Elektra y Brunilda, se ha coronado como la mejor del elenco y ha ratificado su magnífica creación vocal e interpretativa de la princesa de Judea. Esta joven adolescente, caprichosa y altiva, consciente de su poder tanto erótico como de estirpe, acostumbrada a conseguir todo lo que desea, a que nadie le niegue nada y que ha crecido en una familia «de moral dudosa» en que su madre Herodías ha casado primero con su tío y luego con Herodes Antipas, hermano de su primer esposo. La princesa, que padece constantemente las poco disimuladas «atenciones» eróticas de su padrastro, queda fascinada por la figura del profeta, Juan el Bautista, que lanza sus exaltadas soflamas contra su madre y su corrupción moral. Se encapricha de él, pero se ve rechazada contundentemente, lo que le lleva a pedir, por despecho -ella acostumbrada a tener lo que quiere- su cabeza en una bandeja de plata como premio por bailar ante su lascivo padrastro, el tetrarca de Judea. De esta manera, la adolescente caprichosa entra en el mundo adulto con un depravado despertar sexual que le lleva a besar la cabeza inerte del profeta. Todo ello fue espléndidamente expresado por la Lindstrom en su magnífica creación del personaje.
Aunque la orquesta a que debe enfrentarse la soprano protagonista es exuberante, una soprano dramática neta resulta demasiado pesante, pues la escritura vocal de la princesa adolescente contiene pasajes que piden canto piano, flexibilidad, capacidad para filar y smorzar el sonido, además que un color claro, que encarna mucho más apropiadamente el personaje. Lise Lindstrom posee un timbre claro, de soprano lírica, con capacidad para regular el sonido y buena gama dinámica, con lo que transmite la juventud y sensualidad de este personaje. Si bien le falta anchura al centro y entidad a los graves, estos son emitidos con habilidad por la cantante, sin excesiva exageración, pero dotándoles de cierta entidad y conserva capacidad para superar la copiosa orquesta, aunque en este caso la batuta no fue muy piadosa con los cantantes. En el registro agudo de la Lindstrom, de metal fúlgido, se aprecia cierta erosión, suena algo más forzado, algo abierto y con leve oscilación. Conserva brillo y penetración tímbrica, pero ya no se escuchan esas notas afiladas, firmes, que como saetas penetraban hasta el techo de la sala. La Lindstrom nunca vocifera, es una buena vocalista y demostró capacidad y resistencia para abordar una escena final tan larga y exigente vocalmente como la que cierra la ópera, una de las más emblemáticas para soprano de todo el repertorio.
Por su parte, Tomas Koniecczny lució su vozarrón amplio, robusto y caudaloso, capaz de superar la orquesta straussiana sin problema alguno. Cierto es que estamos ante un cantante un tanto rudo, pero sus modos se adaptan bien a las exaltadas soflamas que emite el profeta. Además, el barítono-bajo polaco, que ha encarnado a Wotan en La Valquiria y Sigfrido de la Tetralogía ofrecida recientemente en el Teatro Real, es un buen actor, agudo caracterizador, siempre intenso y comprometido como intérprete. Detecté cierto declive en la estupenda Violeta Urmana, mermada de volumen y con un centro que empieza a agujerearse. El papel de Herodías, de tesitura fundamentalmente centro-grave, apenas le permite lucir esporádicamente su bello timbre y algunas puntuales notas agudas de calidad, por brillo y colocación. Apreciables también, cómo no, su elegancia y empaque regio en escena. El tenor Franz van Aken ofreció hace tres años un insustancial Tristán con importantes carencias en la temporada de la orquesta Nacional. Sin embargo, en esta ocasión caracterizó un estimable Herodes, el lascivo, medroso y aprensivo tetrarca de Judea. El timbre árido e ingrato del tenor holandés no importa tanto si se domina el spreshgesang en un papel de tenor característico. Acentos e intención en el decir se sumaron a una gran entrega en escena para completar una estimable caracterización.
Los secundarios, todos españoles lo cual es justo, lucharon con desiguales resultados y encomiable profesionalidad contra la ingrata acústica para las voces de la sala, el aparatoso sonido de una orquesta copiosísima y situada a su altura. Cabe destacar al tenor Alejandro del Cerro, siempre entregado y aguerrido, en el papel del joven sirio capitán de la guardia Narraboth, que empieza la ópera con su bellísima frase «Wie Schön ist die prinzessin Salome heute nacht» –«Qué bella está la princesa Salomé esta noche» y hechizado por la princesa se suicida al no soportar su atracción por el Bautista. Asimismo, el sonoro Josep Fadó comandó un compenetrado quinteto de judíos junto a Pablo García-López, Vicenç Esteve, Angel Rodríguez y David Cervera, que demostraron su entusiasmo y buena química incluso en los saludos finales.
David Afkham ofreció una eficaz y resultona dirección orquestal presidida por un sonido compacto, suntuoso y amazacotado en el que se echaron en falta diferenciación de planos orquestales y un mayor cuidado por los pasajes líricos y de impronta camerística de la fascinante orquestación Straussiana. Afkham no tuvo piedad con los cantantes a los que lanzó una maciza barrera sonora. Indudablemente, estamos ante una escritura orquestal vigorosa, fastuosa, muchas veces violenta, pero sabemos que el gran músico bávaro quería que sonara como Mendelsshon, sin pesantez, con articulación y las mayores transparencia y morbidez posibles. Afkham, sin embargo, se centró en acentuar el aparato sonoro, al frente de una orquesta Nacional que respondió de forma notable, acorde al gran momento en que se encuentra, aunque el terremoto de sonido engulló los detalles, el aquilatamiento tímbrico y la claridad expositiva. Se echó de menos un mayor vuelo y relieve en la danza de los siete velos, pero cabe destacar, que la batuta de Afkham mantuvo desde el comienzo unas respetables dosis de tensión, energía, intensidad, incandescencia y fuerza teatral. El éxito fue apoteósico.
Fotos: OCNE
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