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Crítica: La Sinfónica de San Luis concluye su gira por España con un concierto en Oviedo bajo la dirección de David Robertson

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Autor: Aurelio M. Seco

DE PELÍCULA

   Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Oviedo. 11-II-2017. Auditorio Príncipe Felip. Ciclo Conciertos del Auditorio. Saint Louis Symphony. Violín, Gil Shaham. Director: David Robertson. Obras de Adams, Korngold y Dvorak.

   La reciente gira de la Saint Louis Symphony por nuestro país ha sido todo un acontecimiento para el contexto musical español. Las últimas visitas del conjunto vinieron de la mano de Leonard Slatkin, en 1985 y, en 1998, de Hans Vonk, lamentablemente, fallecido en 2004. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez. No es, como se puede observar, nada fácil organizar una gira internacional de este tipo y menos con los tiempos que corren. Importantes orquestas estadounidense están pasando por dificultades económicas. Tres han sido en esta ocasión las ciudades que ha visitado el conjunto, el más antiguo de Estados Unidos tras la Filarmónica de Nueva York: Valencia, Madrid (para Ibermúsica) y Oviedo, formando parte del excelente ciclo de Conciertos del Auditorio. Y lo ha hecho con dos programas diferentes que ha interpretado de la mano del estadounidense David Robertson, su director titular desde hace doce años, hombre de notable talento sobre la tarima y evidente don comunicativo

   El programa ovetense tuvo a Estados Unidos como tema recurrente. La obra de un norteamericano sirvió para abrir el programa. The chairman dances, foxtrot para orquesta, de John Adams, un encargo de la Milwaukee Symphony cuyo material parece que procede de una escena eliminada del tercer acto de la ópera Nixon in China, del propio Adams. La pieza está bien escrita y su interpretación resultó brillante pero, como en tantas obras minimalistas, la repetición por sistema puede llegar a agotar el mensaje demasiado pronto, a pesar de los interesantes cambios orquestales y de carácter expuestos en esta partitura. La versión dejó ver desde el primer momento el atractivo sonido que desprendió la orquesta durante toda la noche y el alto nivel de profesionalidad de cada uno de sus componentes. El estilo propuesto por Robertson resultó siempre equilibrado, sin estridencias pero tampoco sin renunciar a una reconfortante expresividad, que nos pareció justa y sopesada de manera tan personal como sabia. Más interesante fue la audición del Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 35 de Korngold, obra del siglo XX que ha conseguido entrar a formar parte del repertorio, gracias a una estética atractiva, de naturaleza cinematográfica, pictoricista, de ricos momentos expresivos. La obra se puso en manos de un gran violinista, Gil Shaham, quien lució sonido bello, nítido. El trabajo de Robertson y la orquesta acompañando fue exquisito, dejando siempre el necesario espacio rítmico y sonoro a la elegantísima interpretación de Shaham, muy meritoria. El nivel de comunicación entre solista, orquesta y director nos pareció muy alto, de una sorprendente unidad de criterio. La propina fue inusual, un arreglo para violín y  orquesta de la obra titulada Schön Rosmarin, escrita por el violinista y también compositor Fritz Kreisler y perteneciente a una serie de tres piezas que lleva por título Alt-Wiener Tanzweisen. Parece que el propio Kreisler gustaba de tocarla como propina. La versión estuvo llevada por un rubato muy personal y contagioso que fue bien al carácter de la partitura. Orquesta y solista volvieron a encajar como un guante, llevados por una musicalidad expresada con tal naturalidad y amor por esta música que nos emocionó.

   En la segunda parte David Robertson ofreció una magnífica versión de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, autor checo que, como es sabido, se inspiró en el folclore estadounidense hasta convertirla en su gran obra americana. La sinfonía además se estrenó en el Carnegie Hall de Nueva York, en 1893, bajo la dirección de Anton Seidl, y fue recibida entonces con un enorme éxito que se ha mantenido hasta hoy, convirtiéndose en una de las partituras sinfónicas más populares. Espléndida versión, más refinada que enfática, pero rica en intencionalidad y matices. El primer movimiento nos pareció el mejor expresado, con Robertson comprometido gestualmente hasta el más mínimo detalle. Todo parecía perfectamente estudiado; a cada fragmento parecía corresponder un gesto e intencionalidad acecuada. La versión estuvo llevada por una coherencia dramática clara, elocuente y apasionada. El director norteamericano, trompista además, cuidó el volumen de los metales con especial interés, creemos que incluso demasiado, pues nos hubiera gustado sentirlos algo más presentes. Pero pocas veces nos parecieron tan ajustados los volúmenes de las secciones, tan bien puestos en su sitio, sobre todo en un recinto como el Auditorio Príncipe Felipe, de acústica peculiar. Incluso nos gustó la colocación de la orquesta, que consideramos canónica. El segundo movimiento nos pareció algo más plano, pero no por ello menos interesante. Fue un estilo elegido desde la libertad de un maestro de gesto generoso, puede que excesivo pero, en cualquier caso, sincero y coherente con los momentos musicales. Admirable versión, que obligó a ofrecer una propina, la conocida obertura de la opereta Candide, de Leonard Berstein, expresada con algo menos de facilidad en algunos fragmentos, pero soberbia de carácter y estimable en su concepción. Gran concierto.

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