Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Los primeros humanos -Die Ersten Menschen- de Rudi Stephan en el Teatro Arriaga de Bilbao
Talento segado en las trincheras
Por Raúl Chamorro Mena
Bilbao, 20-IV-2024, Teatro Arriaga. Die Ersten Menschen - Los primeros humanos. (Música de Rudi Stephan sobre libreto de Otto Borngräber). Simon Neal (Adahm-Adán), Annette Dasch (Chawa-Eva), Daniel Schmutzhard (Kajin-Caín), John Dazsak (Chabel-Abel). Euskadiko Orchestra - Orquesta Sinfónica de Euskadi. Dirección musical: Robert Treviño. Dirección de escena: Calixto Bieito.
Es un placer regresar a Bilbao, pasear por el casco viejo y disfrutar de su excelente gastronomía, además de ver una ópera en el precioso Teatro Arriaga. En este caso, una obra muy infrecuente, pues ni siquiera su autor pudo verla representada en vida. Rudi Stephan (1887-1915) vio truncada su más que prometedora carrera como compositor, a los 28 años de edad, en las trincheras del frente Oriental de la Primera Guerra Mundial. El Teatro Arriaga, sin duda, se ha apuntado un tanto con la programación de esta ópera tan inhabitual, ejerciendo con ello de adecuado complemento a la programación regular operística bilbaína a cargo de la ABAO en el Palacio Euskalduna. En la ópera Los primeros humanos está presente la irresistible influencia wagneriana como base, para, desde un romanticismo tardío, zambullirse en la senda de la modernidad en la línea de un Richard Strauss, un Alexander von Zemlinsky, un Franz Schreker y, por supuesto, Arnold Schoenberg.
Una clara factura expresionista y la presencia del psicoanálisis freudiano se combinan en una obra con exuberante orquestación, sin coro y sólo cuatro personajes. Los primeros seres humanos a los que alude el título de la ópera no son otros, que los de la Sagrada Biblia, si bien el libreto de Otto Borngräber se basa en un poema propio del mismo nombre, que describió como «misterio erótico». Efectivamente, Adán se encuentra hastiado y sin horizontes vitales. Eva, por su parte, rezuma insatisfacción sexual por los cuatro costados, pues Adán ya no la busca, ya no la desea. Caín no ve a Eva como su madre, si no como la única mujer a su alcance y hierve en pulsión sexual hacia ella. Abel también, pero a su modo, reconduciéndolo a la faceta espiritual, pues ha encontrado en Dios el fundamento de su vida. Este erotismo explícito de la obra, que se estrenó póstumamente en Frankfurt en 1920, junto al expreso impulso sexual incestuoso provocaron todo un escándalo en la época.
Calixto Bieito se mueve como pez en el agua en estos ámbitos y ofrece una notable puesta en escena, especialmente por la muy elaborada dirección de actores y caracterización de personajes, que culmina con un tórrido trío incestuoso entre Eva y sus dos hijos. No faltan proyecciones y videos, unos más atinados que otros y sobra la delectación de Bieito porque los artistas se embadurnen en el zumo de las abundantes frutas, la ceniza que cae del cielo y esa sangre del supuesto «cordero de Dios» con el que Abel cumplimenta el sacrificio ritual. Bieito y su escenógrafa Rebecca Ringst sitúan a esta familia sobre un escenario que se adentra en el patio de butacas, en una pequeña casa que encarna su soledad y aislamiento, donde se sientan a comer, como una familia burguesa más. De esta forma, en unos minutos previos a comenzar la música ya se nos perfila cada personaje. Un gran clímax teatral logra este montaje procedente de la Ópera de Amsterdam con el asesinato de Abel por parte de su hermano, después del citado trío incestuoso y, sobre todo, con el abrazo final entre Adán y Eva, que sella la puerta de esperanza para la humanidad.
La orquesta se colocó en el escenario propiamente dicho y detrás de una pantalla, que sólo se levantó durante un corto pasaje. Esto afectó a la proyección del sonido, pero no a la espléndida labor de Robert Treviño que obtuvo un muy estimable rendimiento de la orquesta de la que es titular. Sonido de calidad, limpio, sedoso y empastado, claridad expositiva, factura teatral y progresión dramática en una estupenda dirección, que supo poner de relieve las ricas y variadas sonoridades orquestales - la orquesta parece convertirse en un órgano durante las soflamas religiosas de Abel-, la variedad de colores y tímbricas.
Respecto al elenco, hay que resaltar que todos ellos resultaron entregados y comprometidos en lo dramático con un gran trabajo escénico bajo la dirección del responsable de la puesta en escena. Eso sí, es obligado diferenciar entre dos buenos actores cantantes, Annette Dasch y John Dazsak, con pésimo canto, sonidos ingratos y desafinados por doquier y, por otro lado, dos cantantes equilibrados en lo vocal, Simon Neal y Daniel Schmutzhard, que se mantuvieron dentro de una urbanidad canora, además de caracterizar adecuadamente sus personajes. Efectivamente, no se puede dotar de mayor sensualidad y expresa fuerza erótica que la soprano Annette Dasch a su Eva, en un esfuerzo escénico admirable. Sin embargo, vocalmente, el material es sonoro, pero el canto, deslavazado, pródigo en sonidos fijos, agrios y claramente desafinados. En similares coordenadas, el tenor John Dazsak, cuyo canto se mantuvo más o menos asumible mientras transcurría por el centro de la tesitura, pero se convertía, al ascender a la zona alta o intentar apianar, en una serie de notas duras, abiertas y mortecinos falsetes fuera del marco tonal y muy ingratos a cualquier oído civilizado. Tan seria como sólida, tanto en lo vocal como en lo interpretativo, la caracterización de un desilusionado Adán por parte de un experimentado Simon Neal, dueño de una recia y sonora voz de bajo-barítono. Más claro el timbre baritonal, pero homogéneo, bien emitido y de estimable caudal, de Daniel Schmutzhard, que encarnó un Caín devorado por la pasión carnal, ardiente de deseo hacia su madre, única mujer que conoce y descreído ante la dimensión espiritual que encarna Abel.
Fotos: E. Moreno Esquibel / Teatro Arriaga
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