Por Aurelio M. Seco
Cuando Pilar Alén nos dijo que existía una Fonoteca en Santiago de Compostela, algunos decidimos visitarla. Yo estaba estudiando Historia del Arte y Alén daba Historia de la Música en una de las clases del edificio que acoge la Facultad de Geografía e Historia. Sigue sin haber Musicología en Santiago, una ciudad que era entonces, supongo que igual que ahora, perfecta para un estudiante. Qué magia transmite Santiago, cuánta historia, enjundia, alegría y melancolía en sus calles y piedras.
La Fonoteca estaba en una de las cuestas que salían de la Plaza Roja de Santiago. La mas incómoda de todas. Me hice relativamente asiduo a ella, un poco por investigar y otro poco por pasar algunos ratos vacíos, escuchando versiones que no se podían encontrar fácilmente. Creo que ya no está en el mismo sitio y, aunque estuviera, se habría quedado obsoleta. Un portal como Spotify es hoy mucho más interesante que la más completa fonoteca del pasado. Cómo son las cosas. Oír un disco en la Fonoteca de Santiago resultaba un acto incómodo y algo farragoso. Teníamos que solicitarlo en CD o vinilo, y esperar a que nos lo pusieran. Seleccionábamos un asiento y unos cascos y, si el disco era de vinilo y te gustaba algún fragmento en concreto, tenías que molestar al encargado de turno para que te lo volviese a poner desde el principio. Nunca más de una vez, si no querías arriesgarte a aguantar malas caras.
Aquel día solicité una grabación de la Sonata en si bemol menor de Chopin por Rubinstein. Cuando llegó el segundo movimiento, la conocida Marcha Fúnebre, que emocioné tan profundamente que pedí que me repitieran el fragmento varias veces. Me llegué a obsesionar con la grabación y las inflexiones que Rubinstein imprimía al movimiento, una auténtica obra maestra de Chopin. Y volví un día tras otro a oír el fragmento, una y otra vez, una y otra vez. Para el encargado de la Fonoteca, yo era “el que siempre pedía el disco de Chopin”.
Estamos tan acostumbrados a oír el segundo movimiento de esta sonata en forma de marcha fúnebre que sus primeros compases pueden llegar a resultar repetitivos. No tenía esa sensación cuando la tocaba Rubinstein, pero el fragmento que yo buscaba en realidad y que me hacía llorar de emoción, los compases que convirtieron a Chopin en uno de mis compositores favoritos y a Rubinstein en el mejor pianista que nunca he oído, es el momento en el que, tras enunciar dos veces la conocida melodía con ritmo de puntillos y tono triste y fúnebre, el compositor modula a re bemol mayor a través de su dominante, tomando el último acorde de si bemol menor ya como sexto grado de la nueva tonalidad. Fue ese fragmento, que explicado técnicamente resulta frío y calculado, el que me llevó a un grado de emoción que casi da pudor explicar y que me hoy me sigue emocionando, puede que incluso más, por la sensación de melancolía en que a uno le sumen los recuerdos de vino y rosas, aunque para el que escribe, ni hubiera alcohol ni flores a quien regalarlas en aquel momento.
La música era entonces, como ahora, el mayor consuelo de un joven estudiante que observaba el mundo desde un prisma con música. Hace unos días encontré en Youtube una grabación de la obra por Rubinstein. No es tan redonda como la de la fonoteca de Santiago, ni lo será nunca. Creo que todos sabemos por qué. Pero aun así no pude deshacerme de esa emotividad tan profunda que respira la música de Chopin y la interpretación magistral de Rubinstein. Comencé por escuchar el primer movimiento. Todo en este video me fascina: la posición de Rubinstein sentado, su expresividad facial, la musicalidad contundente que extrae de las teclas, su manera de solucionar ciertas cuestiones técnicas y, sobre todo, su pasión. Rubinstein me parece la expresión más sublime del piano en música. No importa que falle alguna nota. Al final del primer movimiento, mientras el público, subyugado por la versión, aplaude, el pianista hace gestos negativos con la cabeza, no sé si recriminando que se aplauda entre movimientos o porque no está a gusto por haber dado alguna nota falsa. Casi era un sello de identidad en él pero, qué importan los fallos cuando la interpretación está al mayor nivel de la historia. Rubinstein cometía algún error puntual porque cuando se vive y toca con el fuego de la pasión, a veces puedes equivocarte. Pero la vida hay que vivirla así, apasionadamente. Caiga quien caiga, fallos incluidos. No me gusta observar en algunos pianistas cómo aparecen ciertos criterios técnicos demasiado llevados por la precaución, porque proceden del miedo por el qué dirán, o por un interés excesivo en quedar bien o mostrar ufanos su seguridad. Pero, en el arte, hay que arriesgarse.
Rubinstein no era así. Ni esas manos, nudosas y grandes, con unos dedos que parecen tener todos la misma longitud y unas venas forjadas con el esfuerzo de quien deja a un lado cualquier pose academicista y medida para arriesgar la vida misma en una sola interpretación. Los pianistas que hacen del piano una cátedra de interpretación vestida de fría tesis universitaria me resultan incómodos. Es lo que le reprocho a veces a Zimerman, si es que se puede reprochar algo a un pianista tan maravilloso. La preocupación de querer ser tan perfecto en un arte en el que, como en la vida, uno agradece la verdad de la pasión. Es tan difícil poner en palabras los sentimientos...
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