Crítica del concierto de Roberto González-Monjas y Andreas Ottensamer con la Orquesta Sinfónica de Castilla y León en el Auditorio Miguel Delibes de Valladolid
La pujanza de un director
Por Agustín Achúcarro
Valladolid, 25-XI-2021. Auditorio de Valladolid. Sala Sinfónica Jesús López-Cobos. Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obertura de la ópera Ruslán y Liudmila de Glinka, Sonata para clarinete nº 1, op. 120 de Brahms [orquestación de Berio], y Cuadros de una exposición de Músorgski [orquestación de Ravel]. Solista: Andreas Ottensamer, clarinete. Director: Roberto González-Monjas.
La actuación de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León venía precedida de no pocos alicientes, entre los que se encontraban la presencia del director vallisoletano Roberto González-Monjas y una figura del clarinete como Andreas Ottensamer. En ambos se concitaba un atractivo más allá de lo musical; en el caso del primero por el hecho de ser un músico vallisoletano, de la tierra, y poder constatar su valía, y en el del segundo por ser el solista de la Filarmónica de Berlín y una figura, que por su personalidad, traspasa lo estrictamente musical. Y de este cóctel salió un espléndido concierto, en particular gracias a la labor realizada por el director y la orquesta. González-Monjas y Ottensamer eligieron la orquestación de Berio de la Sonata para clarinete, nº 1, op. 120 de Brahms. Una obra peculiar, en la que Berio va más allá de una mera transcripción orquestal y deja su sello en timbres y sonoridad, en particular en los tiempos rápidos. Con esto se marcaban distancias en cuanto a lo que podía esperarse de un concierto para clarinete en su concepción más «clásica», con sus cadencias y sus no pocos momentos de lucimiento del solista.
«Un concierto en muchos aspectos memorable, que constató, una vez más, las hechuras de gran músico, de un director como Roberto González-Monjas, y las de una orquesta que respondió magníficamente a sus planteamientos»
Pero antes de centrarse en la obra de Brahms-Berio, en el programa figuraba la obertura de Ruslán y Liudmila, en la que el director puso las bases de lo que sería su labor. Desde la primera nota de la partitura de Glinka, González-Monjas dejó claro que no iba a hacer una versión simplemente virtosística, con mucho volumen y mucha exageración. A cambio, consiguió dotarla de un carácter rítmico constante y fulgurante, sin por eso ahogar sus melodías líricas.
La importancia que tiene por sí sola la Sonata nº 1, op. 120 para clarinete de Brahms, una verdadera obra maestra, incita a la controversia sobre la oportunidad de una versión orquestal. Dicho esto, se trató de una experiencia positiva, en la que Berio pretende ir más allá de Brahms, o para ser más exactos, dejar la impronta del compositor alemán al tiempo que refirma su manera de entender una orquestación del siglo XX.
Citemos aquí la frase aplicada a la sonata por Claude Rostand: «solo el contenido poético parece haber contado para Brahms». También sería importante recordar la precisión formal de la partitura de origen y la huida de un planteamiento virtuosístico sin más. Y esta pudo ser la base desde la que partieron director y solista. Andreas Ottensamer estuvo muy centrado en el sonido, buscando su máxima pulcritud, ya fuera en los agudos atacados directamente, límpidos, o en un registro central y grave, que buscó que fuera muy uniforme. Y ese intento de dominar ese ámbito de la música, de mantener una pasión contenida, pudo frustrar en parte un sonido más amplio, que hubiera dado como fruto una mayor presencia del solista, en particular cuando tocaba pasajes en fuerte con la orquesta, momento en que su labor tendió a difuminarse. Se hace complicado discernir si fue o no fruto de una determinación de Ottensamer, con la intención de sumarse a la orquesta, o si ésta debió darle más preeminencia. Al margen de esto, el director y la orquesta combinaron adecuadamente la esencia de Brahms y la propuesta de Berio, y parecieron entenderse adecuadamente con el solista.
Y como colofón, llegaron los Cuadros de una exposición y ahí se alcanzó el cénit del concierto. Con un gesto claro, dúctil, que en puridad manifestó durante todo el concierto, González-Monjas se lanzó a ese paseo por las pinturas de Hartmann, mostrando los timbres y la coloración que aporta Ravel, de una manera fascinante, sin olvidarse de la parte que relaciona a la obra con la original escrita para piano solo por Músorgski, lo que se notó en las frases cortadas bruscamente y en los pasajes más áridos. Es de justicia reseñar junto al trabajo realizado por el director, la labor de todos y cada uno de los músicos de la orquesta, desde la trompeta, el arpa o la trompa, a la aportación del saxo alto Antonio García, con un fraseo sugestivo y un colorido fascinante. González-Monjas estuvo muy inspirado a la hora de exponer y sugerir a la vez los distintos cambios tímbricos de los Paseos; la labor de maderas y cuerdas en Gnomos; el pesante movimiento de Bydlo; el virtuosismo del Ballet de los polluelos en sus cascarones; el diálogo contrastante de Samuel Goldenberg y Schmuÿle; la imponente combinación de luz y oscuridad de Cum mortuis in lingua mortua. Concluyó la obra con una magnificente La gran puerta de Kiev, a la que se le dio sentido épico y una grandeza in crescendo. Lo más significativo no estuvo solamente en momentos concretos, sino en el hecho de subrayar el paso de una atmósfera a otra, y de lo que provocan o sugieren esos cambios.
Un concierto en muchos aspectos memorable, que constató, una vez más, las hechuras de gran músico, de un director como Roberto González-Monjas, y las de una orquesta que respondió magníficamente a sus planteamientos.
Fotos: Sinfónica de Castilla y León
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