GILDA SALVA EL "RIGOLETTO" DEL COVENT GARDEN
Lugar: Royal Opera House "Covent Garden" de Londres. Fecha: 4 de abril de 2012
Por Aurelio M. Seco
El "Rigoletto" que se ha podido ver durante la Semana Santa en el Covent Garden ha defraudado profundamente. La propuesta escénica era conocida, un trabajo discreto de David McVicar que, desde su estreno, ha pasado con más pena que gloria por el propio Covent Garden y por una conocida versión en DVD, debido a un planteamiento estético poco afortunado y rebuscado que, sobre la escena, se resolvió con medios trillados y facilones. Amparándose en una presunta lectura "oscura" de la obra, McVicar lo pinta todo de colores oscuros poco atractivos, y articula la escena con una gran pared inclinada que, junto a una pequeña estructura, le sirve para todo: para la casa de Rigoletto, la de Sparafucile y el salón del Duque de Mantua. No habría estado mal que el director de escena se hubiera dado una vuelta por alguno de los muchos musicales que programa la ciudad. La inteligencia de sus soluciones escenográficas a buen seguro le inspirarán para posteriores trabajos. Tampoco gustó su lectura de la historia.
Encantado con los excesos, caracterizó a Rigoletto con dos peculiares bastones, para incomodidad del Dimitri Platanias, que no encontró la manera de hacer creíble el invento. Además, McVicar parece regocijarse excesivamente en la palabra "orgía" -que sale de boca de Monterone al principio de la obra-, y monta una auténtica bacanal en la que no tiene disimulo en mostrar los cuerpos desnudos de varias mujeres. La imagen podría llegar a tener cierto sentido si no fuera porque McVicar parece obsesionarse con la consabida orgía, y le da una importancia y contundencia escénica a todas luces fuera de lugar, que evaden al público de la obra, sobre todo cuando el director no encontró mejor manera de reflejar la perversión del Duque de Mantua más que incluyendo la violación en directo de una inocente adolescente.
La propuesta escénica fue lo que menos gustó, seguida muy de cerca por el trabajo de dirección musical de John Eliot Gardiner, que estuvo muy poco acertado desde la tarima. Es difícil entender cómo un teatro de la categoría del Covent Garden ofrece a un director de la trayectoria de Gardiner dirigir una obra tan alejada de su sensibilidad y capacidad como director. Nadie puede negar su meritorio trabajo en un determinado tipo de repertorio orquestal, centrado en la música anterior al siglo XVIII. Este es el tipo de música que hace bien y del que debería seguir ocupándose.
Otra cosa es su labor como director de orquesta, con mayúsculas. Y aquí conviene ser muy claro. John Elliot Gardiner nunca ha sido un gran director en este sentido. Y no sólo se trata de que tenga evidentes carencias técnicas, sino que su perspectiva artística no estuvo a la altura de las circunstancias. Sobre esta base argumental, su versión de la obra de Verdi no resultó aceptable. Estamos convencidos de que el gran éxito que de un tiempo a esta parte está teniendo la música interpretada con instrumentos antiguos, que está dejando interesantes interpretaciones en manos de prestigiosos conjuntos, también está teniendo varias consecuencias negativas: por un lado, el hecho de anteponer la presunta veracidad histórica a la belleza artística; por otro, el traslado de algunos aspectos interpretativos ‘historicistas' a la música del siglo XIX y XX.
La última consecuencia proviene del mundo de la gestión. Con frecuencia directores acostumbrados a dirigir pequeños conjuntos orquestales ven crecer su prestigio lo suficiente como para obtener importantes compromisos con grandes conjuntos sinfónicos para los que no están lo suficientemente preparados. Desde este punto de vista, Gardiner dio la sensación de no entender en absoluto el sentido de la partitura. De hecho, parecía adaptar la obra de Verdi a sus cualidades como director, en lugar de intentar extraer de una música tan bella todas sus posibilidades expresivas. Dirigió la orquesta como si de un conjunto barroco se tratase. La sonoridad de las cuerdas fue plana y ausente de emoción, el ritmo melódico precipitado, la estética, fría y carente de cualquier atisbo dramático. La Orquesta de la Royal Opera House demostró ser un gran conjunto sinfónico, pero la intencionalidad del discurso del director debería hacer recapacitar profundamente a la entidad y al propio artista sobre el nivel musical que el Covent Garden debería ofrecer, sobre todo cuando las localidades de patio de butacas cuestan 200 euros. Del reparto destacó la presencia de Ekaterina Siurina, una Gilda modélica, de voz dulce, dúctil y bella.
Siurina resolvió con brillantez e inmaculada delicadeza las dificultades de su partitura incluso cuando, en el tercer acto, su voz pareció resentirse un poco. En escena, su trabajo hizo palidecer al del resto de sus compañeros que, con todo, tampoco lo hicieron mal. Dimitri Platanias no resultó un Rigoletto convincente en ningún momento, ni cantando ni actuando. A pesar de poseer unas condiciones líricas aseadas y más que aceptables, nunca dio la sensación de entender al personaje. Tampoco lo hizo mal Matthew Rose, que encarnó a un Sparafucile más elegante que vigoroso y oscuro. Cantó bien, pero su interpretación escénica resultó fría, demasiado calculada. Vittorio Grigolo decepcionó como Duque de Mantua, no sólo por sus inseguridades en el agudo, sino por su estilo interpretativo tosco y forzado. Sus matices expresivos no parecían admitir grados intermedios. Su voz iba y venía sin solución de continuidad y su participación en escena resultó sobreactuada. El trabajo del resto del reparto, formado por miembros del programa de jóvenes cantantes del Covent Garden, se movió en niveles muy discretos.
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