Crítica de Raúl Chamorro Mena de los tres repartos de la ópera Rigoletto de Verdi en el Teatro Real de Madrid, bajo la dirección musical de Nicola Luisotti y escénica de Miguel del Arco
Adela Zaharia (Gilda) y Ludovic Tézier (Rigoletto) en el Teatro Real
El gran repertorio vuelve al Real por Navidad
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 10, 11 y 12-XII-2023, Teatro Real. Rigoletto (Giuseppe Verdi). Etienne Dupuis/Ludovic Tézier/Quinn Kelsey (Rigoletto), Xabier Anduaga/Javier Camarena/John Osborn (Duque de Mantua), Julie Fuchs/Adela Zaharia/Ruth Iniesta (Gilda), Ramona Zaharia/Marina Viotti/Martina Belli (Maddalena), Gianluca Buratto/Simon Lim (Sparafucile), Marifé Nogales/Cassandre Berthon (Giovanna), Isaac Galán/César San Martín (Marullo), Fernando Radó/Jordan Shanahan (Monterone), Josep Fadó/Fabián Lara (Matteo Borsa), Tomeu Bibiloni (Conde Ceprano), Sandra Pastrana (Condesa Ceprano). Inés Ballesteros (Paje). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Nicola Luisotti. Dirección de escena: Miguel del Arco
Como es habitual en los últimos años, el Teatro Real programa numerosas funciones de una obra del denominado gran repertorio en época navideña al objeto de hacer caja, lo cual es legítimo e, incluso, hasta necesario. El «hombre de teatro», como él mismo le gustaba autodenominarse, más Universal, Giuseppe Verdi, firma un buen puñado de esas obras maestras inmortales de eterna vigencia y constante presencia en el repertorio. Se dice que no pasa un día sin que se represente en algún lugar del Mundo una ópera de Verdi. No en vano «Pianse e amò per tutti –Lloró y amó por todos nosotros», palabras que le dedicó Gabriele D’Annunzio y que presiden su mausoleo en la Casa di Riposo de Milán.
El Maestro italiano, después de los «años de galera», en los que ya surgen magníficas óperas y algunas obras cuasimaestras como Nabucco y, sobre todo, Macbeth, consigue la buscada cumbre dramático-musical, la ansiada «unidad dramática», con Rigoletto (Venecia, 1851). En el núcleo se encuentra un personaje emblemático, de los más grandiosos de la historia del teatro lírico, una criatura digna de su admirado Shakespeare, ese bufón Tribolet de «Le roi s’amuse», el drama de Victor Hugo en el que se basa la ópera verdiana.
Javier Camarena en «Rigoletto» del Teatro Real
Rigoletto es un personaje, además de exigentísimo vocalmente, muy completo en el aspecto dramático, lleno de aristas y que pasa por muy variados estados de ánimo. Un hombre deforme, marginal y vulnerable, que como bufón de un amo poderoso y tiránico usa su lengua afilada como expresión de su amargura y arma de autoprotección, pero que se convierte en un padre muy humano, cariñoso, tierno, también demasiado autoprotector, hacia su hija. Al final todo se volverá contra él.
En esta cuarta ocasión que el Teatro Real programa Rigoletto desde su reapertura se han previsto hasta tres elencos para la larga serie de 22 representaciones. Paso a analizar las funciones de los días 10, 11 y 12 de diciembre de 2023.
El barítono canadiense Etienne Dupuis se aleja, desde luego, de los antiguos fastos de los grandes barítonos verdianos. El material es modesto, falto de anchura, desguarnecido en el grave, fácil en el agudo, pero carente de mordiente y metal. Eso sí, Dupuis es un buen fraseador, que, asimismo, posee apreciable legato y morbidez de emisión, como pudo apreciarse en un intenso «Cortigiani, vil raza dannata» que tuvo sus dosis de emoción, al igual que el subsiguiente «Piangi fanciulla». El barítono canadiense buscó siempre los matices –«Pari siamo»- y se mostró sincero y entregado como intérprete. Por su parte, el francés Ludovic Tézier el día 11 demostró que cuenta con unos medios vocales más recios, con mayor empaste, extensión y volumen, por lo que fue capaz de llenar más apropiadamente la frase verdiana, siempre en clave lírica, claro está. Eso sí, las huellas del paso del tiempo se notan en el timbre del ya veterano barítono, un tanto desgastado y con la emisión endurecida. El cantante marsellés creó un Rigoletto lleno de oficio, experiencia y tablas, con acentos adecuados, canto musical, legato suficiente, pero sin especiales detalles en cuanto a dinámicas, ni medias voces. Su «Cortigiani» tuvo fuerza y entrega y llegó al público, que le dedicó una gran ovación.
El día 12 compareció el tercer barítono convocado para esta larga serie de representaciones, el hawaiano Quinn Kelsey, que cuenta con un centro de cierta entidad, volumen estimable, timbre feote, técnica precaria, viajes al agudo un tanto problemáticos, sin pasaje de registro, y canto de escasa clase y sin legato. Poco idiomático, el barítono estadounidense completó un segundo acto gris, constantemente calante, con un «Cortigiani» muy discreto. En el cuarteto del tercer acto no existió. Eso sí, cabe destacar su entrega y profesionalidad en la encarnación escénica del bufón.
Por cierto, a diferencia de Dupuis y Kelsey, Tézier no apareció en la primera escena vestido de drag queen con medias y liguero. Es comprensible que un cantante ya veterano se impusiera frente a determinadas ocurrencias del director de escena de turno.
Javier Camarena (Duque de Mantua) y Marina Viotti (Maddalena) en el Rigoletto del Teatro Real
La mayoría de tenores afronta el Duque de Mantua en plena juventud para enseguida dejarlo de lado. Sólo alguna excepción como el Maestrísimo Don Alfredo Kraus mantuvo el papel en repertorio casi 40 años con más de 200 representaciones del mismo. Tuve la oportunidad de disfrutar de su creación en el Teatro de la Zarzuela de Madrid en 1989.
El tenor español Xabier Anduaga posee dos cualidades importantes a la hora de enfrentarse a un papel tan exigente como el Duque de Mantua. Belleza y esplendor tímbrico, así como exultante juventud. Le falta todavía la capacidad técnica de un virtuoso, que es lo que pide esta escritura, por un lado agudísima y por otro, con abundantes vestigios de raíz belcantista. En la función del día 10, Anduaga comenzó algo frío, con un «Questa o quella» con el centro demasiado cargado, abombado y oscurecido, sin flexibilidad alguna y con problemas en el pasaje. Mucho mejor en el dúo con Gilda, en el que el sonido se apreció más suelto y liberado, mientras el cantante donostiarra delineó con gusto y algunos piani bien resueltos el bello cantabile «E il sol dell’anima!» y la cabaletta posterior coronada con sobreagudo junto a la soprano. Anduaga sorteó apropiadamente la muy difícil aria del segundo acto «Parmi veder le lagrime», donde el libertino y tiránico Duque parece abrir un resquicio a la ternura y el amor verdadero hacia Gilda, aunque se impuso la belleza del sonido sobre un fraseo correcto, pero falto de mayores matices y sutilezas. Hay que indicar que la puesta en escena perjudica especialmente al Duque, pues un momento de expresión íntima como es la referida aria del segundo acto debe cantarla con el escenario lleno de figurantes, unas muchachas vestidas de nazareno, realizando molestos y espasmódicos movimientos. Igualmente le ocurre en el último acto con “La donna è mobile” y la agudísima intervención del tenor en el cuarteto «Bella figlia dell’amore», piezas que Anduaga reprodujo con solvencia y ese timbre atractivo y luminoso, pero sin especiales detalles en su canto.
Vi a Javier Camarena cantar el Duque de Mantua en el Liceo de Barcelona en 2017 y quedó claro que su vocalidad, demasiado liviana, acostumbrada a las escrituras netamente belcantistas, era insuficiente para el papel. Hoy día en situación de crisis vocal e incertidumbre en cuanto al repertorio a abordar, no parecía lo más apropiado insistir con Il Duca. Es importante aludir al ejemplo de Juan Diego Flórez, que apartó enseguida, inteligentemente, este personaje. El comienzo de Camarena el día 11 transmitió, más que crisis, una situación de coma vocal, pues se escuchó un timbre totalmente empobrecido, sin brillo, leñoso, unas notas de paso forzadísima y ascensos con portamento di sotto, como pudo apreciarse en una atribulada «Questa o quella». Remontó algo en el segundo capítulo, el sonido ganó brillo y pudo sacar adelante una pieza tan ardua como «Parmi veder le lagrime» con ese fraseo cuidado y musical de raíz belcantista. Asimismo, en la cabaletta «Possente amor mi chiama» –que los tres tenores han cantado con las dos estrofas, pero renunciando a la puntatura final al sobreagudo- Camarena sacó entrega y acentos efusivos, sellando con ello una escena, la del segundo acto, que fue su mejor prestación de largo en toda la velada. Nada cómodo y con ascensos esforzados, además de una extraña y atropellada fermata en «La donna è mobile», se encontró el tenor mexicano en el último acto.
Étienne Dupuis (Rigoletto), Fernando Radó (Conde Monterone) y el Coro Titular del Teatro Real
El tenor estadounidense John Orborn cuenta, asimismo, con un material insuficiente, falto de carne, de cuerpo y justito de volumen, para el Duque de Mantua. Su baza sería conectar con los trazas belcantistas de la partitura, pero al renunciar al registro de cabeza, que Osborn maneja con destreza en sus papeles Rossinianos y de ópera francesa, su prestación resultó deslucida, con un timbre gris, sin brillo, ni color, unos ascensos muy problemáticos –que terminaron en incidente al final del «Parmi»-, quedando tan solo su musicalidad y buen concepto del canto en la representación del día 12.
Insulsa la Gilda de Julie Fuchs el día 10, una soprano lírico-ligera sin especial interés tímbrico y emisión poco firme, aquejada de constante vibrato. La soprano francesa canta con gusto, incluido algún filado apreciable, pero su coloratura es aproximativa. Se alivió en la fermata del «Caro nome», evitando las notas picadas y, sorprendentemente, en una soprano de este rango vocal, no se fue al sobreagudo en la vendetta. Escaso vuelo expresivo, más bien aséptica resultó en lo interpretativo la Gilda de la Fuchs. Por su parte, la soprano Adela Zaharia fue preferible el día 11 bajo cualquier punto de vista. Voz no especialmente bella de timbre, pero bien emitida y proyectada, con cierto cuerpo en el centro, coloratura de apreciable factura -trinos, escalas, staccati- y firmes sobreagudos. Fraseo bien compuesto, aunque no especialmente expresivo, el de la soprano rumana, que destaca más como vocalista.
La intérprete de Gilda más intensa en la faceta expresiva fue la soprano aragonesa Ruth Iniesta en la función del día 12, que encarnó a la joven que evoluciona súbitamente de la inocencia a la madurez, con el descubrimiento de forma inmediata de la pasión amorosa, el desengaño y la entrega de su propia vida para salvar tanto al hombre que ama como a su padre. En lo vocal, Iniesta mostró coloratura suficiente y canto aplicado, afeado por un registro agudo extremo en el que el sonido se abre y torna agrio como pudo apreciarse en el desabrido sobreagudo conclusivo de la vendetta. A destacar la intención en los acentos y la elocuencia de su relato del segundo acto «Tutte le feste al tempio».
Corto de fuste, aunque dio todas las notas con profesional corrección y ajustados acentos el Sparafucile de Gianluca Buratto los días 10 y 12. Menos idiomático, pero más rotundo y de sonido más amplio y denso resultó el bajo Simon Lim el día 11. Un tanto plebeya la Maddalena de Ramona Zaharia, más plana tanto en lo vocal como en lo dramático que la encarnada el día 11 por Marina Viotti de centro redondo y bien timbrado y más intensa en la faceta interpretativa. Ambas fueron Maddalenas rubias, pero Martina Belli el día 12 fue una desenvuelta y arrolladora hermana de Sparafucile de pelo moreno, quizá para destacar esa intensa personalidad y carisma que demostró la joven mezzo italiana, que lució, además, centro de bello timbre que compensó una franja grave desguarnecida.
Xabier Anduaga (Duque de Mantua) y Julie Fuchs (Gilda) en el Rigoletto del Teatro Real
Monterone es un personaje fundamental pues pronuncia la maldición a Rigoletto que es clave en la trama. De hecho la ópera iba a titularse en un primer momento, La maledizione. Eso sí, es complicado ver en teatro un cantante que le confiera el relieve que corresponde, y en esta ocasión no fue una excepción. En cualquier caso, claramente preferible Fernando Radó, más sonoro, los días 10 y 12 que un irrelevante Jordan Shanahan el día 11. Ajustados, tanto Isaac Galán como César San Martín en Marullo. Por su parte Josep Fadó, muy activo en acentos y gestualidad, confirió relieve al Matteo Borsa y Fabián Lara aportó su bonito timbre a dicho personaje. Sólida tanto en el vocal como lo escénico la Giovanna de Marifé Nogales los días 10 y 12, frente a una Cassandre Berthon prácticamente inaudible.
Decepcionante la dirección musical plana y de trazo muy grueso de Nicola Luisotti. El sonido orquestal fue borroso, aparatoso y bandístico con una cuerda escuálida, que apenas se escuchó entre el sucio marasmo sonoro. Ausencia total de atmósferas –cómo puede resultar tan anodina la prestación orquestal en un momento como el dúo de Rigoletto con Sparafucile- y alarmante la ausencia de matices y contrastes.
Es obligado dejar para el final la puesta en escena de Miguel del Arco, porque después de la polémica, la proclamación de «montaje rompedor», los abucheos recibidos en el estreno –con lo cual seguramente se sienta muy ufano y con un regusto a «misión cumplida»-, uno aprecia que el montaje tiene escasas ideas, resulta más bien insustancial y se encuadra, para los que vemos unas 60-70 funciones de ópera al año, en el tipo que podríamos llamar «estándar» dentro de las puestas en escena de hoy día.
Tampoco es «escandalosa» ni nada parecido, si es que hoy día se puede escandalizar alguien. Recuerdo la puesta en escena del primer Rigoletto representado en el Teatro Real desde su reapertura, a cargo de Graham Vick en 2001, hace ¡22 años!. En la misma se veía una felación expresa al Duque de Mantua en el primer acto, una orgía en un ascensor y la relación sexual entre el Duque y Gilda transcurría en la cama circular propia de un peep show de Sexshop, ante la mirada de los cortesanos. Por tanto, al lado de esto, insisto de hace 22 años, el montaje de Miguel Del Arco puede considerarse beatífico.
La soprano española Ruth Iniesta en el Rigoletto del Teatro Real
Ciertamente, desde el primer momento, se aprecia que al Sr. Del Arco no le interesa la ópera como género, más bien la desprecia, y participa de las manías recurrentes de tantas puestas en escena actuales. La única idea central es relacionar una ópera estrenada en 1851 con el asunto de la manada y las violaciones grupales de la actualidad. Totalmente fuera de lugar en el contexto y estética de la ópera compuesta por Giuseppe Verdi sobre libreto de Francesco Maria Piave, pero lo más importante, no añade nada, ni potencia dramáticamente una ópera que ya es perfecta teatralmente. A Gilda no la viola nadie y menos un grupo de hombres, se entrega a un hombre que ha despertado la pasión amorosa y también sexual –todo ello desde la óptica romántica- de una muchacha que vive encerrada y sobreprotegida por su padre. La otra idea que detecté y resulta asumible es, precisamente, la especie de burbuja en la que mora Gilda, un rincón verde, lleno de vegetación, un jardín o vergel que contrasta con la hostilidad del mundo exterior. En dicho habitáculo, Gilda, mientras canta el aria “Caro nome” –entre dos mozas desnudas- se convierte en la Cahterine Deneuve de la película Repulsión de Roman Polanski pues aparecen manos y brazos filodiabólicos que quieren atraparla. En definitiva, no hay nada más en la puesta en escena, más allá de enarbolar la obsesión de tantas producciones actuales de ópera en que siempre tiene que haber gente moviéndose en el escenario, sea cual sea la situación teatral. Confunden poner mucha gente a realizar movimientos absurdos y ridículos sobre las tablas con trabajar apropiadamente con los artistas el movimiento escénico y la caracterización de los personajes. Da igual que un cantante interprete un aria de expresión íntima, que el montaje le coloca alrededor un grupo de muchachas realizando movimientos espasmódicos, propios de la niña del exorcista, que molestan, y mucho, tanto al cantante, como, sobre todo, al público, al que se perturba en el disfrute de la música y el canto. Y todo a cambio de nada, pues, insisto, no supone una aportación teatral y dramática a una obra, que es tan perfecta en ese aspecto que sólo permite acercarse a ella desde la inmensa humildad y el reconocimiento ante una obra eterna con casi dos siglos de vigencia. Algo que no se corresponde, claro, con el inmenso ego de la mayoría de directores de escena actuales obsesionados por enmendar la plana a los genios.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
Quinn Kelsey (Rigoletto), Ruth Iniesta (Gilda), Martina Belli (Maddalena) y John Osborn (Duque de Mantua) en el Rigoletto del Teatro Real
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