Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Chicago. Symphony Center. 23-VI-2018. Kyrie en re menor (Mozart), Chant sur la mort de Joseph Haydn (Cherubini), Stabat Mater (Rossini). Krassimira Stoyanova (soprano), Ekaterina Gubanova (mezzosoprano), Dmitry Korchak (tenor), Enea Scala (tenor), Eric Owens (bajo-barítono). Chicago Symphony Orchestra and Chorus. Dirección musical: Riccardo Muti
La Chicago Symphony Orchestra, una de las más reputadas y de mayor historia de los EE.UU., ha recibido algunas críticas en tiempos recientes por su conservadora programación. Sin embargo, cuando su titular Riccardo Muti la conduce en alguno de sus repertorios predilectos, esta agrupación resulta intocable. Así ha sido en los conciertos de cierre de las últimas temporadas, en los que se han ofrecido selecciones de gran espectacularidad para aprovechar al máximo los recursos tanto de la orquesta como del coro. La temporada 2016/2017 tuvo un broche de oro con un concierto de obras maestras corales e instrumentales de la ópera italiana, coronado espectacularmente con el «Prólogo en el Cielo» del Mefistofele. La temporada anterior, disfrutamos con la Novena y el Te Deum de Bruckner, compositor al que Muti ha dedicado bastante atención últimamente.
Este año no ha sido menos y hemos podido asistir a un memorable concierto de obras en principio relacionadas con la muerte y la lamentación, pero que en las manos de la CSO y un sólido grupo de solistas vocales han recibido una interpretación jubilosa e inspiradora. El programa se presentaba en torno al conocido Stabat Mater Rossiniano, completado con dos relativas rarezas: el Kyrie de Mozart y el Chant sur la mort de Joseph Haydn de Cherubini.
El Kyrie que abrió el concierto es una pieza de datación todavía algo incierta dentro de la producción mozartiana. Es una obra breve pero increíblemente expresiva y lo suficientemente grandilocuente como para hacer a muchos musicólogos sospechar que estuviese pensada como parte de una inacabada composición religiosa de mayor longitud. En esta ocasión sirvió para dejar clara desde el primer momento la maestría del coro dirigido por Duain Wolfe. El primer «Eleison» manifestó la cristalina claridad de las voces femeninas, rápidamente respondidas con impactante sonoridad por las voces masculinas graves.
Establecido el ambiente con esta primera composición, pasamos al primer plato fuerte, una obra de pintoresca historia y gran belleza, pero todavía poca difusión. En efecto, Cherubini, gran admirador de Haydn, le dedicó un lamento fúnebre cuando se difundió por Europa la noticia –falsa– de su fallecimiento en 1805. Desmentido el rumor, el Chant sur la mort de Joseph Haydn se guardó en un cajón pero, afortunadamente, no desapareció. La obra está escrita sobre un texto masónico alegórico –sobre el motivo del canto del cisne– para orquesta, dos tenores solistas y soprano solista. Tras una delicadísma introducción orquestal –tres trompas, respondidas de manera fascinante por los violonchelos, a los que se va uniendo suavemente el clarinete, seguido del resto de instrumentos– el canto está dividido en cuatro partes.
En la primera sección, «Amans des nobles soeurs», el primer tenor expresa su pena por la desapareción del bello animal y su glorioso canto. Aquí el tenor Dmitry Korchak dio las primeras muestras de su calidad. Con un legato de buena factura y un elegante fraseo, el ruso fue desgranando de forma muy satisfactoria los solemnes primeros versos.
Del lamento pasamos a la rabia cuando el segundo tenor entra para arremeter contra «las bárbaras tijeras del hostil Destino». De esta sección se ocupó Enea Scala, con una voz de algo menor calidad y un fraseo más plano, pero con sonoridad y solvencia. Cherubini debía de pensar que un tono sombrío y negativo casaba poco con la personalidad de Haydn y así la tercera parte («Non ce feau créateur») cambia totalmente de perspectiva. En ella la soprano, Krassimira Stoyanova, nos recuerda que el alma del cisne y sus creaciones son inmortales.
Tras estos tres recitativos, llegamos al peliagudo y celebratorio final, en donde las voces de los tres solistas se engarzan en largos pasajes a cappella. Es en esta sección donde brilló la gran experiencia de Muti como concertador, dirigiendo minuciosamente a los tres cantantes. No faltó tampoco el virtuosismo instrumental, en particular un solo del concertino Robert Chen.
En conjunto, un poderosísimo alegato a favor de Cherubini, bien defendido tanto instrumental como vocalmente. La orquesta, y su director, se lucieron particularmente en la introducción, aunque no sin incidentes. En efecto, en un primer intento los ruidos del público –no solo las pertinaces toses, sino cháchara audible desde la orquesta– distrajeron a los violonchelos. Muti, exasperado, paró la función y exclamó «It’s impossible!». Seguidamente, se dirigió al patio de butacas y explicó que este pianissimo era muy difícil para los músicos, que se estaban esforzando al máximo, «so don’t talk! Please!». No parece mucho pedir… Tras esta interrupción volvimos a empezar.
Después del descanso, llegamos al Stabat Mater. Se trata de una especialidad de Muti, quien lo ha dirigido muchas veces pero nunca con la sinfónica de Chicago. De hecho, la última vez que se había escuchado en el Symphony Center fue en 1972, de la mano de Giulini. Esta obra presenta una gran reto para un director, que debe moverse entre la Escila del excesivo fervor operístico y la Caribdis de la ceremonia y la parsimonia. La lectura de Muti fue magistral, con un exquisito dominio de los tiempos.
Desde la introducción, Korchak y el coro cantaron con gran precisión y atractivas regulaciones dinámicas. El tenor ruso no tendría que esperar mucho para su gran momento de lucimiento, el aria «Cuius animam gementem». Al igual que en el Cherubini, Korchak, especialista rossiniano, cantó con un fraseo trabajado y un buen legato, aunque perdió un poco de fuelle en el segundo «pertransivit gladius». El sobreagudo final de «Natis poenas inclyti» pudo haber sido algo más percutiente, pero en conjunto una notable labor por parte del tenor.
El dúo «Quis est homo qui non fleret» supuso la vuelta de Stoyanova y la entrada de Ekaterina Gubanova. Las dos cantaron con brillantez, tanto en este dúo como en sus arias posteriores. Stoyanova, soprano para mí infravalorada, quizás demostró mayor maestría vocal en el «Inflammatus», pero Gubanova aportó grandes dosis de pasión
Cerró el cuarteto vocal el bajo-barítono norteamericano Eric Owens. Con más refinamiento que sonoridad –en algún momento pareció algo al límite–, Owens se complementó bien con el coro y emitió un agudo muy satisfactorio en «Et flagellis subditum». Se echó de menos algo más de autoridad.
El coro de la CSO rindió a un nivel excelso toda la noche, culminando en un electrizante final desde el «Quando corpus morietur». Muti de nuevo hizo gala de su dominio como director vocal en el «Amen in sempiterna saecula», en el que solistas y coros se combinaron exquisitamente y con gran impacto para cerrar el que ha sido sin duda uno de los conciertos del año en los EE.UU. El público de Chicago así lo reconoció poniéndose unánimemente en pie en una clamorosa ovación final.
Foto: Facebook Chicago Symphony
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