14/04/2014. Madrid. Teatro Real. Verdi: Requiem. Tatiana Serjan, Ekaterina Gubanova, Francesco Meli, Ildar Abdrazakov. Riccardo Muti, dir. musical. Orquesta Titular del Teatro Real, Orchestra Giovanile Luigi Cherubini, Coro Titular del Teatro Real, Coro de la Comunidad de Madrid.
Any man’s death diminishes me, because I am involved in mankind,
and therefore never send to know for whom the bell tolls; it tolls for thee.
(John Donne)
Ante la recreación de una misa de Réquiem cabe siempre la misma pregunta: ¿a quién se homenajea? ¿Qué trágica pérdida se conmemora? El Teatro Real acertó dedicando este Réquiem a la memoria del finado Gerard Mortier. De hecho, fue de una conversación entre el intendente belga y Riccardo Muti de donde nació la idea de estos dos conciertos interpretados en Toledo y Madrid. El destino es tozudo y Mortier no pudo ver cumplido su anhelo, que no era otro que ver al menos una última vez un Réquiem de Verdi bajo la batuta de Muti. Pero hay más tragedias por las que doblan las campanas de este Réquiem: la cultura, y muy especialmente las artes escénicas, están bajo la amenaza de un insistente yugo en nuestro país. Conviene en este punto recordar los versos de John Donne, en su Meditación XVII: “nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Dicho de otra manera: ese Réquiem era el nuestro, el de nuestra cultura, el de nuestra relación con el arte; un vínculo que se está esfumando y diluyendo ante nosotros sin que tomemos plena conciencia de lo que con ello nos jugamos. Las campanas de este Réquiem, pues, de algún modo doblaban también por todos nosotros, que asistimos generalmente pasivos al desmantelamiento de la cultura tal y como la veníamos entendiendo.
Sirva este preámbulo para centrar el contexto en el que tuvo lugar una muy esperada y promisoria interpretación del Réquiem de Verdi en el Teatro Real. Riccardo Muti es sinónimo de magisterio verdiano. Nadie, salvo Abbado, ha dirigido así Verdi en el último tercio del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Por eso la expectación de su visita a Madrid con una partitura verdiana fue tal, hasta el punto de convertir en gesta el hallazgo de una entrada para este concierto. Y lo cierto es que mereció la pena, si bien el cuarteto vocal disto de ser histórico, y si bien los cuerpos estables limitaron un tanto la proyección de la batuta del director napolitano. Y es que la amalgama de fuerzas no terminó de cuajar como debiera, sumando por un lado la orquesta titular del Teatro Real y algunos miembros de la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini, y por otro el Coro de la Comunidad de Madrid junto al Coro Intermezzo, tan atareado estas semanas con Lohengrin y su compromiso liceístico. Así las cosas, la materia prima de la que Muti dispuso dejó sobradas muestras de calidad, pero quedó lejos del virtuosismo al que nos tiene acostumbrados en sus recreaciones verdianas en Roma, lo mismo que cuando se pone al frente de su orquesta de Chicago. Brilló más, pues, la dirección de Muti que la pura ejecución de orquesta y coro, muy notables, aunque no deslumbrantes. Muti consiguió en todo caso un Réquiem hecho de claroscuros, situando la luz junto a las tinieblas y el patetismo junto a la esperanza.
El cuarteto vocal fue, en su conjunto, de una gran solvencia, aunque cabe hacer matices a todos los solistas. Seguramente el más convincente y logrado fuera el tenor Francesco Meli, una voz convenientemente esculpida por Muti, italianísima, la única con verdadero squillo que pudo escucharse en el Real durante este Réquiem. Su Ingemisco fue, por línea, por acento y por la belleza de timbre y fraseo, de lo mejor de la noche. Lo mismo que sus hermosísimas medias voces acometiendo el Hostias. Cabe, en todo caso, desear a veces un canto menos muscular, pues se advierte cierta tensión para colocar la voz en lo más alto, totalmente fuera. Lo consigue y con buenos resultados, pero quizá no emplee el mejor camino para llegar a ello. De igual modo, junto a logradas medias voces, dejó entrever algún coqueteo innecesario con el falsete, donde su línea y su emisión pierden aquilatamiento. Como ya hemos referido en , Ildar Abdrazakov es un bajo de canto honesto, franco, que ofrece la voz que tiene, sin artificios, sin buscar sonoridades espurias, como sería el caso de un grave más rotundo o un timbre más oscuro. Tampoco le hace falta: la línea es firme, la emisión es dúctil, aunque el timbre sin duda palidece a veces por su falta de empaque y por su color mate. El fraseo es por lo general incisivo y lírico aunque a veces genérico. Hay en su caso, en suma, más cantante que medios, por mucho partido que saque a un instrumento por otro lado homogéneo y comunicativo.
Ekaterina Gubanova tardó un tanto en liberar su instrumento. Se fue entonando, en todo caso, y dejó momentos muy bellos, como la esmeradísima entonación del Lux aeterna o la conmovedora introducción del Lacrimosa. Se mostró, no obstante, generalmente falta de empaque y temperamento en los pasajes más teatrales, mucho más convincente y cómoda, sin duda, en las páginas contenidas y líricas, como las dos citadas. Tatiana Serjan es una intérprete de difícil valoración. La voz no posee una gran calidad en si misma, aunque reúne al mismo tiempo, amén de una notable extensión, un raro atractivo en varias franjas, por una suma de color y vibrato. La técnica es tan arriesgada como efectista, si consigue, como fue el caso de buena parte de la representación, controlar el sonido y dominar su emisión para dejar filiados y sonidos en piano de muy buena factura. El irrelevante incidente vocal en la última sección del Offertorium dio muestras precisamente de lo arriesgado de su fonación, tan expuesta. El fraseo, aunque con intenciones, no fue todo lo dramático y teatral que cabe demandar en el Libera me domine, donde al menos su comunicación con Muti logró sacar chispas a una partitura desoladora.
Foto: Javier del Real / Teatro Real
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