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Opinión: «Lucha o muerte» de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla en las vísperas de su 30 aniversario. Por Álvaro Cabezas

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Autor: Álvaro Cabezas
7 de septiembre de 2020

La Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Lucha o muerte en las vísperas de su XXX aniversario

Por Álvaro Cabezas | @AlvaroCabezasG
La Real Orquesta Sinfónica de Sevilla nació en enero de 1991 en medio de circunstancias propicias: la caída del muro de Berlín favoreció la integración europea y permitió que notables y genuinos músicos del Este buscaran oportunidades laborales más estables y atractivas que las que, hasta entonces, habían podido aprovechar en sus países de origen. España vivía por entonces un gozoso auge internacional tras la gran década de gobierno socialista y preparaba con ilusión y fortaleza los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla para 1992. En el ámbito cultural, por tanto, se disfrutaba de parabienes nunca vueltos a otorgar desde entonces y nuestro país recibió muchos de estos activos para provecho de su tuétano artístico.


   Tal fue el caso de la orquesta hispalense, que nació como formación musical gracias al esfuerzo y la ilusión que pusieron desde su inicio tanto sus integrantes como sus gestores hasta alcanzar en pocos años una notoriedad artística y un éxito popular que aun se recuerda no solo en la ciudad hispalense, sino en el conjunto del país. La, por entonces, Orquesta Sinfónica de Sevilla (el título de Real le sería concedido en 1995), inauguró el Teatro de la Maestranza (un nuevo espacio escénico habilitado por Aurelio del Pozo y Luis Marín de cara a la Expo), y dio plataforma musical a las voces de los más conspicuos cantantes líricos del panorama internacional creando un nuevo público de melómanos a los que nutría de veladas inolvidables en la Sala Apolo de la mano del fogoso e implicado maestro Vjekoslav Šutej, que fue quien le dio cuerda al corazón del conjunto. Por esos años la orquesta grabó y viajó mucho (hubo giras por Alemania, Austria e Italia), se dio a conocer a los escolares, puso sonido sacro a la boda de la Infanta Elena de Borbón en la Catedral de Sevilla (1995) y hasta rescató y suministró contenido sinfónico al Teatro de la Maestranza tras su momentáneo cierre post-Expo. La implicación de la formación con la ciudad era inequívoca y exitosa: la Sinfónica tenía una temporada estable de hasta veintiún programas de abono, ponía música a congresos celebrados en Sevilla, ofrecía conciertos para Proyecto Hombre, la Universidad de Sevilla y el Consejo de cofradías, entre otras corporaciones de la urbe, grababa música procesional y de cine y era, además, la orquesta de foso para las producciones líricas del teatro.


   Las cosas empezaron a torcerse pronto. Teresa Berganza ofreció un recital benéfico para la orquesta en mayo de 1993 ante los efectos de la crisis económica que comenzaba a sentirse en España. Tres años más tarde, Sutej, el maestro que había colocado a la joven sinfónica en la vanguardia del grupo de formaciones musicales nacionales, curtiéndola con el gran repertorio ruso, francés, italiano y centroeuropeo sin olvidar a los compositores españoles, decidió marcharse dejando un vacío que no pudieron (o supieron) llenar de manera absoluta los directores artísticos que le sucedieron: Klaus Weise (1997-2000) y Alain Lombard (2001-2003), de irregular implicación y discutible calidad interpretativa y de gestión.

   La tenencia de Pedro Halffter (2004-2015) fue la más larga y exitosa de la orquesta, pero sufrió una limpia cesura justo en la mitad, marcada por la grave crisis económica internacional que empujó a las administraciones públicas que la financiaban a recortar sus aportaciones y, por ende, los programas de abono y el despliegue anterior que había posibilitado, en dos temporadas seguidas, girar a la Sinfónica por China, con motivo de los Juegos Olímpicos de 2008 y por las grandes capitales europeas de la música (Frankfurt, Stuttgart, Múnich, Zúrich y Viena, entre otras ciudades) en 2009. Tras escalar ese cénit artístico, la orquesta comenzó a replegarse de casi todas las actividades que con anterioridad llevaba a cabo fuera del Teatro de la Maestranza (las visitas se redujeron a Cádiz y a algunos pueblos de la provincia de Sevilla como Alcalá de Guadaira y Castilblanco de los Arroyos para agradar a la Diputación), se cortaron los vínculos y los conciertos que se ofrecían en la Catedral (el Miserere de Eslava y Músicas de la Pasión) y solo subsistieron los de inicio y clausura de curso de la Universidad de Sevilla, se eliminaron las grabaciones, se comprimieron los abonos, se dejó de invitar a notables maestros y solistas (sustituyéndolos en muchos casos por jóvenes ganadores de concursos de dudoso prestigio) y se redujo el salario de los músicos a la vez que bajaba el número de abonados de manera alarmante. Mientras Halffter (que era también el director del teatro), se veía obligado (contra su voluntad y formación), a desdecirse de sus planes artísticos de profundización en el repertorio de la Segunda Escuela de Viena y en la combatida por los nazis entartete musik (música degenerada) programando ciclos completos de Beethoven, Brahms y Mahler, los gestores de la formación tuvieron que pretender la aquiescencia de un público que, como mayor tesoro, no tenía la aquilatada experiencia del bagaje musical, sino una fidelidad puesta a prueba de bombas y programas deshonestos. Y lo hizo con anuncios en paradas de autobús, desembarco en redes sociales, concursos, sorteos y participación de jóvenes a través de un abono económico. La campana surtió su efecto y los políticos que formaban el consejo de administración de la entidad o que representaban alguna de las instituciones que sostenían a la orquesta se mostraban interesados en apoyarla mientras votaban reducir su presupuesto cada temporada más y más a la vez que trazaban un plan para reducir los honorarios de Halffter (superiores a los de la, por entonces, presidenta de la Junta de Andalucía): se dividiría la dirección del teatro y de la Sinfónica y serían dos personas, en lugar de una, las encargadas de ocupar esos puestos.


   Fue entonces cuando se les dio una importante cuota de poder a los músicos: obtuvieron algunos representantes en el consejo y pretendieron elegir (imitando la democracia asamblearia de la Berliner Philharmoniker), un semidirector que les ahorrase las tensiones y el inmovilismo de Halffter. El ganador de la pugna que se les propuso (que fluctuaba entre la veteranía y la bisoñez de los candidatos), fue John Axelrod, que comenzó su mandato en la temporada 2015/2016 sirviéndose de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak para inaugurar una Nueva Era, tal como la llamó él. Como suele suceder, al principio todo fue de color de rosa. El director tejano abrazaba a los músicos de la orquesta como amigos (al modo de su maestro Bernstein), y celebraba mucho todas sus intervenciones, incluso los programaba como solistas invitados ante la falta de fondos con los que reclamar grandes nombres del panorama internacional. Con una patente ambición se prodigaba en entrevistas y agasaja a críticos y periodistas para conseguir una mayor difusión del nombre de la orquesta (y del suyo propio). En ellas se postulaba como director de ópera en la temporada lírica del teatro (nunca lo consiguió), reclamaba dinero a los políticos a la vez que los llamaba Médicis de las artes y trabajaba sin descanso por conseguir una gira internacional que sacara a la Sinfónica de una suerte de síndrome de Estocolmo municipal que creía el director la formación sentía en su fuero interno. En 2017 consiguió ser consejero delegado de la orquesta, con el máximo afán de obtener patrocinios privados al modo en que ocurre en Estados Unidos, pero un año más tarde dimitió por motivos personales solo después de conseguir organizar una gira por Alemania y que pequeñas marcas pusieron algo de sus ganancias en la ROSS, como él la llamaba insistentemente. Nunca tuvo tiempo (ni interés), por aprender castellano (algo que le hizo renunciar a dar las charlas previas a cada concierto de abono, terreno en el que Pedro Halffter nadaba como pez en el agua haciendo las delicias de los abonados ejemplificando al piano), y tampoco se dejó ver en reunión o manifestación cultural de la ciudad fuera de las que él mismo oficiaba (Halffter alquiló un hotelito de la Exposición del 29 en el barrio de Heliópolis, frecuentaba a la duquesa de Alba y hasta ingresó en la Real Academia de Bellas Artes local). En un momento en que Sevilla rompió la barrera de los tres millones de turistas en 2018, programaba como si esos hubieran adquirido los abonos y las entradas de los conciertos de la Sinfónica en el Teatro de la Maestranza y quisieran escuchar música folclórica o fácil y atrayente al oído, cuando los que sí lo hacían no tenían nada que ver con aquellos y acumulaban canas y decepciones. Bruckner y Mahler casi desaparecieron de los programas y Tchaikovsky, Rachmaninov, Prokofiev, Bernstein, Barber, Copland, Bizet, Joaquín Rodrigo y pequeñas y nuevas composiciones de Núñez Hierro y Gallardo del Rey completaban programas insulsos y faltos de gusto que fueron, poco a poco, contrariando a público y crítica. Hastiado por todo esto y tras el fracaso económico de la gira alemana que hizo con Pepe Romero, que provocó una huelga de los músicos en los dos últimos programas de abono de la temporada 2018/2019, Axelrod se divorció de su formación y se despidió a la francesa cuando estalló el estado de alarma del pasado mes de marzo.


   Nadie en la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla ha reparado en su salida (y la ciudad ni siquiera lo ha notado, premiándolo con uno de sus característicos silencios), ávida por volver a tocar cuanto antes en público y alcanzar las reclamaciones de estabilidad económica y aumento de plantilla que el nuevo gerente económico Pedro Vázquez tiene encima de la mesa cuando comienza ahora la temporada del XXX aniversario, sin director artístico, ante la amenaza del coronavirus y diseñada en su mayor parte, casi a la desesperada, por el jefe de producción, Rafael Gómez, que ha tenido que recurrir a viejas glorias que han escrito páginas de oro en la historia de la orquesta: Plasson, Ráth, Soustrot, Juan Luis Pérez, Pablo González o los solventes Lucas Macías y Juanjo Mena. Parece que esta temporada, tan bien planteada y equilibrada, pidiera disculpas al público y quisiera recompensarlo por los desmanes del pasado, como si de una suerte de catarsis se tratara. La llamada al público joven que ha hecho la orquesta en sus redes sociales y la puesta en marcha del Start Festival en colaboración con el Teatro de la Maestranza para este mes de septiembre pretenden conjurar la adversidad de la realidad sanitaria y económica con el rico brebaje de la música. Con la esperanza puesta en la calidad individual y conjunta de los profesores que la integran y a la espera de la elección de un nuevo director artístico, la Sinfónica de Sevilla encara su tercera década de existencia pretendiendo ser más ella misma que nunca, ofrecer ese sonido robusto y decidido de tono azulado y que resulta inconfundible y adecuado para la música centroeuropea, pero que se torna ligero y límpido para los sonoridades españolas y francesas y así volver a ser, gracias a la lucha, al tesón y al buen hacer, por encima de sus dirigentes y gestores, el alma musical de la ciudad y, desde ahí, a España, a Europa, al mundo.

Foto: Julio Rodríguez

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