El director de orquesta español Ramón Tebar escribe sobre Renata Scotto tras el fallecimiento de la legendaria soprano italiana
Amor por Renata. Admiración por Scotto
Por Ramón Tebar
Mientras estos días se escribe mucho, con mejor oficio que el mío, sobre la inmensa pérdida de Renata Scotto en cientos de detalladas y estupendas notas en la prensa de todo el mundo, yo me limitaré a no tratar de competir con tan magníficos obituarios y hablar simplemente de la Renata que yo conocí, esperando que mi humilde contribución pueda de alguna forma rendir homenaje a su memoria.
La conocí en Miami, en una cena en casa de Bob Heuer, entonces director general de la Florida Grand Opera, en la que estaba, entre otros, el pintor Sebastian Spreng. Bob me colocó a su lado, y no paramos de hablar en toda la noche. Desde entonces, nos unió la música.
Era ingeniosa, ocurrente, simpática, estricta, implacable. Sus ojos irradiaban una luz especialmente chispeante. Con una mirada podía fulminar a un cantante o comérselo a besos con los ojos después de una frase bien delineada. Indescriptibles sus caras de sufrimiento cuando la afinación no era la correcta o su mirada ensoñadora cuando una frase había sido de su agrado, y entonces súbitamente, lanzaba besos al aire de agradecimiento. Cuando hablaba, su voz replicaba los registros expresivos y colores con los que su voz cantada había transmitido en su día con gran y natural musicalidad.
Tengo que reconocer que, a pesar de haberse ganado ya su merecido puesto en el Olimpo de las grandes cuando la conocí, yo no había seguido su carrera tan de cerca como las de Caballé, Berganza, Domingo, Zeani,...con los que ya había tenido la oportunidad de hacer música. Hasta entonces, había conocido a varios grandes artistas, pero no en todas las ocasiones había llegado a conocer a la persona. Esta fue la primera vez que conocía a una persona que después me descubrió a la gran artista. Conocer a Renata me llevó a la Scotto. Y de ahí surgió una fascinación que no ha cesado. Imagínense ir conociendo a una personalidad como la suya al mismo tiempo que fuí descubriendo su grandeza artística. Estar cerca de ella fue una bendición y un privilegio.
Pasamos mucho tiempo juntos ensayando, haciendo o hablando de música, enseñando a jóvenes cantantes, conciertos, etc... Pero no solo compartimos experiencias musicales, sino multitud de momentos personales, con amigos, con la familia, en innumerables comidas, cenas,...Aun recuerdo cuando venía a mi casa de Miami y se tumbaba en la alfombra a jugar con mis hijas, o comía alguna de las paellas de mi madre. De todos esos momentos tuve la inmensa fortuna de no parar de aprender de ella. A veces incluso creo que los cantantes de las producciones con las que trabajamos o los estudiantes que enseñamos juntos no aprendieron tanto como yo de ella. Así fue la admiración que le profesé y cómo aprovechaba cada segundo a su lado.
Lo que más le admiré fue su honestidad artística, su rigurosidad y compromiso ante la música. Con el arte o con la música no se negocian. La partitura, el texto, eran de suprema importancia. El estudio profundo de la partitura era requisito imprescindible para empezar a discutir sobre ella. Presentar una obra poco preparada era una falta de respeto absoluto. No prestar atención a las indicaciones del compositor eran una ofensa a la integridad artística.
Intenté no perder la menor oportunidad de averiguar sobre los grandes del pasado con los que trabajó, y generosamente me contaba lo que aprendió de cada uno, así como tantísimas anécdotas, algunas de ellas divertidísimas. Tenía un fantástico sentido del humor.
Como director de orquesta le debo muchísimo. Siempre he creído que mis mejores profesores han sido los grandes cantantes y los malos directores de orquesta. Los primeros por enseñarme qué hacer y los últimos qué no hacer. Escuchar lo que Renata aprendió de Karajan, Gavazzeni, Giulini, Barbirolli, Molinari Pradelli, Bartoletti, Sinopoli, Muti, Abbado, Levine,... me ayudó a ver la dirección de orquesta desde una perspectiva diferente a la que ningún director podría darme. La del cantante en frente del podio, no solo la del director detrás de él.
Todo aquel aprendizaje que ella tuvo formaron a una cantante preparadísima, de gran convicción escénica y fuerza interpretativa, en la que el compositor y su obra eran el faro a seguir. Y a mí, que tuve la fortuna de absorber tantas de sus enseñanzas, sea haciendo música juntos, dirigiendo óperas con ella como directora de escena, o como profesora, como en la academia que fundamos juntos en Naples, me acercó a la inmensidad del palco de los elegidos, al que ella pertenecía.
Venía, con su esposo Lorenzo, a casi todas las óperas que dirigí durante la pasada década en Miami, aparte de conciertos en otras ciudades como en Palm Beach, Fort Lauderdale o Naples, e incluso me acompañó en algún otro proyecto hasta España. Sus comentarios, sus consejos eran una continua fuente de inspiración, y muchos de ellos están presentes conmigo antes de salir a escena.
Cuando murió Lorenzo, no fue más la misma Renata a la que conocí. Conocerla como lo hice, me hizo amar a la persona y admirar a la artista.
Si es algo aceptado por todos que Scotto ha dejado una gran huella en la historia de la interpretación desde la mitad del siglo pasado, Renata dejó una aún más grande en mi vida. Fue un regalo que perdurará siempre en mi memoria. Su paso por el mundo ha sido un regalo para la humanidad.
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