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Crítica: Ramón Tebar y Marc-André  Hamelin con la Orquesta de Valencia

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Autor: Antonio Gascó
6 de diciembre de 2021

Concierto en el Palau de les Arts de Valencia protagonizado por Ramón Tebar, Marc-André Hamelin y la Orquesta de Valencia con obras de Rajmáninov y Bruckner

Ramón Tebar

Los señores del matiz 

Por Antonio Gascó
Valencia, 2-XII-2021. Palau de les Arts, Orquesta de Valencia, Ramón Tebar, director, Marc-André  Hamelin, pianista. Obertura de El diablo en Sevilla, Melchor Gomis, Rapsodia sobre un tema de Paganini de Rajmáninov y Sinfonía nº 4 en Bruckner. Valencia 2 de diciembre de 2021

   Meritorio concierto el que ofreció en el auditorio del Palau de les Arts la Orquesta de Valencia, bajo la esmerada rectoría de Ramón Tebar y que contó con la elogiosa participación del pianista Marc-André Hamelin.

   Las Variaciones sobre un tema de Paganini (que no es otro que el celebérrimo Capricho 24 para violín) de Rachmaninov son especialmente complejas por sus no pocas dificultades y diversidad de acentos en sus precisamente 24 secciones. Hay mucho de creatividad en esa pieza en la que los pianistas han da dar lo mejor de sí mismos, por invención y mecanismo. En verdad se trata de un concierto para piano y orquesta, ya que las variaciones, como es sabido, se articulan en tres secciones, claramente diferenciadas. Con ese código de concierto unitario en su heterogénea diversidad de divisiones, lo concibió mancomunadamente el binomio Tebar Hamelin. Y así cabe considerarse a juzgar por el estrechado abrazo que le ofreció el pianista al director, al concluir la obra, antes de atender a los entusiastas aplausos del público. El concepto interpretativo estuvo patentizado por la fantasía, el misterio, la introspección y en cierta medida el divertimento. La música constituía la revelación de un precepto de vivencias privativas. Si el solista fue un prodigio de articulación, sensibilidad, creación interpretativa y hábil virtuosismo escrupuloso, sin efectismos, la batuta demostró conocer al dedillo la obra, pues no en balde la ha tenido en dedos como pianista. La orquesta estuvo en todo momento al servicio de la versión que solista y director habían cuajado en un unificado concepto de unitaria proposición.

   El músico ruso expone detalles en los cuatrillos del tema paganiniano, en una introducción que tiene una estructura recogida del presto final de la tercera sinfonía de Beethoven. Así lo concibió la batuta, sin cargar las tintas esperando la entrada del solista con el tema que ya constituye en sí la primera variación. Rachmaninov sin duda, aparte de inspirado y puñetero con ganas para los pianistas [no en balde él poseía un mecanismo de mucho nivel] era creativo, ingenioso y no poco onírico. Estas características de su personalidad comparecen en grado sumo en esta obra en la que caben, obviamente, innumerables lecturas. Director y pianista optaron por un criterio esencialmente lírico, sin perder intensidades ni ímpetus. Me olvido, conscientemente, del gatuperio de los arcos en la novena variación. La séptima y en particular la décima que hacen comparecer la melodía litúrgica del «Dies Irae» [también a pulso binario] pueden ser una referencia. El motivo de «gori gori» interesaba al compositor que lo incluyó en otras partituras y en esta ocasión tal vez a modo de guiño cómplice al violinista diabólico.

   Es satánica por concepto y ejecución, como también lo es la décimo primera subsiguiente. Por el contrario la XII tiene un aire de minueto que los intérpretes ofrecieron con cautivador acento, contando con la prestación sugestiva de las cuatro trompas en el cantábile. Intensa la XIII sin aspavientos, con unas maderas muy precisas en los cuatrillos. Heroica y decidida la XIV, con los bronces fervientes y el teclado intenso en los acordes de las seis corcheas del compás. Elegantes los arpegiados 28 compases de la entrada del piano en solitario en la variación decimoquinta. La definición sonora y la precisión patentizaron la clase interpretativa y el nivel del pianista al que estábamos escuchando. ¡Y qué decir de la resolutiva doble escala antes del Fam conclusivo!: Magia. Tras la sensitiva diecisiete un algo «claro de luna alla Beethoven» llegó la variación de la inversión del La, Do, Si, La, Mi del cremonense a la Lab, Fa, Solb, Lab, Reb del de Semiómov. La melodía más golosa de la partitura. En su exposición en solitario, el pianista canadiense optó por un arrobamiento, sin almíbar y sin hacer uso del pedal, ni acentuar el rubato que solo emergió con la entrada de los arcos. Tebar mantuvo el pulso a la comanda del canadiense, sin aceleraciones efectistas. Tampoco la orquesta entró con grandezas de brocha gorda ni solemnidades ampulosas, ni siquiera en el tutti, antes bien, la sonoridad fue tan suntuosa como aterciopelada. El calderón final  [Reb, Sib, en el acorde de RebM] en las manos de Hamelin fue atmósfera pura que enquimeró la sala.

   Ninguna de las complejas seis variaciones finales parecía tener importancia en las manos de Hamelin. Volvió Paganini con arrestos, en la penúltima respondiendo al piano una orquesta épica y bizarra. Los acuciantes tresillos de la conclusiva, apoyados por maderas y arcos, parecieron surgir naturales sin asomo de virtuosismo. ¡Inverosímil!. El maestro valenciano puso determinación en la comparecencia de la postrer cita del aciago «Dies Irae», al que la voluntad del autor vence en un final radiante y eufórico, que el público ovacionó con afán. 

Ramón Tebar

   Para agradecer los aplausos, el canadiense ofreció una versión personalísima de La complaisante de Carl Philipp Emmanuel Bach, a la que otorgó a parte de una personalísima y contemplativa intención en el relato, una contemporaneidad tan alusiva como vigente. La ingeniosa acentuación de las segundas aumentadas [que las podía apreciar hasta un sordo] supuso una declaración singular de genialidad interpretativa. 

   La segunda parte de la audición la ocupó la Cuarta sinfonía de Bruckner. Bien sabía Tebar que los músicos que tenía delante no eran los de la Filarmónica de Viena, a los que ha dirigido en varias ocasiones, así que hizo de la necesidad virtud y la verdad es que las cosas le funcionaron muy bien, en una versión idílica de sugestivos matices. Dejó de lado el brucknerismo amazacotado y germánico, para mediterraneizar e iluminar en gran medida el postulado de la ambientación paisajística de la obra, ofreciendo una lectura de hálito austriaco, fluida, translucida, descriptiva y aérea, frente a los fragores de oleaje con que suelen gratificarnos, con harta frecuencia, otros colegas. Al respecto, cabría señalar que este axioma tampoco está demasiado alejado del postulado de un autor sencillo, con talante de campesino enamorado de los verdes campos de su Ansfelden natal y una mentalidad bondadosa y casi franciscana. También  se obtuvo la impresión de que el director entendió la obra a través del legado wagneriano, pero con un sentimiento frugal de relato en el que la música determinaba ambientes y estampas. 

   El tema del primer movimiento presentó un arranque solemne en su ambiente perceptivo, que parecía evocar el cariz heroico y el rapto enamorado de Lohengrin y de Los maestros cantores. El segundo tiempo era una loa laudatoria en que no cabía ser muy ducho para evocar Tannhauser. El bucólico tercer tiempo con la algarabía de la caza, sabía a Weber y el postrero fue una victoriosa exaltación del gozo de vivir, junto con la placidez y el idilio. El viaje de Sigfrido no parecía estar ausente. 

   En los compases inmediatamente anteriores al B de ensayo, del movimiento inicial, pese que hubo galimatías en las cuerdas agudas, ya entendimos que el criterio podía funcionar y más a partir de esa segunda letra por el idilio arrobado de los arcos en el landler subsiguiente. María Rubio, solista de trompa, lució un sonido bello en todas sus numerosas y audaces intervenciones y una precisión escrupulosa en el relato, que nos hizo olvidar muy pronto el leve desajuste de la blanca en Solb del séptimo compás. Bien hizo el maestro en levantarla la primera para recibir los aplausos del público al concluir la sinfonía. Lo merecía. La globalidad del tiempo fue una radiante exaltación de la naturaleza. Conmovedora la entrada de los cellos con un inspirado Iván Balaguer al frente, en el inicio del procesional segundo tiempo, escrito a cuatro pero casi llevado a dos para agilizarlo más, así como la de las violas a las que acompañan los demás arcos en pizzicato. A no olvidar las elogiosas intervenciones del oboe Roberto Turlo y del trio de trombones. Punto y aparte para reseñar la esmerada e imaginativa intervención del timbalero Lluís Osca relatando en sonoridades incorpóreas, la cadencia de los pasos de la feligresía, en el alejamiento del desfile sacro, antes referido, al final del fragmento. Descriptivista el tercer movimiento que pedía los pinceles de Courbet, de Vos, Synders, Runge o Friedrich para reflejar el paisaje y el ambiente cinegético en el relato musical. En el Lander hay que referir la satisfactoria prestación de las maderas en ese canto popular de paisaje y paisanaje tirolés. La romanza de las violas y el contracanto de los violines en la región aguda, constituyeron una sublimación del matiz y del dominio de los reguladores en el tiempo final. Todo él aludió al ambiente, a la atmósfera y a la naturaleza viva y radiante. La entrada de las dos primeras trompas retomando el tema del inicio de la obra, sobre el trémolo de toda la sección de arcos, derivó en un organístico canto de alabanza panteísta a la creación. Aplausos, bravos a «cascaporro» y parte de la asistencia en pie, saludaron una versión muy elogiable. 

   Ah sí, se me olvidaba, para abrir la audición se ofreció la obertura de El diablo en Sevilla del onteniense Melchor Gomis. No sé a qué mente «estrutefática» se le ocurrió programar ese preludio de cuño zarzuelero, con poca «limoná» y menos «chicha» y que salió, pues…, con el rabo entre piernas, consecuencia de una batuta poco motivada y una orquesta indolente y retraída. 

Fotos: Foto Live Music Valencia

 

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