Ramón Tebar dirige a la Orquesta de Valencia en el Auditorio y Palacio de Congresos de Castellón con obras de Strauss y Borodin en el programa.
Tebar rubrica un Borodin determinante
Por Antonio Gascó
Castellón, 19-XI-2021. Auditorio y Palacio de Congresos. Johan Strauss II, Obertura de «El barón gitano». Richard Strauss, Concierto para trompa nº 1 en mi bemol mayor. Solista Santiago Pla. Alexander Borodin, Sinfonía nº 2 en sim. Orquesta de Valencia, Ramón Tebar.
La obertura de la opereta de Johan Strauss II, El barón gitano, comenzó con mal pie, desde la decidida anacrusa inicial que marcó la batuta muy acelerada. Los primeros compases anduvieron desajustados «a mogollón» como se dice ahora. Pero claro, llegó el seductor vals que reclama la barroca sala del palacio de Schömbrunn, con frescos de Gregorio Guglielmi, para bailar como hacían Isabel de Baviera y Francisco José, en un sarao imperial. La batuta llevó a uno, con aliento y sugestión, el un, dos, tres del tiempo. Las cosas se pusieron en su sitio. Tanto fue así que, sinceramente, aunque estoy bastante fastidiado de la cadera, tenía anhelos de piso de mármol y zapatos de charol, muy reluciente, con suelas nuevas y de tener entre mis brazos a mi esposa, que bailaba el vals (y muchísimas más cosas) como nadie (y excuse el lector la licencia sentimental enamorada).
A reseñar la precisa anacrusa del cambio de compás, de ternario a binario, por el director, para dar entrada a la polka que remató, brillantemente, la obertura e hizo sonar, impulsivos, los primeros aplausos. El Primer concierto para trompa de Richard Strauss está en la tonalidad más adecuada al instrumento, mi bemol mayor, la misma del segundo. El autor, hijo de un trompista de la orquesta de la corte de Múnich, obviamente conocía el instrumento y le colocó no pocas dificultades, sobre todo en los agudos de fermatas y arpegios, que en los tiempos extremos son abundantísimos. Santiago Pla lo interpretó con entrega y precisamente ese celo le jugó malas pasadas con palmarias equivocaciones. Pero hagamos bueno el refrán de que «una golondrina no hace verano». Organístico sonido en el sentimental andante de bellas melodías, dicho con delectación afectiva y resolutivo y arrogante en la marcha que cierra la pieza el músico (que por cierto fue in illo tempore instrumentista de la Banda Municipal de Castelló) salió victorioso de los no pocos compromisos en que el autor pone al instrumento en el tal vez más retador de los tres tiempos. Que salió con bien, lo demuestran los aplausos del público que le obligaron a ofrecer dos propinas.
Tebar estuvo muy solvente en el acompañamiento dejando muy libre el relato al trompa. Fue muy específico en el remate del primer movimiento encomendado, en solitario, a la orquesta. Igualmente en la empastada introducción del segundo tiempo y el en el apoyo instrumental en el motivo conclusivo, heroico, marcial y determinativo de lo que iba a ser la música arrogante posterior del autor muniqués.
Y llegamos a la obra de más compromiso y alcurnia de la tarde, la excepcional Segunda sinfonía de Borodin que no tiene en la actualidad el reconocimiento que merece y que en su día le reconocieron, nada menos que Franz Liszt, o el grupo de los apaches en el que militaba Ravel, que adoptó las ocho notas del motivo inicial de la obra, como silbido de relación comunicadora. El director le sacó todo el partido posible, contando con una orquesta fértil, suntuosa y entregada, que se embelesó con su pasional romanticismo eslavo. Una versión apasionada y heroica (como la suscribió su autor calificándola de «los bogatyrs», esto es, de los héroes) de algún modo lejana a los densos y unciales planteamientos de Fedoseyev, Gergiev, Kondrashin, Sanderling… y, por contra, bastante cercana a la muy contundente de Carlos Kleiber, que este comentarista adora.
En el primer tiempo la batuta ordenó tirar abajo los arcos en todo su recorrido, para resaltar una intensa vibración de las cuerdas y acentuar el sonido, sobre todo del sector más grave. El ya referido tema de apertura de ocho notas, (cuatro y dos corcheas, una negra y una redonda; lo reseño porque eso hay que medirlo así) sobre el que se superponen las rotundas blancas de los latones, determinativo de todo el primer tiempo, sonó rotundo, poderoso, heroico y trágico a un tiempo. La victoria de los héroes que implica la devastación de los vencidos, se manifestó tan fogosa como trágica y siempre elocuente. El lírico segundo tema en re mayor y a 6/8 que se encardinará en los restantes movimientos, fue dicho con toda su importante propiedad, al extremo que permitió referenciarlo en todas sus posteriores comparecencias (Trío del Scherzo y Final). Convenientemente medidos los constantes cambios de pulso de 3/2 a ₵.
El muy rápido y bullicioso Scherzo es múltiple en sus constantes cambios de figuras. Jovial, chispeante, esparcido, jugoso… paradójicamente requiere de una mente analítica para poner cada mochuelo en su olivo y unificar el ejido, sin perder identidad cada uno de los múltiples jirones que lo conforman, muchas de cuyas frases, tienen longitudes inhabituales. Ello obliga a la batuta a mantenerse muy atenta a las sincopas. Es el movimiento de referencia para los extraños contratiempos de las maderas en inusual pulso de 1/1. Lo más importante de la acción de Tebar fue la intención y la claridad de su gesto, marcando, con precisión determinativa, la dicción del compás en el que, por si faltaba algo, hay abundancia de hemiolas.
El Andante tiene un propósito geográfico territorial en la hermosa melodía que enuncia la trompa (muy bien María Rubio) y continúan el oboe, clarinete y el fagot, evocando el sonido del acordeón del bardo. Bien lo logró sugerir la batuta. Pero, por el contrario, resulta inquietante a partir del «Poco animato» del C de ensayo, sin perder la ambientalidad sonora de las maderas, mecidas por la opulencia de las cuerdas graves. Ese ambiente de inquietud se torna melancolía, en manos de los primeros violines y las trompas, que rusificados por la intención de las manos de Tebar, cuajaron el más hermoso y sentimental tema de la obra. La trompa de María Rubio, en estadio de gracia, dio paso, sin solución de continuidad, al postrer movimiento, con cinco sostenidos en la armadura, que cierra en la tonalidad mayor, el Sibm del tono de la obra. Así el «Finale» sonó expansivo y emocional, cuajado de enérgicas sincopas, que la batuta supo remarcar muy bien y que la orquesta entendió, ofreciendo una visión intensa en sus contrastes de color y vigorosa en su resolución. Una fiesta animada, festiva, racial (que recordaba en el ambiente las citas de los popes de la «Gran pascual rusa» de Rimsky) y pletórica de dinamismo, concluyó, con júbilo, una obra tan interesante como atractiva. La tajante corchea del tutti en Si (no podía ser de otro modo) que remata la sinfonía, tras un trémolo impetuoso de los arcos, maderas y trompas en tresillos, concluyó brillantemente la versión. Sobre el inmediato fragor de las intensas sonoridades, el público prorrumpió en ovaciones, contrapuntadas con no pocos bravos. Y ahora viene la de arena: Incomprensiblemente, cuando se prolongaban, con deferencia, las palmas, los instrumentistas se levantaron de sus sillas y abandonaron el escenario, no permitiendo que el director, por una quinta vez, compareciera a recibir lo que era legítimamente suyo: aplausos enardecidos. No se explica; de verdad. ¿Tendrían prisa por ir a dar cuenta del hervido de la colación nocturna? Yo, con casi 70 años asistiendo a conciertos, es la primera vez que contemplo un hecho semejante.
Fotos: Orquesta de Valencia
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