Por Aurelio M. Seco
Que Ramón Barce todavía no ha dicho su última palabra como intelectual está clarísimo. Desde su fallecimiento no han sido muchos los momentos para recordarle. Era de esperar. Nunca fue lo que se dice un compositor que luchase por ver sonar su obra. Fue un luchador sin duda, uno de los más interesados, pero un luchador tranquilo, de los que prefería tejer los hilos de su combate despacito y con buena letra, para que el traje estuviese bien hecho y le durase tiempo. Qué difícil es hacer una obra bien construida que no se tuerza ante las primeras presiones del clima. Y al igual que su vocecilla aguda, llena de aire y frágil como pocas se dejaba oír sólo para quien bajaba la voz, Barce decía sus cosas a quien preguntaba, sin apenas darse importancia. No imponía sus discursos ni su música, ni hablaba alto ni tan fuerte como otros compañeros de profesión.
Tuve la ocasión de entrevistarle tres veces, las mismas que pude hablar con él de diversas cuestiones, durante una rato cada vez. Debo decir que siempre he sentido gran admiración por la figura de Ramón Barce. La primera vez que me di cuenta de su nombre fue leyendo el tratado de armonía de Schoenberg, que él había traducido y prologado en España. Había que poseer una cierta cultura alemana y capacidad de traductor cuidadoso, cualidades que él poseyó de manera acentuada. Después le escuché hablar, con esa voz suya característica, en una conferencia en el Campus del Milán, mientras yo todavía estudiaba Musicología en Oviedo. “Todo tiene forma”, se me quedó entonces. Él se refería a las obras musicales, también. Tras la conferencia tuve la sensación, como ahora, de que las verdades de Barce, suaves y tentadoras, tienen más futuro que pasado en la historia de nuestra música. Y va a tener que pasar tiempo antes de que sus ideas se impongan por la fuerza de sus convicciones. La única forma, pienso yo que pensaba él.
En los Cursos de La Granda en Avilés, a donde acudía año tras año porque lo invitaban María Encina Cortizo y Ramón Sobrino, sus directores, tuve ocasión de hablar con él de algún que otro asunto ajeno a lo musical. Porque Ramón Barce era –ya se ha dicho muchas veces- un hombre de vasta cultura que sabía perfectamente lo que significaba la palabra y que decía sus opiniones sin prisa pero sin pausa. Le pregunté sobre un presunto libro sobre el Estado, porque Ángel Medina, el prestigioso catedrático de Musicología y uno de sus biógrafos, me había dicho que hacía tiempo que pensaba en escribirlo. No lo había hecho entonces. No sé si habrá dejado algo escrito. Ideológicamente, en ocasiones daba la sensación de estar tan cerca de la utopía que podría resultar incluso ingenuo. Pero tenía razón. “Que exista o no la pena de muerte –me dijo cuando le saqué el tema de Gustavo Bueno, el filósofo materialista, que la justifica en ciertos casos de culpabilidad probada como un síntoma de verdadera democracia. Eutanasia procesal, le llama Bueno- en un mundo en el que morir es tan fácil, carece de importancia. Qué error tan grave de los seres humanos admitir las grandes matanzas que se están dando en el mundo. Es un error de la humanidad”.
Barce no fue un buen comercial de su obra. No iba con su personalidad y no quiso hacer el esfuerzo, por inseguridad o, lo más probable, porque era así. En Estados Unidos, me confesaba el compositor español Jorge Muñiz refiriéndose a Nueva York, un artista tiene que aprender a defender su obra y promocionarla. Con todo, fueron muy numerosos los estrenos y reconocimientos de Barce en vida. Algo querrá decir de la calidad de su obra musical y de sus actitudes, que fueron vanguardistas y, por ello, provocadoras, desde el principio hasta el final de sus días, aunque a veces no lo parecieran.
“¿Y la Música, Ramón? ¿Es arte o ciencia?”, le pregunté un día en La Granda. Barce se quedó callado en silencio durante un buen rato, para pensar la respuesta. Me quedé estupefacto con su actitud. “La Música –la composición- no es una ciencia sino un arte, porque en el arte los materiales se pueden reutilizar, incluso los antiguos. Esto no pasa en la ciencia, que quema etapas a medida que supera las anteriores”.
Encontré esta misma idea en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Hoy, su discurso me resulta absolutamente revelador y de una inteligencia desafectada y lógica como pocas veces he leído. Y sin embargo sus potencialidades han pasado un tanto inadvertidas. Dice en él que la “Historia del Arte no transita sobre hechos muertos o superados, sino sobre realizaciones que se perpetúan vivas y vigentes; y que precisamente porque están vivas continúan de alguna manera influyendo sobre las ulteriores creaciones”. El discurso, titulado “Naturaleza, símbolo y sonido”, aporta una visión lúcida, sensata y plenamente coherente sobre la naturaleza de la música y las sensaciones que causa. De su porqué.
Lo comenté en su momento con un importante musicólogo, pero le pareció una explicación fría, que convertía el misterio de la música en un témpano de hielo sin alma. En fin, que parecía que algo se le escapaba a Barce en la explicación. Pero no es así. Va a costar reconocerlo, porque las personas suelen optar más por la entretenida ignorancia que da el misterio que por la aburrida, cruda y fría realidad que en ocasiones otorga la razón. Pero Barce tenía y tiene razón. Lo juro por Dios con la fe del ateo; que también es fe.... Creo.
Foto: Fondo documental de la Fundación Juan March
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