Por Pedro J. Lapeña Rey
Hace un par de semanas que Rafael Orozco, el eximio pianista cordobés, hubiera cumplido 75 años. Si cualquier muerte es dolorosa, es especialmente difícil de aceptar en un intérprete en plenitud creativa e interpretativa. ¡Que más nos pudieran haber dado músicos como Dinu Lipatti, Denis Brian, Guido Cantelli o Ataulfo Argenta! ¡Hasta donde hubieran podido llegar! La muerte del cordobés, poco después de cumplir los 50 años, fue especialmente triste para el que suscribe.
Orozco fue un pilar básico de mis primeros conciertos en vivo hace más de 40 años. Los sábados por la mañana eran para los ensayos de la Orquesta Sinfónica de la RTVE, y los domingos para los matinales de la Orquesta Nacional, todos ellos en el «viejo» Teatro Real. Los sábados garantizabas el patio de butacas si madrugabas algo, mientras que los domingos, con 10 pesetas y el correspondiente cupón de estudiante, subías inevitablemente al gallinero, que en aquellos años tenía dos enormes cajones laterales con grandes ventanas por donde difícilmente veías más de medio escenario. Al apagarse las luces, algunos corríamos a sentarnos en las escaleras para poder ver el escenario completo, gracias a la complicidad de los viejos acomodadores y de muchos aficionados veteranos que hacían la vista gorda -probablemente recordando su juventud- y nos dejaban hacerlo. Bien es verdad que respondíamos con una atención exquisita y un silencio absoluto, pero es algo que hoy sería impensable.
Cada concierto te revelaba nuevas obras, nuevos intérpretes, y te despertaba la curiosidad por ampliar repertorio, y por qué no decirlo también, por descubrir esas orquestas extranjeras que salían en los folletos de Ibermúsica, y que te ponían los dientes largos. Pero sus precios eran prohibitivos para un crío de 13 años y solo conseguías entrar cuando a alguno de sus «ricachones» abonados le sobraba alguna entrada y se apiadaba de ti.
Pero en aquellos años, los solistas y directores que venían a ambas orquestas no tenían mucho que envidiar a las grandes, o al menos eso nos parecía a nosotros. Nombres como Isaac Stern, Sergiu Celibidache, Carlo Maria Giulini, Eliahu Inbal, Nikita Magaloff, Anne-Shopie Mutter o André Watts eran habituales en sus ciclos.
Una mañana de domingo, en diciembre del 77, Frübeck dirigía la Segunda de Brahms y el Pájaro de fuego de Stravinsky. Entre medias, una obra que nunca había oído: el Concierto en mi bemol mayor de Franz Liszt. El solista era un español que, según indicaba el programa de mano, había ganado varios concursos y tenía ya una gran carrera internacional. La versión fue fabulosa, o eso me pareció a mí. Seguía sus escalas, acordes y arpegios imposibles completamente absorto y literalmente hipnotizado por aquel tipo moreno y con bigote que nos dejó sin palabras y que provocó un seísmo de aplausos y bravos.
Un viejo aficionado con el que charlaba de vez en cuando en los descansos me alertaba siempre que venía algún director o solista especial: «Atento hoy chaval, este es uno de los grandes de verdad». Cuando aquel día nos encontramos en el descanso y al ver mi cara radiante de felicidad, me dijo: «Te ha gustado, ¿verdad? No te olvides de este pianista. Apunta su nombre. Es uno de los favoritos de Giulini». Ante aquel comentario, el resto de su biografía pasaba a segundo término. En esos momentos, para mí, Carlo Maria Giulini era Dios. Con las pagas de los domingos, había ido comprando sus sinfonías de Brahms con la Orquesta Philharmonia para EMI, y poco antes había pasado un par de tardes trabajando en el jardín de un vecino para conseguir las 600 pesetas que me costó su mítica grabación de la Novena de Mahler con la Sinfónica de Chicago. El hecho de descubrir que un pianista español -para un neófito como yo, el piano español se reducía a la gran Alicia de Larrocha y a sus grabaciones para Decca que copaban las estanterías de las pocas tiendas de discos que visitaba- fuera uno de sus pianistas de referencia y que hubiera hecho varias giras con él, significaba más para mí que la importante carrera que llevaba hasta la fecha.
Dicha carrera ya era entonces impresionante para un pianista de solo 31 años. Había sido alumno de José Cubiles y de Alexis Weissenberg. Había ganado ya los Concursos de Jaén y Bilbao, cuando con solo 20 años, su victoria en el 2º Concurso Internacional de Leeds por delante de Viktoria Postnikova -esposa del genial Gennady Rozhdestvensky- y con figuras como Lev Oborin, Nikita Magaloff o Rudolf Firkusny en el jurado, le catapultó a la escena internacional. Siguieron giras por Europa, América -de la mano de Giulini- y Japón, y grabaciones discográficas con EMI, Decca o Phillips.
Yo por mi parte, aunque mi presupuesto era mínimo y en aquellos años los discos no eran especialmente baratos -no existía internet ni YouTube-, me las fui apañando para conseguir un disco con los Scherzos de Chopin, y otro con la Sonata en si menor de Liszt y la Segunda sonata de Chopin. Y por supuesto, acudí presto al año siguiente, en noviembre de 1978, cuando volvió a Madrid con el Concierto nº 20 en re menor de Mozart, esta vez con la Orquesta de la RTVE y Odón Alonso. De nuevo nos cautivó con su sensibilidad, su sonido cristalino, su apabullante perfección técnica, su pasmosa naturalidad y su musicalidad innata. En los 80 le vi menos y el siguió sobre todo con su carrera internacional.
Me reencontré con él a primeros de los 90. Primero con su imponente grabación de la “Iberia” de Albéniz para Audivis en 1992, que ganó varios premios internacionales. Orozco alcanzó aquí la cima de su discografía. Una Iberia rítmica, flamígera, de impresionantes medios técnicos, pero donde también encuentras toda una suerte de matices y colores que la hacen especialmente arrebatadora. Cada pieza te lleva al límite, pero en El Albaicín, en Jerez y en Eritaña tocas el cielo con los dedos. Cuando se publicó, aún no conocía la definitiva versión de Esteban Sánchez, pero durante varios años fue mi versión de referencia, y sigo volviendo a ella con frecuencia, cuando me quiero alegrar el día.
A finales de 1993, volvió un par de veces a Madrid. Primero con Neville Marriner y la Orquesta de la RTVE para un Emperador de Beethoven exquisito, musical, muy trabajado, con muchos detalles técnicos de altura y perfilado con solvencia, pero donde la brillantez y sus enormes medios técnicos -aunque no lo sabíamos, la grave enfermedad que acabó con él años después empezaba a asomar- ya no parecían los de antaño.
Le vi por última vez un mes después, el 1 de diciembre de 1993, en uno de esos recitales que se quedan para siempre en tu memoria. Por fin con la Iberia en vivo, la obra de las obras. Orozco había ido tocado diversas piezas a lo largo de su carrera. La estudió y la trabajó a conciencia hasta realizar la grabación mencionada arriba. Pero ahora era distinto. Se trataba de la Iberia entera, a tumba abierta, en directo, sin trampa ni cartón. Algo que obviamente está al alcance de muy pocos. La versión fue sobresaliente. En Evocación empezó el músico delicado y atento a los matices, de un poder hipnótico absoluto. Pero ya en El Puerto y en El Corpus Christi en Sevilla se fue imponiendo el poderío y la perfección rítmica. Según avanzaba la obra, la intensidad y la emoción aumentaban y en el último cuaderno nos puso al borde del ataque de nervios. Acabé la interpretación con lágrimas en los ojos. Y eso que no sabía entonces que era la última vez que le vería.
El recuerdo de ese canto del cisne nos golpeó aún más a los que no sabíamos nada de su enfermedad cuando nos llegó la noticia de su muerte en Roma en abril de 1996. De todas las necrológicas que se escribieron me llamó especialmente la atención la frase con la que Enrique Franco concluyó la suya en El País: «Ahora mismo es el momento de la pena, pero mañana han de antologizarse todas las grabaciones de Rafael Orozco como lo que son: un capítulo significativo de nuestra historia musical». No parece que le hicieran mucho caso al crítico y compositor madrileño. Veinticinco años después, una rápida búsqueda en varias tiendas online nos indica la ausencia de esa antología de grabaciones. La tozuda realidad nos indica que solo está disponible una parte muy pequeña de su legado. Como dice un amigo melómano, «menos mal que siempre nos quedará YouTube». Ahí sí es posible encontrar un abanico mayor de grabaciones, aunque con una calidad inferior. En una auténtica pena que con la cantidad de dinero público y privado que se gasta en el país, ninguna institución haya cogido el toro por los cuernos y haga de una vez por todas esa caja recopilatoria con remasterizaciones actuales, que vuelva a poner en el mapa a Rafael Orozco, que como bien me anticipó aquel viejo aficionado del Real, fue uno de los grandes de verdad.
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